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Primer centenario de la erección canónica de la arquidiócesis de Guadalajara

 

J.  Ignacio  Dávila  Garibi

 

 

En el marco del 150 aniversario de la elevación al rango de sede metropolitana se actualiza un texto que a medio siglo de distancia contextualiza un suceso del todo relevante para la Iglesia particular tapatía[1]

 

Con mis sentimientos de particular estimación y agradecimiento me

complazco en dedicar esta modesta obrita al infatigable señor cura

 don José Ángel Valdés, que con apostólico celo regentea la parroquia de

Santa María de los Lagos.

El autor

 

De México, la “Ciudad de los Palacios” he venido a esta hermosa población jalisciense de viejo historial, a desempeñar una honrosa comisión, muy superior a mis fuerzas, que el digno párroco de esta feligresía me ha confiado: sustentar una conferencia en la cual, como enlazados en un solo recuerdo, pondré a la consideración de este selecto auditorio dos hechos memorables, de tal modo relacionados, que mutuamente se complementan: la elevación de la antigua diócesis de Guadalajara a la categoría de arquidiócesis y la feliz coincidencia de haberse efectuado el acto canónico respectivo en esta ciudad de Lagos de Moreno, que jubilosamente acaba de celebrar el cuarto centenario de su fundación como villa de Santa María de los Lagos, edificada en una fértil llanura denominada en la época de la conquista Pechititlan, alternativamente ocupada por xiconaquis y cuztiques, belicosos grupos indígenas cuyos nombres gentilicios, grabados en el escudo heráldico laguense han perpetuado su memoria.

***

No se sabe a ciencia cierta por qué el ilustrísimo señor Espinosa, que a causa de las convulsiones políticas de la época, había estado algún tiempo ausente de su diócesis, se apresuró, en cuanto pudo volver a ella, a ejecutar antes de llegar a su sede episcopal, la bula pontificia que elevaba a metropolitana la iglesia de Guadalajara; ni por qué eligió para ello, el templo parroquial de Santa María de los Lagos, construido en el siglo xviii, por iniciativa -y en gran parte- a expensas del benemérito señor cura licenciado don Diego José Cervantes, fundador y padre espiritual de la ejemplar comunidad de religiosas capuchinas de Lagos, sacerdote inolvidable, a quien lo mismo en el orden espiritual como en el material debe tanto esta tetracentenaria población.

He oído decir a persona que supongo bien informada que como el ilustrísimo señor Espinosa se había esmerado siempre en dar inmediato cumplimiento a las disposiciones de la Santa Sede, sólo esperó encontrarse de nuevo dentro del territorio de su amada diócesis para efectuar dicha erección y que fue precisamente Lagos la primera parroquia que tocó su excelencia en su viaje de regreso a Guadalajara.

En cuanto a la elección de templo, bien sabía el señor Espinosa que el parroquial de Lagos es grande, hermoso y de sólida construcción, muy propio para dar lucimiento a una ceremonia religiosa de tanta importancia como la erección canónica de una arquidiócesis.

 

***

Mas, sea de ello lo que fuere, lo cierto es que el 17 de marzo de 1864, el excelentísimo señor doctor don Pedro Espinosa y Dávalos, arzobispo electo de Guadalajara; patricio romano, prelado doméstico de Su Santidad, asistente al Sacro Solio Pontificio; comendador de la nacional y distinguida Orden de Guadalupe, caballero del Águila Mexicana, consejero de Estado, etcétera, etcétera, ejecutó con gran solemnidad y numeroso concurso de fieles, dicha bula de erección.

En tan memorable fecha, pues, dos topónimos jaliscienses, quedaron enlazados en un solo recuerdo: Guadalajara y Lagos.

El siguiente día, el ilustrísimo señor doctor y licenciado don Mateo Guerra y Alba, miembro de una de las más antiguas y nobles familias de Lagos, impuso el sagrado palio al último obispo y primer arzobispo de Guadalajara.

El 4 de abril inmediato, tanto la bula de erección: Romana Ecclesiae, como el decreto episcopal respectivo, fueron leídos en la Catedral de Guadalajara.

Dicha bula había sido expedida por su santidad Pío ix con fecha 26 de enero de 1863 y la preconización del excelentísimo señor Espinosa, como primer arzobispo de Guadalajara había tenido lugar en Roma, en el Consistorio del 19 de marzo del año últimamente citado.

***

Repetidas veces he tenido que mencionar el nombre del meritísimo señor Espinosa, figura central, principalísima, en el acto de que se trata, justo es que diga yo algo en particular, acerca de tan destacada personalidad.

Miembro de una familia levítica, emparentado con los condes de Miravalle, nació en Tepic, Nayarit, el 29 de junio de 1793, en muy temprana edad ingresó al Seminario Conciliar de Guadalajara, donde hizo una carrera brillantísima y ya ordenado de sacerdote regenteó varias cátedras; se doctoró en Sagrada Teología en la antigua Universidad Pontificia de esa ciudad y leyó en ella la Cátedra llamada de Melchor Cano.

Dotado de gran virtud, prudencia y sabiduría, fue rector de los principales planteles educativos de la ciudad de Guadalajara, esto es: el Seminario Conciliar, la Universidad Pontificia, de la cual fue también cancelario, El Colegio Clerical y el Colegio de Niñas de San Diego.

En la curia eclesiástica desempeñó cargos tan importantes como visitador de curatos y colegios, promotor fiscal, gobernador de la Sagrada Mitra y vicario capitular en sede vacante.

En el venerable Cabildo fue sucesivamente canónigo lectoral, tesorero, maestrescuelas y arcediano.

Fue diputado al Congreso General de 1834 a 1836 y consejero de Estado durante el gobierno del General don Antonio López de Santa Anna.

Tantas y tan variadas ocupaciones no le impidieron escribir y publicar numerosos opúsculos y artículos de prensa en defensa de los sagrados intereses de la Iglesia y para que su labor periodística fuera más eficaz fundó el Defensor de la Religión, periódico que tuvo mucha demanda y cuyos principales y más valientes artículos fueron redactados por él.

Vacante la diócesis de Guadalajara por muerte del ilustrísimo señor doctor don Diego Aranda y Carpinteiro, el General Santa Anna presentó al ilustrísimo señor Espinosa a la Santa Sede, para el obispado de Guadalajara en 2 de mayo de 1853; su santidad Pío ix lo preconizó en el Consistorio del 12 de septiembre del mismo año, y el ilustrísimo señor arzobispo de Durango, doctor don José Antonio de Zubiría y Escalante lo consagró en la Catedral tapatía el 8 de enero del siguiente año y con tal carácter gobernó la diócesis hasta el 18 de marzo de 1864, que como antes dije, recibió el sagrado palio, símbolo de su elevada dignidad de arzobispo metropolitano.

En sus mocedades fue familiar y colaborador íntimo del gran obispo don Juan Cruz Ruiz de Cabañas y Crespo y pudo, mejor que otros sacerdotes, enterarse detalladamente del curso de los acontecimientos originados por la guerra de la Independencia.

Consumada ésta, vivió la más turbulenta de las épocas en que fratricidas luchas ensangrentaron y empobrecieron al país, privaron a la iglesia de sus bienes y prácticamente la dejaron encadenada para poder realizar con eficacia su divina misión.

Estaba, pues, acostumbrado a luchar con valor y firmeza y aunque ya la nieve de los años había comenzado a cubrir de plata su cabeza, su resistencia física y su gran capacidad mental eran notorias.

***

Verdaderamente asombrosa fue la actuación del excelentísimo señor Espinosa como obispo y como arzobispo, la cual en su mayor parte se desarrolló en un medio bastante hostil.

Perseguido, desterrado y en cierta ocasión hasta plagiado, no llegó a amedrentarse en las horas de mayor peligro, ni a dejar de trabajar con apostólico afán en defensa de los intereses de la diócesis que Dios le había confiado, la cual parcialmente visitó varias veces.

Su pluma en ningún tiempo estuvo ociosa. Sus escritos diocesanos son muy numerosos: edictos, cartas pastorales, circulares, decretos, advertencias, observaciones, dictámenes, protestas...

Quien quiera conocer en detalle la copiosa bibliografía de este infatigable mitrado, puede consultar con provecho el magnífico Catálogo biobibliográfico de los doctores de la antigua Universidad de Guadalajara, escrito por el erudito historiador y bibliógrafo Juan B. Iguíniz y editado por el Instituto de Historia de la Universidad Nacional Autónoma de México.

Más ya que he tenido que mencionar al señor Iguíniz, como historiador, debo decir que el excelentísimo señor Espinosa también fue historiador. Díganlo si no sus Apuntes sobre el obispado de Guadalajara, escritos en 1852 para que sirvieran a la formación de una historia eclesiástica mexicana, los cuales vieron la luz pública en el cuarto tomo del Diccionario Universal de Historia y Geografía, publicada por varios autores bajo la dirección del notable historiógrafo don Manuel Orozco y Berra.

Mientras las circunstancias lo permitieron, hizo este mitrado varios donativos a su catedral, cuyo atrio rodeó de una vistosa reja de hierro, que fue retirada años más tarde durante el gobierno del General M. Diéguez.

Con mármol italiano traído de Génova, mandó construir el magnífico altar mayor de dicha catedral, a la cual regaló un primoroso juego de casullas, dalmáticas y capas pluviales de finísimo tisú de color azul bordada de oro, ornamento que sólo se usa una vez al año, el día 8 de diciembre en la procesión claustral que precede a la misa conventual catedralicia.

De fabricación europea regaló también una valiosa custodia de oro macizo cubierta de finísimas esmeraldas.

Dejó, además, suficientes fondos para la construcción de la capilla de la Purísima, en la cual se le construyó un marmóreo sepulcro, donde esperan sus restos la resurrección de la carne.

Hizo varias fundaciones piadosas en diversos lugares de la arquidiócesis: socorrió con sus limosnas a los hospitales de Belén y de San Juan de Dios; ayudó lo más que pudo al Seminario Conciliar diocesano; consiguió que las Hermanas de la Caridad se establecieran en la ciudad episcopal, según deseos del ilustrísimo señor Aranda y del muy ilustre señor Canónigo Doctoral de la Catedral de Guadalajara, doctor don Francisco de Paula Verea y González, que fueron los iniciadores de esta fundación.

Con el deseo de dar mayor esplendor al culto divino en el Santuario de Nuestra Señora de San Juan de los Lagos, hoy basílica menor, expidió un nuevo reglamento con fecha 7 de septiembre de 1854 en el cual, quedó fijado el número de los capellanes a quienes se exigió, entre otras cosas, la diaria asistencia al coro y al confesionario y que todos los días hubiera misa cantada en esa casa de oración y vísperas en todas las fiestas de la Santísima Virgen María.

***

Grandes amarguras tuvo que sufrir este insigne arzobispo con motivo del saqueo de dicha Catedral y de otros varios templos de la arquidiócesis, de los cuales algunos fueron destruidos inclusive, las grandiosas iglesias conventuales de San Francisco, el Carmen y Santo Domingo, de la ciudad de Guadalajara, las tres de magnífica construcción y saturadas de tradiciones, añoranzas y recuerdos.

En tan aciagas circunstancias tuvo también que beber el cáliz de la amargura cuando supo que las tropas al mando del Coronel Miguel Blanco tomaron la plaza de San Juan de los Lagos y entraron en el Santuario de la Virgen lo profanaron y -según afirma el historiador Santoscoy- cometieron varios sacrilegios y se incautaron más de cien mil pesos de los fondos que tenía en esa fecha dicha casa de oración.[2]

No menor fue su pena cuando se llevó al cabo la exclaustración de las monjas, que, sin molestar a nadie y rogando siempre a Dios por la conversión de los pecadores, hacían vida conventual en sus respectivos monasterios.

A esa larga serie de lamentables acontecimientos debe agregarse la expedición de varias leyes que privaron a la iglesia católica de los privilegios y derechos que de antaño habían disfrutado.

Desterrado por Juárez tuvo que abandonar el país en febrero de 1861 en unión de otros varios prelados.

En Roma visitó ad límina Apostolorum a su santidad Pío ix.

El Santo Padre, que, según refiere el señor presbítero licenciado don Francisco G. Alemán en la sección histórica del Boletín Eclesiástico del Arzobispado de Guadalajara, estimaba mucho al excelentísimo señor Espinosa, lo recibió con singular simpatía, pues había leído con beneplácito sus valientes escritos y al arrodillarse éste ante el supremo jerarca de la Iglesia, lo tomó suavemente de un brazo, diciéndole:“¡Levántese, mi san Ligorio!” y en otras ocasiones -dice Alemán- le llamó El gran Pedro y el san Alfonso mexicano[3].

Durante su permanencia en Roma, tuvo el excelentísimo señor Espinosa la gran satisfacción de haber asistido el 7 de junio de 1862 a la canonización de varios mártires del Japón, entre otros, san Felipe de Jesús, nacido bajo el espléndido cielo de la Nueva España.

Colmado de honores y distinciones y ya electo metropolitano de Guadalajara volvió a su sede dispuesto a trabajar incesantemente, en bien de su iglesia.

***

Durante el efímero reinado del emperador Maximiliano, pudo este señor obispo de Guadalajara, volver a la patria, reorganizar las parroquias de la arquidiócesis, levantar en algunas de ellas y, en muy alto grado, el culto divino, como ya antes de destierro había podido celebrar fastuosamente en toda su arquiepiscopal jurisdicción la declaración dogmática de la concepción sin mancha de la bienaventurada Virgen María.

Desgraciadamente el sol de la libertad muy poco tiempo brilló en el cielo de la Patria. Fue algo así como un paréntesis luminoso en el ensangrentado campo varias veces regado con la sangre de sus hijos.

El año de 1866, tanto el gobierno civil como los más altos dignatarios de la Iglesia Católica en este país, estimaron pertinente la celebración de un concordato con la Santa Sede.

Con este motivo el excelentísimo señor Espinosa se trasladó a la Ciudad de México, donde se enfermó gravemente y el 12 de noviembre del año últimamente citado, confortado con todos los auxilios espirituales entregó su alma al Creador.

***

La creación de la arquidiócesis de Guadalajara se imponía, ya que desde el siglo xvi hasta la sexta década del xix no había habido en el país más que un solo arzobispado al cual pertenecían en calidad de sufragáneas todos los obispados que desde a raíz de la conquista del Anáhuac por los españoles se habían venido erigiendo en las regiones más necesitadas de pasto espiritual. En casi todas ellas el número de fieles había aumentado por lo cual se tenía el propósito de dividirlas mediante la creación de nuevos obispados.

Hechas las gestiones respectivas ante la Santa Sede, se procedió a dividir geográficamente el país en tres grandes provincias eclesiásticas: México, Michoacán y Guadalajara.

La diócesis neogallega creada por su Santidad el Papa Paulo iii mediante la bula de erección Super speculum militantis Ecclesiæ, del 13 de julio de 1548, tuvo durante la dominación española y antes de que diera vida a otros obispados, una extensión tan grande que por el Septentrión prácticamente no tuvo límites, pues a medida que se iba extendiendo la conquista de las armas, automáticamente se ampliaba la conquista espiritual y al cabo de unos cuantos años llegaron a quedar bajo la jurisdicción del obispo de la Nueva Galicia, varias provincias norteñas inclusive algunas que desgraciadamente perdió México en desigual guerra con los Estados Unidos en 1847.

***

El obispado de Guadalajara -ya lo dije- fue creado en 1548, o sea en el mismo siglo en que Hernando Martel, alcalde de los llanos de los zacatecas, en los que había pequeños lagos, fue comisionado por el gobierno de la Real Audiencia de Guadalajara, para fundar la villa de Santa María de los Lagos, en el postrero día del mes de marzo del año de 1563.

Indudablemente el siglo xvi fue fecundo en bienes espirituales para la población indígena de la Nueva Galicia y provincias anexas, ya que millares de infieles que vivían en las tinieblas del paganismo y de la idolatría fueron evangelizados e incorporados como plantas nuevas en los jardines de la Iglesia de Cristo.

Como plantas nuevas, dije, porque ese es el significado etimológico del vocablo neófito que fue tan usado en el siglo a que vengo refiriéndome.

Maravillosa fue la obra misional realizada por los franciscanos y los jesuitas en el vastísimo territorio sujeto a la jurisdicción eclesiástica de Guadalajara, particularmente en la tierra de los zacatecas y guachichiles, en Nuevo León, Coahuila y Texas, y -aunque un tanto retardada, por la terquedad de los coras- en el Nayarit.

Dentro de los estrechos límites de un discurso breve, es imposible hablar en detalle de la gigantesca obra religiosa y cultural de la iglesia de Guadalajara en los tres siglos y diez y seis años más, que desempeñó su sagrada misión con el carácter de obispado, como tampoco es factible dar a conocer siquiera los rasgos más salientes de cada uno de los prelados que en ese lapso gobernaron.

Me contentaré, pues, con decir que su Santidad Pío ix, bien informado de la actuación episcopal desarrollada en tan antiguo obispado estuvo enteramente conforme con elevarlo a la categoría de arquidiócesis, y con ésta y las diócesis que le dio como sufragáneas formar la provincia eclesiástica de Guadalajara.

En cuanto a los señores obispos, me limitaré a mencionar los nombres de algunos de los más insignes en ciencia y virtud, aunque no en el orden cronológico del episcopologio guadalajarense.

Entre los que más sobresalieron en el terreno de la virtud, ya por su profunda humildad o por su vida austera y penitente, recuerdo a los ilustrísimos señores Sánchez Duque de Estrada, Camacho y Ávila, Gómez de Cervantes, Martínez de Tejada y Alcalde y Barriga.

Entre los que llevaron al cabo obras materiales de notoria utilidad en beneficio de la humanidad doliente, mencionaré únicamente para no ser prolijo, al ilustrísimo señor Alcalde, conocido en la Corte de Madrid por El fraile de la calavera, a quien se debe la construcción del templo, hospital y panteón de Belén, Santuario de Guadalupe, Beaterio de Santa Clara y varias casitas para familias de escasos recursos, escuelas de primeras letras y servicio del propio Santuario y al ilustrísimo señor Ruiz de Cabañas y Crespo, fundador del gran Hospicio o Casa de Misericordia, que lleva su nombre.

Entre los que más se distinguieron por su inagotable caridad haré particular mención del ilustrísimo, y venerable señor Gómez de Mendiola, que se despojaba de su ropa para socorrer a los pobres cuando ya no tenía dinero que darles y quien -según el historiador Mota Padilla- en cierta ocasión llevó su propia cama a un tifoso que moría en la miseria; al ilustrísimo señor de León Garabito, llamado por el padre jesuita Miguel de la Castilla “Espejo ejemplar de obispos y trasunto de los prelados de la primitiva iglesia” quien vivía en la inopia porque cuanto tenía lo daba a los pobres; al ilustrísimo señor Gómez de Cervantes que, según Santoscoy, prefirió usar durante casi toda su vida un solo traje porque cuanto podía gastar en su persona lo daba a los necesitados y, por último, a los ilustrísimos señores Martínez de Tejada y Alcalde, popularmente llamados “grandes limosneros y padres de los pobres”.

 

La inagotable caridad del último que he nombrado, reconocida por propios y extraños, llegó a ser casi milagrosa en el llamado “Año del hambre” de 1783.

Entre los que más se preocuparon tanto por la enseñanza del clero como del pueblo conviene recordar a los ilustrísimos señores Ruiz Colmenero, Fernández de Santa Cruz, Garabito, Galindo, Camacho, Alcalde, Cabañas y Espinosa.

Infatigables visitadores del obispado cuando éste era todavía muy extenso, fueron los ilustrísimos señores Ruiz Colmenero, que lo visitó totalmente y el Martínez de Tejada, que alcanzó a visitar por el Norte, hasta las parroquias más lejanas, en territorio que en la actualidad forma parte de los Estados Unidos de Norteamérica.

Mucho podría decir acerca de la acendrada piedad de algunos prelados así como del impulso que a la devoción mariana dieron, entre otros, los señores Maraver, Alzola, Cervantes Carbajal, Colmenero, Verdín de Molina y Gómez de Cervantes.

A estos nombres hay que agregar los de los ilustrísimos señores Garabito, Mimbela, Gómez de Parada, Martínez de Tejada, Alcalde y Espinosa que fueron especialmente guadalupanos.

Por su sapiencia son dignos de especial recuerdo los ilustrísimos señores Ruiz Colmenero, Fernández de Santa Cruz, Gómez de Parada, Gordoa, Aranda y Espinosa.

Y ya, para pasar a otro tema, diré que en la serie de obispos de Guadalajara, hubo varios de calificada nobleza como Gómez de Mendiola, Cervantes Carbajal, Mimbela y Morlans, Gómez de Parada y otros.

El acontecimiento más doloroso de la época virreinal fue la expulsión de los jesuitas que tanto bien hacían en el púlpito, en el confesonario, en las misiones y sobre todo en la enseñanza y no deja de ser un timbre de gloria para Lagos de Moreno, el hecho de que adelantándose a otras poblaciones de la Nueva Galicia, hubiera el Honorable Ayuntamiento de esa villa dirigido un ocurso con fecha 5 de noviembre de 1818 al excelentísimo señor Ruiz de Cabañas para comunicarle los ardientes deseos del vecindario laguense, de tener una residencia de padres de la Compañía de Jesús, cuya subsistencia quedaría asegurada con la donación que para ese fin había hecho la finada señora doña María Ignacia González.

Tan interesante y poco conocido documento, que publicó el padre Alemán en la sección histórica del Boletín Eclesiástico y Científico del Arzobispado de Guadalajara, fue firmado por los miembros de dicho Ayuntamiento, regidores: José Santiago González, Quirino San Román, Mateo Ignacio Gómez de Portugal, Pablo de Anaya y José Luis Pérez Moreno.[4]

***

A partir de la elevación de la diócesis de Guadalajara a la categoría de Metropolitana la han gobernado seis arzobispos:

1.      El excelentísimo señor doctor don Pedro Espinosa y Dávalos, de quien ya ampliamente me he ocupado.

2.      El ilustrísimo señor doctor don Pedro Loza y Pardavé, Caballero de la Orden del Santo Sepulcro y Comendador de la de Guadalupe, quien impulsó mucho las conferencias de San Vicente y fundó varias escuelas parroquiales. En los postreros años de su vida, su Santidad, León xiii le concedió el singular privilegio de celebrar sentado el santo sacrificio de la misa.

3.      El ilustrísimo señor don Jacinto López y Romo, quien muy poco pudo hacer porque la guadaña de la muerte le cortó el hilo de la vida cuando aún no cumplía diez meses de haber tomado posesión del gobierno de la arquidiócesis.

4.      El ilustrísimo señor licenciado don José de Jesús Ortiz y Rodríguez, quien dio gran impulso a la enseñanza de la doctrina cristiana, al catecismo y a las obras de la acción social católica.

5.      El excelentísimo señor doctor y Maestro don Francisco Orozco y Jiménez, asistente al Solio Pontificio, etcétera, doctísimo prelado en quien, por igual, resplandecieron la sabiduría y la virtud.

Tocóle en suerte gobernar la arquidiócesis en aciagos tiempos y varias veces tuvo que enfrentarse con las más adversas situaciones.

Perseguido sin tregua ni descanso por los enemigos de la iglesia, supo poner en juego su gran astucia y su valor heroico para de concertar a sus perseguidores que en vano intentaron quitarle la vida.

En ocasión solemne tuvo el excepcional privilegio de pontificar en Roma, en la gran Basílica de San Pedro, en presencia de Su santidad Pío xi y de un numeroso grupo de cardenales.

El marmóreo león herido que se ve echado sobre la lápida del sepulcro que guarda los restos del llorado arzobispo, en la capilla de la Purísima, de la catedral Metropolitana, es un bello símbolo de lo que tan gran prelado fue.

6.      El eminentísimo señor Cardenal José Garibi Rivera, quien siendo arzobispo titular de Bizia, sucedió por coadjutoría en la arquidiócesis de Guadalajara a monseñor Orozco y Jiménez, de quien fue compañero inseparable en los días más amargos de la persecución religiosa.

Incansable operario en la viña del Señor ha realizado una labor constructiva tan admirable y completa que ha convertido en una arquidiócesis modelo, la iglesia a su cuidado encomendada.

En premio de tan magna labor episcopal, su Santidad Juan xxiii, en el Consistorio de 15 de diciembre de 1958, lo creó cardenal-presbítero del título de San Onofre en el Janículo.

El eminentísimo señor Garibi Rivera es el primer mexicano que ha participado en la elección de un Romano Pontífice.

He concluido. Muchas gracias.

 

 

 

 

 



[1] Conferencia sustentada por el autor el 8 de marzo de 1964 en el teatro José Rosas Moreno de Lagos, Jalisco, y publicada por la editorial Cvltvra, en la Ciudad de México en el mismo año.

 

[2] Cf. José Ignacio Dávila Garibi, Historia de Nuestra Señora de San Juan, pág. 299.

[3] Boletín Eclesiástico del Arzobispado de Guadalajara, 2ª Época, Tomo vii.

[4]Tomo v, p.573

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