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Estudio sobre la evolución religiosa de Amado Nervo (1ª parte)


María de los Ángeles Ramos Arce

 

Se rescata un trabajo que arroja luces en torno a la vida y a la obra de un preclaro jalisciense (nació en Tepic cuando el territorio de Nayarit formaba parte del Estado de Jalisco), que contempló en su tiempo la posibilidad de aspirar al estado eclesiástico, pero al que las vueltas de la vida llevaron por las más diversas sendas de la heterodoxia, sin olvidar totalmente las raíces. Lo más notable de esta investigación es su temporalidad, pues se compuso apenas 25 años después de la muerte del poeta

 

Introducción

 

“¿Por qué no estudia usted la evolución religiosa de Amado Nervo?” -me propuso afablemente el maestro Manuel González Montesinos, cuando le consulté sobre el asunto que debía escoger para mi tesis de doctorado.

La evolución religiosa de Amado Nervo, el poeta de los astros, de la muerte, del arcano; el poeta del amor noble, del silencio, del desprendimiento; el poeta de la serenidad.

Acepté gustosa la interesante idea y empecé a leer, a releer a Amado Nervo, y a meditar acerca de su obra, pues estudiar su evolución religiosa es un trabajo que requiere harta delicadeza: es, en efecto, entrar en la intimidad del hombre, buscar en los rincones, de la conciencia, hurgar en su corazón: es investigar y relacionar los acontecimientos exteriores, es romper la concha para admirar la perla muda en su prisión…

Estudiar la evolución religiosa de Amado Nervo es mostrar el móvil de su vida, el aguijón constante de su pensamiento, el progreso continuo de su alma. Amado Nervo fue una inquietud espiritual perenne que propendía siempre a equilibrarse, a pacificarse, a completarse en Dios.

¡Dios! Lo busca en la pasión de su juventud, en la lucha de su edad viril, en el renunciamiento que se advierte en su madurez serena. Su vida fue una penosa ascensión a la cumbre de la montaña de la Verdad, a la cual lo llevó, por el sendero del desprendimiento, por entre el amor y el dolor, Aquel que lo esperaba en los umbrales de la muerte…

 

I. Fe

 

Infancia y adolescencia

 

1870. El 27 de agosto, en Tepic, nació Amado Nervo, el primogénito del matrimonio Nervo - Ordaz y el mayor de siete hermanos: Armando, Francisco, Luis, Rodolfo, Ángela, Elvira y Concepción.

Los trece primeros años de su vida los pasó Amado en la tibia ciudad natal, al calor del viejo solar de familia, tranquilo y espacioso, y aun elegante, que parecía haber dejado su huella en el alma del poeta: grande, serena, delicada… Allí se deslizó suavemente su infancia. Más tarde había de recordar Nervo los lejanos días tepiqueños, con profundo cariño y verdadera devoción. Había de revivir en su mente el “caserón desgarbado, sólido y viejo” el “patio lamoso” donde “crecían bellos árboles del trópico”, y el “viejo pozo, de brocal agrietado y rechinante carril”, la tortuga que lo miraba “desde el fondo a través del tranquilo crista del agua”, “la gran sala con los magníficos “tibores / donde pájaros y flores / confundían sus colores” / “el mantón de seda fina /que nos trajo de la China / la gallarda, la ligera / española nao fiera”, y hasta la despensa, donde se guardaba con “cautela” “la canela, / el cacao, la vainilla, / la suave mantequilla, / los grandes quesos frescales / y la miel de los panales, / tentación del paladar”.

Iban a desfilar ante su vista los imborrables perfiles de todos aquellos que, los primeros, se grabaron para siempre en su memoria: la abuela iba y venía, haciendo repicar su llavero “del estrado a la cancela / de la despensa al granero,” / la inundaba de rumores / los vetustos corredores”. La madre -una señora afabilísima y que poseía un verdadero “don de gentes”, como aseguran quienes lo conocieron- “escribía versos a hurtadillas” mas “su sexo y sus muchos dolores la salvaron a tiempo, y murió sin saber que tenía talento”. La tía soltera “bella, apacible, retraída y mística, que murió a poco, en flor, y a quien tendieron en la gran sala, en un lecho blanco, nevado de azahares”. La “nana” Donaciana, quien año con año “en el rincón humoso de la cocina y mientras la olla cantaba en la hornilla y el gato barcino y enorme hilaba cerca del fuego”, narraba a los niños la historia del viejecito que moría y de su “hijo muy colorado y muy guapo”, que nacía a las doce de la noche del treinta y uno de diciembre.

“Dos buenas señoras” le hacían deletrear las primeras nociones de geografía y cosmografía en la escuela particular. “Gabriela” -esto es, Catalina, la hermana adoptiva que después iba a ser monja en la Visitación de Madrid-“alborotadora, traviesa con inventiva, pizpireta y audaz, tenía eternamente con un Jesús en la boca a todos los de la casa”, toda la chiquillería era su cómplice “en cuanta diablura le venía a las mientes”.

Recordaba también Amado -recuerdos imborrables de una infancia sana- cómo jugaba “a la gallina y al coyote en las herbosas calles del pueblo” y no pudo olvidar el tierno sentimiento de adoración y de respeto que se apoderaba de su alma, cuando en la parroquia exponían a “Nuestro Amo” “en su enorme custodia, / como un sol de nieve / dentro de un sol de fuego”.

El padre de Amado -quien “frunció el ceño” al saber que su hijo había escrito versos a hurtadillas- murió cuando su primogénito, a quien había dado su nombre de pila, tenía sólo trece años.

La madre, no pudiendo ocuparse en el niño como hubiese deseado, por los menesteres inherentes al cuidado de su numerosa familia, decidió enviarlo, para proveer a su instrucción y educación, como alumno interno a un buen colegio.

Amado, que nunca se había separado de los suyos, llegó al Colegio de San Luis Gonzaga, en Jacona, Michoacán, “limpio aun de todos los barros del mundo”, “húmeda todavía el alma de los besos y lágrimas de la madre ausente claro y diáfano como el cristal, y muy ajeno de presentir las andanzas peregrinas que le esperaban en la selva oscura de la vida”.

El rector de aquel plantel, el doctor don José Mora y del Río, desde el primer momento “desvaneció la zahareña timidez del recién venido, dirigiéndole afectuosas bromas paternales”, y de tal manera ganó el afecto del adolescente, que 25 años más tarde, en Madrid, al contemplar Nervo su fisonomía en El Mundo ilustrado, “le saltó el corazón en el pecho, y después despertó en su memoria toda la nidada de recuerdos”:

 

Sí. Me saltó el corazón y púseme a pensar en muchas cosas: en las clases de aritmética y álgebra, durante las cuales el sabio rector, que era una verdadera potencia en matemáticas, solía distraerse con una ecuación de segundo grado hasta olvidarse de nosotros, que diableábamos a quien mejor; en aquellas cacerías entusiastas, en que en pos íbamos, locos de gusto, por los sorprendentes paisajes michoacanos, los más bellos que he visto en mi vida, persiguiendo huilotas y patos golondrinos. ¡Ah! Desde entonces de seguro que ni el señor rector ni yo hemos vuelto a herir un ala; en aquellas pláticas, bajo el gimnasio inmenso, en los patios llenos de luz y de flores, durante los recreos; pláticas en las cuales el padre Plancarte nos hablaba de las maravillas de Roma, o bien nos enseñaba a deletrear en el cielo encendido de estrellas el alfabeto de oro de las constelaciones; en aquellos paseos por montes y valles encantados, en que tropezábamos con pájaros nunca vistos; en los reñidos juegos de pelota, en las comedias clásicas representadas con deleite cuando los premios; en las comuniones generales al rayar el día, con música de pájaros y olor de rosas frescas; en los audaces nados de Orandino, en Camécuaro y en las albercas incomparables de Jacona; en los primeros por qué, en los primeros ¡quién sabe…!

 

Así pasaron los dos años que permaneció Amado en aquel colegio de Jacona. Allí, en medio de sus travesuras, sus estudios y sus juegos, aprendió el mocito, bajo la dirección de distinguidos sacerdotes -el padre Mora y el padre [Francisco] Plancarte [y Navarrete] serían arzobispo de México y obispo de Linares, respectivamente- aprendió a trabajar intelectualmente, a formarse un gusto artístico, a amar la naturaleza, en especial el firmamento, y, por encima de todo, aprendió a poner a Dios en lo íntimo de su corazón y a darle el primer lugar en todas las cosas. Siempre guardó Nervo en su alma “para quienes le hicieron bien” en aquel colegio, el “oro mejor”, “el oro viejo, de su filial cariño”…

La familia Nervo había llegado a Zamora un año después de Amado; éste, desde 1886 empieza sus estudios en el Seminario de dicha ciudad en calidad de alumno externo.

“El Seminario de Zamora -explica el doctor Alfonso Méndez Plancarte- no era entonces de exclusiva formación eclesiástica. Sus aulas, impregnadas de religión encaminaban también hacia las carreras literarias del siglo”. En su seno cursó Amado Nervo los tres años de Ciencias y Filosofía, 1886, 1887 y 1888; y el primero de Leyes, en 1889.

El contacto en las aulas con jóvenes que aspiraban al sacerdocio, modeló sin duda, el genio del joven, lo hizo aprender a dominarse, e imprimió en él un sello de piedad y de seriedad, del que no se desmiente aun en medio de extravagancias juveniles.

 

2. Nobles Aspiraciones

 

Amado tenía 16 años cuando un primer amor -amor romántico- nació en su corazón con una fuerza avasalladora, amor inspirado por una adolescente -Lola, la niña de doce años “Rubia melena que detrás se anuda / con rosado listón formando trenza, / faz ovalada y de expresiones muda / donde lucen más negros que la duda / dos grandes ojos de mirada intensa/”.

Ambos habitaban la misma ciudad, la misma calle, y sus familias se visitaban con frecuencia; en las veladas concertadas en la casa de Lola, se reunían varios vecinos para charlar o escuchar el tañido alegre de la guitarra. Amado pasaba entonces las horas contemplando a la niña, “espiando todos sus movimientos” y “lejos del mezquino mundo…vagaba con aquel ángel por mundos desconocidos, llenos de luz y armonía, llenos de misterio y de amor”.

Cuando después de un año de esta muda admiración, Amado intentó comunicarle sus sentimientos, lleno de temor le envió una carta. Lola debía darle la respuesta colocándose detrás de la ventana, vestida de blanco si ésta era afirmativa, de negro si era negativa. La misma tarde Amado esperaba distinguir la sombra blanquecina de su amada, mas no fue así, Lola no apareció detrás de los cristales de ninguna manera, ni de blanco ni de negro.

            Al siguiente día el rector del Seminario hizo llevar al joven a su presencia.

           

“Llamé tímidamente a la puerta de la sala rectoral.

-¡Adelante! Dijo una voz. Era la del rector. Atravesé la primera pieza, y al entrar en la segunda lo vi parado en medio de la habitación.

-Nervo, me dijo; yo creía que era usted un joven racional.

Iba yo a dar una disculpa cuando añadió:

-¿Conoce usted esta carta?- Y sacó de la bolsa un pequeño billete cerrado.

Lo que yo sentí en ese momento no es para dicho. ¡Todo se había perdido! Mis ilusiones de la noche anterior, ¡eran sólo ilusiones! La emoción no me dejaba hablar. Al fin pude contestar:

Tiene mi firma; es mía.

El rector, entonces, empezó a darme consejos:

Ella es una niña, me dijo; y a usted le falta mucho para ser un hombre. No mortifique usted más a sus padres ni a mí con esas cosas, y prométame desistir por completo.

-¡Señor, no puedo!

-Pues va usted a hacer todo lo posible, ¿eh? todo lo posible.

El rector me despidió con unas palmaditas en el hombro, y yo salí sin saber dónde pisaba”.

           

La adoración silenciosa de Nervo por Lola continuó durante tres años aún. Sin consecuencia para su astro de poeta, esta pasión influyó mucho en la vida psicológica del joven, ahondó su corazón y lo hizo receptáculo de mayores amores, cada vez más profundos, más elevados, más fuertes… Lola es el preludio. Ana “Helena”, “Bienvenida” vendrán después. Amado había nacido para amar.

En medio de la tristeza de su amor imposible, dos consuelos le quedaban: su amor a Dios y su lira de poeta:

 

“Nadie más que Dios pudo hacer esto… Yo no me quejo, no quiero quejarme, no debo quejarme”. “Dios me ha dado una corona de espinas y debo ceñirla a mis sienes. Me ha dado también un harpa, me ha hecho poeta, y como tal he cumplido mi misión sobre la tierra, puesto que he padecido tanto y he cantado tanto”. “…de aquel dolor sin límites brotaron unos versos… es el único jugo de mi corazón de niño, comprimido por la mano potente de la desventura. ¡Son mis hijos!... ¡Son mis versos!

 

            En estas notas juveniles de Nervo ya está en germen el poeta de “La amada inmóvil”. Después de cuatro años de suspiros -romanticismo propio de su edad y de su época- cayó al fin en la cuenta de que era necesario volver los ojos a la vida práctica:

           

¿No es vergonzoso permanecer en una completa inactividad, indigna de un hombre, cuando el estudio me espera, el hogar paterno me llama, la patria me necesita? Necesito la lucha, porque el descanso afemina, enerva y envilece. Me espera el estudio, me espera el periodismo y quizá más tarde me llame a su seno la guerra. Cumplamos nuestra misión. ¡Amor de mi juventud! ¡Amor de mi vida, adiós!...

 

            Este amor, que no alcanzó sino desdenes y desprecios, forjó en Amado, de acuerdo con su propia índole, el hábito de ocultar sus cuitas y el deseo de la soledad. Había alcanzado los veinte años y hallábase lejos del seminario, pues en 1890 se suprimió en este plantel la carrera de Leyes, cuyo primer año cursó en 1889.

            En ninguna parte halla alegría:

           

¡Quiero estar solo! El mundo, con sus prosaicas necesidades, sus mezquinas pasiones, sus agitaciones inútiles y sus pálidos amores me entristece y me causa tedio. ¡Quiero estar solo! ¡Así me siento más grande, más libre y… menos infortunado!

 

                Siente un gran vacío en el corazón, desea amar, amar mucho y ser amado. En estas condiciones, y después de los ejercicios espirituales de fin de año, decide abrazar la carrera sacerdotal, pues cree hallar en Dios y su servicio el complemento de su corazón amante.

Con la aprobación de su familia, ingresa de nuevo en el Seminario, esta vez como interno, y empieza seriamente el primer año de Teología en 1891.

Ese año muere su hermano Francisco “a los dieciocho años de edad, fuerte, bello, inteligente, generoso, amado”… escribirá más tarde el primogénito, “y murió con la serenidad de una hermosa tarde de mis trópicos”.

Esta muerte serena impresiona vivamente al seminarista y contribuye a que siga en su propósito de llegar al altar.

Durante este año también, mutila sus poemas de amor escritos años antes, compone poesías de índole netamente religiosas, como son las que agrupa bajo el título de Plegarias a María, y trueca, en los pocos versos eróticos que sobreviven al destrozo, el amor profano en amor divino. Así, en la poesía “Mis versos”, la palabra “mujer” conviértese en Señor”-explica el doctor Alfonso Méndez Plancarte: “He aquí, Señor, de mi arpa / los cánticos dispersos”. En “Noche invernal”: “Las sombras de mis amores -continúa el citado doctor- se cambiaron en 1891 por las sombras de mi pasado”: “Entretanto / pálidas a mí se acercan / las sombras de mi pasado / diciendo todas: -¿Te acuerdas?”. Quiso con esto “impedir que, si alguna vez se ordenaba, “rodaran por el mundo, entre las gentes, versos suyos de amor profano”.

Ha abrazado la carrera eclesiástica con verdadero fervor. Solicita la primera tonsura. “El obispo, o sus más inmediatos superiores algo vieron en él que los hiciera dudar: quizá la misma vehemencia repentina de su fervor les pareció exigir la prueba del tiempo”. Y el tiempo probó que Amado no era para el sacerdocio.

A fines del año 91 tiene que dejar el Seminario no por voluntad propia sino por asuntos económicos de su familia. Cuando su madre y sus hermanos lo necesitan, al mayor corresponde ocupar el lugar del padre muerto.

Lleno de dolor, pero al mismo tiempo consciente de sus responsabilidades, deja Zamora y sale para Tepic. Allí piensa “destinarse en algún escritorio, porque en lo eclesiástico no hay un destino que puedan darle”, y continuar sus estudios en los ratos libres. Comprende que se halla rodeado de peligros para la vocación en la que desea proseguir en cuanto le sea posible: “A medida que ellos crecen [los peligros] crece también mi fragilidad, de suerte que para mí sólo hay una esperanza, la de María, en quien he puesto mi alma y suerte futura, todo…”.      Y pide oraciones “para que el Señor me conceda la gracia de amarlo mucho, que con esto me basta, téngame en el Estado que Él quiera”.

No pudo permanecer por mucho tiempo en Tepic. En pos de un trabajo más lucrativo se fue a Mazatlán. Allí, durante tres años, luchó por lograr una honrada remuneración. Para satisfacer su amor creciente a las letras, se entregó al periodismo. Devoraba las crónicas de Manuel Gutiérrez Nájera que hasta su rincón de provincia le llegaban por medio de la publicación “El Partido Liberal”. Cada día con mayor anhelo de poder lograr sus deseos, emprendió el viaje a la capital de la República, en julio de 1894.

 

ii. Duda

 

3. En México

Llegó Amado Nervo a México, y con su traza de poeta provinciano y ex seminarista atrajo la atención de los “artistas bohemios” de aquel entonces. Pronto se ligó con ellos en estrecha amistad. Se reunían por lo general en las redacciones de los diferentes periódicos.

 

“Allí precisamente -dice Luis G. Urbina-, en la puerta de El Partido Liberal, vi por primera vez al poeta. Fue en el año de 1894. Cierro los ojos y contemplo, como en aquel instante, la figura escuálida del joven; el cuerpo de estura mediana, que parecían alargar lo enjuto de las carnes, lo largo de las piernas, lo huesudo del busto, y un levitón negro, de corte clerical, que imprimía carácter al personaje; la cabeza, de rostro terso, palidez amarillenta y aguileñas facciones marcadamente españolas; angulosa la nariz, delgados los labios y un bigotillo recién salido, más por retardo de la naturaleza que por adelanto de la mocedad pues el espiritado muchacho representaba haber pasado ya la edad en que el “Rafael” de Lamartine se asemejaba al bello Sanzio de Urbino. Coronaba el conjunto, una melena oscura y lacia sobre la cual un cansado sombrero de seda lanzaba de mala gana sus opacos reflejos. Al abarcar la total imagen, nos despertaba ésta, desde luego, la impresión de que nos hallábamos frente a un seminarista provinciano. Yo me acuerdo de los movimientos un poco desmañados, de los ademanes un poco zurdos, de la mímica nerviosa que sorprendí desde los primeros momentos de trato con el recién llegado a la redacción del periódico. Hablaba pronunciando de una manera especial las palabras, cantándolas con la típica acentuación que distingue a las gentes del interior de la República Mexicana. Y si me acuerdo de los movimientos y de la voz, no me olvidaré, no podré olvidar nunca, las dos cosas que me revelaron al soñador: La mirada dulce y vagarosa que, cuando se detenía, tornábase intensa y honda, y se encendía en luz abismal, y las manos gesticulantes, expresivas, que se contraían en rápidas crispaturas o se abandonaban en languideces y desmayos elocuentísimos, siguiendo la fulgurante e inagotable verbosidad del poeta.

Porque el mozo que aparentaba una discreta timidez, iba adquiriendo lentamente

confianza y resolución y mostrando la potencia persuasiva de los educados en el ágil pugilato de la dialéctica. En efecto, aquel ingenuo y simpático garzón era un seminarista, era un provinciano, era un poeta. Lo acogimos todos con aspavientos cariñosos; lo vimos con impertinencia; lo escuchamos con atención risueña. Entró en el alharaquiento compadrazgo del regocijo y en la santa hermandad de la esperanza”.

 

El medio alegre de los jóvenes escritores, la absoluta despreocupación en asuntos religiosos, las ideas positivistas reinantes, las lecturas de los realistas franceses -su Bachiller”-, todo trata de apartar al Nervo de veinticuatro años de sus antiguos anhelos místico-religiosos. Aparentemente se burla en sus escritos de lo que él llama “los dogmas”; más en el fondo no pierde sus creencias; y entonces empieza en su alma una lucha tremenda entre toda su antigua manera de pensar y de ser, y las nuevas ideas positivistas y sensuales que le hacen renegar de su fe. Esta lucha terrible se transparenta en sus poemas de aquella época.

Es algunas veces el recuerdo importuno del Seminario, de la vocación sacerdotal, desde el primer poema de “Místicas” sueña con breviarios, casullas, misales, cirios, vitrales, custodias, copones e himnos litúrgicos, y añade: “Me perseguís cuando duermo, / me rodeáis si despierto…/ tenéis mi espíritu yermo, / muy enfermo…, muy enfermo… / casi muerto…, casi muerto…”

 

            Otras veces se siente atraído a Dios, su alma lo necesita: “Enfermo de la vida, busco la plática / con Dios, en el misterio de su santuario; / tengo sed de idealismo…”. Anhela encontrarse con Dios en el silencio: “Viviré de silencio… el silencio es la plática con Jesús, / escribiste; tal mi plática sea…”. Más entonces se presentan las tentaciones del espíritu contra la fe: “[D]ecid: ¿aún vive Cristo tras el sagrario?”. Y las tentaciones no menos terribles de la carne contra el espíritu: “Carne, carne maldita que me apartas del cielo; / carne tibia y rosada que me impeles al vicio; / ya rasgué mis espaldas con cilicio y flagelo / por vencer tus impulsos, y es en vano, ¡te anhelo a pesar del flagelo/ y a pesar del silicio!”.

La idea de dejar la vida que lleva, lo domina, no precisamente porque piense reingresar al Seminario o meterse de fraile, sino como un símbolo de la lucha entablada entre su espíritu y su cuerpo; el sufrimiento en él es abrumador:

 

Hay un fantasma que siempre viste / luctuosos paños, y con acento cruel / de Hamlet a Ofelia triste / me dice: ¡Mira, vete a un convento! Y me horroriza prestarle oídos, / pues al conjunto de su palabra / pueblan mi mente descoloridos / y enjutos frailes de faz macabra;... / […] En vano aquella visión resiste / el alma, loca de sufrimiento,…

 

            Quiere olvidar el ascetismo de su primera juventud, volver a empezar una vida sin preocupaciones religiosas de ninguna clase, pues es al establecer un paralelo entre lo que siente ahora y lo que fue ayer, cuando estalla la lucha:

 

“¡Oh Kempis, antes de leerte, amaba la luz, / las vegas, el mar océano; / más tú dijiste que todo acaba, / que todo muere, que todo es vano! / ¡Oh Kempis, Kempis, asceta yermo, / pálido asceta, qué mal me hiciste! / ¡Ha muchos años que estoy enfermo, / y es por el libro que tú escribiste!”

 

Y, con todo, al advertir que está perdiendo la fe, quiere volver a poseerla como antes; más la desconfianza se apodera de él, y cree ya todo perdido:

 

“…y Él me dijo muy quedo: “Te perdono tus pecados, ve en paz; sé siempre bueno / y búscame: de todo cuanto existe / yo soy el manantial, el ígneo centro…” / Y repliqué, muy pálido y muy triste: / ¿”Señor, a qué buscar, si nada encuentro? / ¡Mi fe se me murió cuando partiste, / y llevo su cadáver aquí dentro! / Estando Tú conmigo viviría… / Mas tu verbo inmortal todo lo puede: / dile que surja en la conciencia mía, / resucítala, ¡oh Dios, era mi guía!” / Y Jesucristo respondió: “Ya hiede”.

 

            Advierte de dónde le vino la duda, y se lo reprocha, más las ideas positivistas han entrado muy hondo en su alma:

 

“¡Oh! Siglo decadente,… / devuélveme mi fe… / Amaba y me decías: “analiza”, / y murió mi pasión; luchaba fiero / con Jesús por coraza, y en la liza / desmembró mi coraza, triza a triza, el filo penetrante de tu acero; / ¡tengo sed de saber y no me enseñas; / tengo sed de avanzar y no me ayudas/; tengo sed de creer y me despeñas/ en el mar de teorías en que sueñas / hallar las soluciones de tus dudas!”

 

            El pensamiento de Nervo, en aquella época, fluctúa entre todas estas ideas, va del más profundo materialismo al deseo vehemente de poseer a Dios, pasando por todos los matices de la duda. La oscuridad en la que se halla le causó el más hondo dolor que experimentó en su vida.

            San Juan de la Cruz, uno de los místicos que más ha llegado a profundizar la vida interior del alma que ama a Dios, dice que la noche del espíritu es la más dolorosa. Describe, con rasgos vigorosos, la lucha de dos ideas contrarias que quieren apoderarse de un mismo sujeto:

 

Levántanse en el alma a esta sazón contrarios contra contrarios, los del alma contra los de Dios, y como dicen los filósofos, unos relucen cera contra los otros, y hacen la guerra en el sujeto del alma, padeciéndola ella, procurando los unos expeler a los otros, por reinar ellos en ella: conviene a saber las virtudes y propiedades de Dios en extremo perfectas, contra los hábitos y propiedades del sujeto del alma en extremo imperfectos, padeciendo ella dos contrarios en sí”.

 

            El santo habla aquí de un estado místico en el cual no se halló nunca Amado Nervo, más estas palabras, en sentido lato, pueden aplicarse a los tormentos de su alma. La lucha de los dos contrarios al perdurar en su espíritu, va a formar la tela de su vida, en la que se estamparán los más desgarradores padecimientos nacidos de la duda. En estas condiciones, y teniendo que luchar también por ganar un sueldo que lo hiciese vivir a él y a su familia, llegó el año de 1900, con él la Feria Internacional en París, y Amado Nervo, quien desde niño soñaba con visitar Europa, fue enviado a la Ciudad Luz como representante de El Imparcial de México.

 

4. París: 1900

“Llegó una mañana con la pipa en los labios, descuidada la barba oscura y algunos, muy pocos, francos en el bolsillo. A su amigo Carlos Díaz Dufoo, que lo esperaba, dijo sus primeras palabras:

            -Llévame a Notre Dame”.

           

Notre Dame tiene un alma… En medio de su isla representa seis siglos de vida parisiense. Claudel dijo: “París es una calle ancha que baja hacia Notre Dame”.

            Nervo se alojó junto con Díaz Dufoo, Gustavo Campa, el escultor Jesús Contreras, en un departamento de la Rive Gauche, “metido en lo interior de un pasaje, con una sola ventana a la calleja. La exposición había elevado los precios y nos embutimos en una habitación de obrero. Nervo se encogió de hombros ¡Qué más daba! ¿No éramos nosotros también obreros? Y emprendimos juntos aquellas interminables excursiones a través de París que tanto amábamos, flor de Francia a la que tan alto culto rendíamos”.

Allí empieza a vivir una vida de bohemio llena de libertinaje, allí se encuentra con Rubén Darío, “el de las piedras preciosas” y juntos ocupan un departamento en el área de Faubourg-Montmartre: “En París pasamos juntos días de ilusión y de alegría, pimentados con el poco de locura y capricho que los bizarros años y el medio nos exigían”.

            Conoce a los escritores franceses “decadentistas”: entre otros a Jean Moréas, Papadiamantópulos, como en realidad se llamaba éste, y el “poeta que había ido a París desde México sólo por verle” no pudo ser su amigo debido a un descuido de parte de Nervo. No conoce a Verlaine, con el que tal vez se hubiera entendido, pues “[f]lota como el tuyo mi afán entre dos aguijones alma y carne […]”.          Mas sólo logró ver las huellas que había dejado:

           

“Padre viejo y triste, rey de las divinas canciones: / son en mi camino focos de una luz enigmática / tus pupilas mustias, vagas de pensar y abstracciones, y el límpido y noble marfil de tu testa socrática. / Padre, tú que hallaste por fin el sendero que, arcano, / a Jesús nos lleva, dame que mi numen doliente / virgen sea y sabio a la vez que radioso y humano.

Conoce Nervo a pintores, escultores y músicos de diferentes países: a Henri de Groux “el atormentado pintor belga”, el del “fragmento maravillosos del Cristo de los ultrajes”, espíritu religioso, amigo íntimo de León Bloy; al malogrado escultor mexicano Jesús Contreras; al loco a quien apellidaban Swedenborg, el que había hecho una fusión “con la Biblia y la música”.

 

-Quiero presentarme a usted y con Darío de la mano ante el Padre.

“Yo bien hubiera querido ser su discípulo; pero jamás pude entender su teoría musical. Hice cuanto pude, pero fue inútil. Jamás tampoco acerté a hallar relación alguna entre la música y la Virgen María, fuera acaso de aquella de la cual habla san Antonio: Nomen Mariae Virginis, mel in ore, melos in aure, jubilum in corde”.

 

            Por las noches, a los amigos les gusta ir a las tabernas, lugar de cita del mundo artístico cosmopolita de París en 1900.

            Viaja Nervo por otros países de Europa. Inglaterra: en la abadía de Westminster, se siente preso de una gran conmoción frente a ¡la piedra de Jacob!

 

“En Notre Dame de París debían mostrarnos más adelante, a don Justo Sierra y a mí, la corona de espinas de Cristo. Recuerdo que, en medio de una multitud infinita, un sacerdote nos la acercó a los labios. Don Justo la besó diciéndome: “Yo beso todo lo que besa el pueblo”-¡!- “En Roma, más tarde, también me mostraron la columna a la cual fue atado Jesús al pretorio. Más ni en Roma ni en París me sentí presa de una emoción tan grande como ante aquella piedra tosca donde el patriarca, que todavía no luchaba con Dios ni era fuerte contra Él, reclinó su cabeza y soñó que veía una escala cuyo remate se perdía en el cielo”.

            Suiza: “pensé en los nacimientos que embelesaron mis ojos cuando niño; en su ilógica topografía, en su absurda belleza. Así es Suiza, así la soñé, así la encontré, la amé y así la recuerdo”.

Alemania: de donde se lleva la más honda impresión musical con la tetralogía wagneriana, desde “El Oro del Rin” hasta “El crepúsculo de los dioses”. “Siento que eternamente he de llevar conmigo este arte que, según la definición más justa que se le ha dado, es un eco de la Naturaleza, transformado en amor”.

Italia: en general, no le gustó a Nervo. “Hay ciudades que no deben verse: las que hemos romantizado en nuestra imaginación. Poseerlas es perderlas”. “Mi sueño era mejor que Venecia”.

Lo mismo dirá de Florencia, de Milán. ¿Y Roma? Tal vez porque Nervo llevaba en los ojos y en el alma la belleza lujosa de París, no pudo comprender a Roma.

“Roma está más muerta que Lázaro”, escribe. Ni las ruinas paganas, ni los monumentos cristianos, ni los artísticos, ni León xiii, le llevan atención; todas sus impresiones sobre Roma dejan ver cierta repugnancia humorística, salvo dos momentos de sinceridad religiosa: su visita a un convento de monjas, visión de pureza y felicidad: -¡Oh! Bienaventurados los corazones ebrios de castidad y deplegaria”. Y su solitaria meditación en el Coliseo:

 

Alzo los ojos a lo alto y pienso. Pienso que aquí, donde estoy, muchos millones de ojos se levantaron al cielo en el momento supremo del martirio; pienso que muchos millones de miradas radiantes de fe, en asunción luminosa, fueron, imploradoras, resignadas y trágicas al propio tiempo, a lo alto, en busca de fuerza y de esperanza. Pienso…que no debo pensar nada, que callar es más bueno, que aquí todo es pequeño -hasta el pensamiento-, en comparación de la grandeza ambiente, y clavando mis ojos en el cuarzo afilado de la luna, ante el enigma luminosos y eterno de las constelaciones, oro con la sola oración que el eseniano rubio nos enseñó en la falda de una montaña, al caer de una tarde de Judea”.

 

En medio de esta vida exterior tan agitada, tan variada, con sorpresas cotidianas, ¿dónde está la vida interior de Nervo?

Sus amigos le llamaban “soñador”, porque ya desde entonces, como dirá más tarde Diez-Canedo: “hasta en sus momentos más mundanos pensaba en otra cosa”.

¿La otra cosa? Es ese diálogo interior con su propia alma, buscando algo del más allá: “Yo que sólo he alentado los antojos / de un connubio inmortal con lo infinito”.

En cuanto a su fe, hemos visto a lo largo de sus viajes que andaba hecha jirones como durante su estancia en México. Con todo, en él queda algo de su primera juventud religiosa; Darío consideraba que Nervo “había nacido para monje”, que aun exteriormente “se parecía a Jesucristo” y añadía: “había que oír en aquel tiempo a Amado Nervo… su unción, su saber de cosas religiosas, su aire mismo, daban idea de un admirable oblato, de un seguidor de Huysmans, a quien desde luego el mexicano ponía sobre su cabeza”.

Y en el mismo artículo narra:

 

No olvidaré nunca la Semana Santa que pasara en París, allá por el tiempo de la Exposición, en constante compañía del pintor Henri de Groux, de otro pintor mejicano, y de Amado Nervo. Una noche, este soñador se nos desapareció, y hartos de buscarle en los lugares que solíamos frecuentar, se me ocurrió indicar que probablemente le encontraríamos en una de las iglesias en donde, por las sagradas celebraciones se cantaba canto llano y se sonaban órganos sabios. Le buscamos, pues, en varias de ellas, y por fin le encontramos lleno de fervor místico-artístico, en Notra-Dame, adonde había llegado después de recorrer Saint-Séverin, la capilla de la Sobonne, Val-de-Grace, Sain-Sulpice, hasta que fue a recalar a la catedral.

 

Catorce años antes, el 25 de diciembre de 1886, Paul Claudel habiendo entrado como “diletante” a Notra-Dame, salió de la catedral convertido en católico sincero: “Soyez béni, mon Dieu, qui m´avez délivré des Idoles. Et qui  faites que je n´adore que vous seul […]”.

Más hay una diferencia muy profunda entre el Claudel anterior a aquel 25 de diciembre y el Nervo de entonces. Claudel no era creyente, en Notra-Dame creyó; Nervo dudaba, lo que le faltaba era fuerza para combatir la duda y para practicar su fe. Más afín al estado espiritual de Nervo se halla Francisco Luis Bernárdez al entrar a Notra-Dame:

 

La Iglesia de Nuestra Señora de París era propicia como ninguna.Después de una noche vacía resolvía descansar a su sombra segura. El recuerdo de los obispos de piedra resonaba en las naves profundas. Mi vida era como la muerte junto a la vida eterna de sus sepulturas. La pasión arreciaba sobre mi cuerpo como el viento sobre la llanura. Mi juventud era un torrente sonoro, pero tenía las aguas turbias. Unas manos blancas decían la misa del alba en una capilla oscura. Cuando sonó la campanilla me pareció que se levantaba la luna. Su resplandor era tan bello que me cubrí la cara con las manos sucias. Nuestra Señora me decía, sonriendo que no me abandonaría nunca.

 

            El poeta argentino se convierte; el mexicano continúa dudando. París no le devuelve la fe perdida, mas le entrega a la mujer que será, si no voluntariamente, sí inconscientemente, quien lo lleve a buscar con más ahínco la luz del espíritu, merced a diversas e insospechadas circunstancias: “¡Bendita seas, Francia, porque me diste amor!”

            Ana, “encontrada en el camino de la vida el 31 de agosto de 1901” aparece justo cuando se le retira a Nervo la retribución que le venía otorgando desde que se le envió a la Exposición, disgustados los directivos porque el poeta escribió también para otros periódicos. En medio de todos los sinsabores que acarrean las dificultades económicas, Ana fue, la compañera inseparable de Nervo.

Su pluma, no sin muchos desvelos, salvó por segunda vez al poeta del conflicto pecuniario en que se hallaba; con su ayuda pudo vivir en tierra extraña, y no sólo él: era aún el sostén de su madre en México, y ya poseía además su modesto hogar -en el barrio de Montparnasse- con Ana.

            Ya Nervo, como dice Rubén Darío, “vive la vida europea”. Mas, de pronto le asaltan los recuerdos de su tierra, y apremiado por su situación económica decide, en 1903, volver a México, aunque por poco tiempo, pues París le ha cautivado: “¡Oh, sí! Yo tornaré, París divino, /… ¿En qué nave? / Dios lo sabe… / ¡Yo no sé!”.

 



Religiosa mexicana, doctora en letras españolas por la Universidad Nacional Autónoma de México, defendió este trabajo de tesis de doctorado el 2 de junio de 1945. En 1951 obtuvo su cédula profesional por la misma universidad.

Almas que pasan “Las varitas de virtud”.

En voz baja“Vieja llave”

Id.

Autobiografía de Nervo “Mañana del poeta”. Notas preliminares.

Almas que pasan.” Las varitas de virtud”

Id.“El viejecito”

Id. El dominio de Canadá

El Éxodo “Hablemos de literatos y de literatura”

Los jardines interioresNuestro Amo está expuesto”

El padre Mora“Algunos”

Id.

Id.

Id.

“Mañana del poeta”. Notas preliminares

Una estatua”Poesías completas”

Mañana del poeta, “Páginas autobiográficas”.

Id.

Id.

Id.

Mañana del poeta, ”Recuerdos”

Id.

Id.

Id.

Id.

Id.

Id.

Luis G. Urbina, Hombres y libros

Mística,”Introito”

Id. Gótica

A Rancé, reformador de la Trapa

Id. Gótica.

Delicta carnis Id.

Id. Obsesión.

Id. Parábola.

Id. incoherencias

“Llama”, canc, 1

Ortiz de Montellano,“Amado Nervo”

Paul Claudel Magnificat

Ortiz de Montellano,“ Amado Nervo”

“Otros poemas”, Homenaje

Rubén Darío, “Los diplomáticos poetas” (Prólogo a Las ideas de Tello Téllez)

El Éxodo“Hablemos de literatos y de literatura”

Místicas, “A la católica Majestad de Paul Verlaine”

El Éxodo. “Swedenborg”,

Id. “La piedra de Jacob”

Id. “Alpina”

Id.”Schlossberg”.

Id. “Venecia”

Id. “Tocas blancas y escapularios azules”.

El Éxodo,  capítulo xlv

Prólogo a “Almas que pasan”.

Místicas, “Esquiva”

Rubén Darío, “Amado Nervo”, (prólogo a “Las ideas de Tello Téllez)

Obras completas de Amado Nervo, Alfonso Reyes editor, Madrid (1928), Vol. 19, Biblioteca Nueva, p. 30.

Paul Claudel, Magnificat. “Cinq grandes odes”

Francisco Luis Bernárdez, Cuatro fechas, “Cielo de Tierra”

La amada inmóvil, “Bendición a Francia”.

Prólogo de La Amada Inmóvil.

El Éxodo,“Esperanza, “

 

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