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Francisco Godínez, artista de acendrada filantropía[1]

 

 

Eduardo Escoto Robledo

 

 

Francisco Godínez Morales fue un destacado músico nacido en la ciudad de Guadalajara en el año de 1855, hijo del organista Nicolás Godínez y de la señora Asunción Morales. Sus primeras enseñanzas musicales las recibió, como es de suponer, de su padre, para continuar luego bajo los notables maestros Jesús González Rubio y Abel Loretto. Con sólo 20 años de edad, sus progresos le llevaron a ocupar la plaza de segundo organista de la Catedral de Guadalajara (1875).[2]

            Sin embargo, para entonces el joven Francisco Godínez había agotado ya las opciones que en cuanto a crecimiento musical existían en Guadalajara, por lo que tomó la determinación de ahorrar para emprender un viaje a Europa con el fin de perfeccionar sus conocimientos musicales. Así, en 1880 parte a Francia e Italia a estudiar piano y armonía con diferentes maestros del ámbito del Conservatorio de París.[3]

            El impacto que debió producir en todos los sentidos en el joven artista este viaje merece una reflexión más detenida. Godínez pasó de una capital provinciana de mediana importancia a dos de los principales centros culturales del mundo, y en particular, en el caso de París, a la magna metrópoli de cuya efervescencia musical salía a la luz el movimiento organístico que en el periodo romántico tardío reivindicaba al órgano y además contribuía a su desarrollo técnico y musical. En este movimiento participaban organistas como Charles-Marie Widor, Camille Saint-Saëns, César Franck, Louis Vierne, Marcel Dupré, Alexandre Guilmant, Eugène Gigout, Theodore Dubois y un largo etcétera, al lado de los afamados constructores de órganos Joseph Merklin y Aristide Cavaillé-Coll.

            A su regreso, Godínez se dedicó a trabajar sobre tres ejes principales: la elevación de cultura musical tapatía, la dignificación de la música eclesiástica y la implantación de la organería francesa en México. Estas tareas habrían de demandarle esfuerzos por demás considerables, cuyos resultados se concretarían en hechos inéditos hasta entonces, entre los que destacan las publicaciones musicales, la importación del repertorio más selecto de la época, la gestión de la compra de un órgano Merklin para el Santuario de Guadalupe y dos más para la Catedral (uno de ellos monumental) y el establecimiento de una sala de conciertos y de una fábrica de órganos que funcionó a escala nacional.

            Todo esto lo logró el maestro sin descuidar su dedicación a la docencia y sus funciones como organista primero de la Catedral, tareas que desempeñaba con gran notoriedad tras haber aprovechado su segunda estancia en París (1889-1892) para perfeccionarse bajo la tutela de los mencionados maestros Guilmant, Dubois, Gigout y también Samuel Rousseau. Pero sobre todo, Godínez trabajó siempre con gran desprendimiento de lo material, anteponiendo el éxito de sus objetivos a los beneficios que de ellos pudiera obtener. Baste citar como ejemplo el hecho de que, al ser nombrado por el Cabildo catedralicio organista primero, haya rechazado el sueldo superior que le correspondía y solicitado que los tres organistas al servicio de la catedral ganaran exactamente lo mismo.[4]

            En general, todos los aspectos de su vida se guiaban por un profundo fervor religioso y eligió la caridad como la virtud que habría de cultivar. Esto le llevó en 1899 a tomar la determinación de donar con fines benéficos la mitad sur de la manzana que había heredado de su primera esposa, Cristina Castellanos, y que se ubicaba en “el extremo Poniente de la calle Placeres”,[5] en los últimos terrenos fraccionados en esa zona de la ciudad por entonces, manzana hoy delimitada porl a avenida Enrique Díaz de León y las calles Madero, Prado y Prisciliano Sánchez. La otra mitad de la propiedad la ocupaban las instalaciones de la sala de conciertos J.S. Bach y la Gran Fábrica Guadalupana de Órganos, erigidas por el propio Godínez.

            Era deseo del músico que en aquel terreno de 35 por 75 metros se construyese una casa para ancianos pobres que debería llamarse Asilo de San Vicente de Paul, institución que habría de estar “bajo la vigilancia de la institución eclesiástica del lugar”.[6] Dada la imposibilidad legal de la Iglesia para recibir donativos de este tipo, Godínez recurrió a una argucia legal mediante la que simulaba vender aquella finca por el simbólico precio de cien pesos a un testaferro, que aparecía como comprador y a cuyo nombre se pondría la propiedad, pero a quien se obligaba “forzosamente”[7] a destinarlo al mencionado fin caritativo. En el contrato de compraventa se estipulaba que “cuando por cualquier motivo tuviere que clausurarse el asilo, o cuando por ley tuviese que pasar el asilo al dominio de cualquiera autoridad civil, entonces se vendería la finca”[8] para repartir su valor entre los pobres, independientemente de si Godínez viviera o no para entonces. Claro está que un contrato de compraventa, legalmente, no puede imponerse al comprador lo que debe hacer con el bien adquirido, por lo que el testaferro elegido para esta operación tenía que ser alguien de confianza y de conocida solvencia moral. Godínez eligió para tal fin al conocido comerciante tapatío don Ramón Garibay.

            La muerte sorprendió a Francisco Godínez de forma prematura en 1902, cuando tenía 47 años de edad e intentaba poner en marcha otro ambicioso proyecto: la creación de una escuela de música religiosa. Para entonces su situación económica no era del todo buena. Le sobrevivieron tres hijos, el mayor de apenas tres años y la más pequeña en el vientre de su madre. De hecho, Guadalupe Cano, su viuda, debió marcharse a la capital del país a buscar mejores condiciones de vida. En tan apremiante situación, su familia no pudo echar mano ya de aquella propiedad.

            Se sabe que para 1910, en parte del terreno en cuestión se encontraba la iglesia del Calvario, de las hermanas Salesiana,[9] quienes –es de suponer– estarían aprovechando el resto de la finca para las labores asistenciales a las que se dedica su orden. El templo desapareció cuando fue ampliada la avenida Tolsa, pero el resto del edificio estuvo funcionando como asilo de ancianos y posteriormente como escuela.[10]

A mediados de la década de 1930, el señor Garibay padecía una enfermedad no diagnosticada que le aquejaba desde hacía tiempo. En la época era común que los enfermos se sometieran a numerosos e infructuosos intentos médicos buscando sanar, dado que no se contaba con los recursos necesarios para los análisis biológicos necesarios para una evaluación certera. Sin embargo, fue por esos años cuando el doctor Ángel Leaño Álvarez del Castillo se instaló como uno de los primeros médicos laboratoristas de la ciudad. Garibay acudió a su consulta y al poco tiempo vio restablecida su salud. En agradecimiento, decidió regalar al médico la propiedad que había recibido de Godínez. El médico quizá no haya sabido nada de aquello, pero de cualquier forma no aceptó el edificio para sí mismo, aunque la insistencia de su agradecido paciente le movió a decirle que en todo caso lo donase a la recién creada Universidad Autónoma de Guadalajara, de la cual era fundador, y la que en ese entonces no poseía aún inmuebles de su propiedad.[11]Así sucedió, y dio lugar a la creación, con diversas ayudas, de un hospital-escuela que empezó a funcionar en 1942 y en el que, en un principio, la atención no se cobraba a los pobres. Recibió el nombre de Hospital Ramón Garibay, en honor a quien donó a título propio la finca que le fue entregada décadas atrás con una finalidad y unas obligaciones muy específicas, aunque fuesen ciertamente de tipo moral. El hospital está en funciones hasta el día de hoy.

Francisco Godínez, como músico y promotor artístico, cayó injustamente en el olvido no mucho después de su muerte. En ello influyeron factores culturales y políticos, pues es de sobra conocido el rechazo generalizado que el régimen postrevolucionario decretó contra el arte musical anterior a su surgimiento, tachado de decimonónico y sistemáticamente relegado. No sería sino en la década de 1990 cuando, gracias a la publicación de las memorias de uno de sus alumnos distinguidos, Alfredo Carrasco, y al estudio crítico de ellas por parte de la maestra Lucero Enríquez, la figura de Godínez se asomaría de nuevo, tímidamente, y despertaría un creciente interés. Dados los nuevos descubrimientos acerca de los méritos de su vida y obra, se espera que tal interés sea permanente.

 



[1]Texto publicado en el libro Aires de Guadalajara, historia del órgano tubular en la capital de Jalisco, Guadalajara, Consejo Estatal para la Cultura y las Artes, 2013.

[2] Alberto Santoscoy, Obras completas, Guadalajara, Unidad Editorial del Gobierno del Estado, 1984, t. I-II, p. 666.

[3]Alfredo Carrasco, Mis recuerdos, edición crítica de Lucero Enríquez Rubio, México, UNAM, 1996, pp. 145-146.

[4]Liquidaciones de los sueldos de los empleados de la Catedral para el año 1901, 8 de mayo de 1901, Archivo Histórico de la Arquidiócesis de Guadalajara.

[5] Carrasco, op. cit., nota 2, p. 212.

[6] Acta número 18, Notario Ignacio Chávez, 5 de abril de 1899, Guadalajara. Archivo personal de Edelmira Bretón Godínez.

[7]Idem.

[8]Idem.

[9] José de Mendizábal, Segundo calendario y directorio de la ciudad de Guadalajara para el año de 1910, Guadalajara, Librería de Font y Velasco, 1909, p. 58.

[10] “Lo que va de ayer a hoy”, en El Informador. Guadalajara, 31 de diciembre de 1974, p. 7-D.

[11] Testimonio del arquitecto Juan Ángel Leaño Aceves, hijo del doctor Ángel Leaño, al presbítero Tomás de Híjar (22 de diciembre de 2011).

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