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Carmelita Robles, la mártir de Mezquitic

 

Luis de la Torre Ruiz[1]

 

 

Se unen dos textos que el mismo autor cede gentilmente para las páginas de este Boletín, para puntualizar la fama de santidad y martirio de una mujer extraordinaria, que murió a manos de verdugos que odiaban la fe que ella profesaba. La segunda de estas piezas, se compuso teniendo como cantera una entrevista del autor con la testigo

 

En las múltiples canonizaciones de mártires mexicanos de la Cristiada realizadas por Juan Pablo ii s encontramos estrujantes testimonios de fe confirmados con la sangre. Y sin poner en duda que son santos todos los que ya están en los altares, podemos asegurar que no están todos los que son. Falta investigar muchos casos.

Que la gran mayoría de los procesos de canonización tengan por protagonistas a sacerdotes, religiosos y religiosas, habla del interés que han tenido las comunidades e institutos que ellos encabezaron o fundaron. De los fieles laicos, en cambio, el interés disminuye, pues salvo casos excepcionales, parece que sus vidas no son relevantes ni dechado de virtudes evangélicas. Empero, si aun este fuera el caso, si no como ejemplos de vida, ¿el haber hecho la ofrenda de su vida por la fe que profesaban, no les merece ser sujetos de un proceso canónico para determinar si verdaderamente alcanzaron la palma del martirio?

En México, la Cristiada es una etapa pródiga en testimonios martiriales y el Norte-norte de Jalisco (Mezquitic y Huejuquilla) alcanzaron en ella un papel preponderante, a favor y en contra de la causa católica, dándose el caso de ejemplos de gran entrega, hasta la efusión de la sangre, en casos que sin estar aun catalogados como martirio, tienen toda la traza de serlo.

En cuanto a hechos de armas, Huejuquilla y sus alrededores fue una región cristera invicta, que recibió el título de República Quintanar. En esa zona, el ejército callista no vio una. Mezquitic se sintió liberal y gobiernista, oponiéndose a los cristeros, que en dos encuentros tomaron posesión del pueblo. Y lo que decíamos de ejemplos de santidad o martirio los hay ya canonizados, como san Mateo Correa Magallanes, párroco de Valparaíso, Zacatecas; otros, que dieron la vida como prueba de fe y muchos más que se arriesgaron a ello.

       Al inicio de la Cristiada, el párroco de Mezquitic, Norberto Reyes, se inclina abiertamente a favor de la causa cristera, enfrentándose a los “señores” que se declaran gobiernistas. El cura se ve obligado a abandonar el pueblo y a refugiarse en diversas rancherías, protegido por los campesinos. Cuando el pueblo es tomado por los cristeros, el señor cura Reyes participa en la redacción de una Constitución Cristera.  Nueve meses después, ante el arribo de un ejército de quinientos hombres, acompañados de los “defensas de Mezquitic”, los cristeros no quieren defender la plaza y la abandonan. El párroco se ve obligado otra vez a andar “a salto de mata”. En uno de esos lugares, en la cumbre del cañón de Mezquitic, fue apresado y conducido a pie hacia Jerez, a doscientos kilómetros de distancia. El señor cura Reyes era una persona obesa y aquella interminable caminata le hizo derrumbarse varias veces hasta llegar a Jerez donde había la orden de fusilarlo. Se hizo un simulacro y fue conducido al paredón junto con dos cristeros que cayeron acribillados a sus pies. Él no entendió por qué no le habían disparado a él. La razón que dio el general Anacleto López fue: “El que come cura, revienta”. Condonada su vida el padre fue utilizado como escudo del ejército en campaña. Vestido con un sobre todo blanco y un sombrero de lona blanco, lo hacían cabalgar entre los jefes militares para evitar ser cazados por francotiradores cristeros. Así fue cautivo durante el tiempo que restó de la guerra hasta “los arreglos”. El obispo de Zacatecas le preguntó al señor cura Reyes a qué parroquia quería que se le mandase y él contestó: “A la mía, excelencia”.  De nuevo en Mezquitic, lo primero que hizo fue ofrecer una comida de reconciliación a los “señores”, prestándose él mismo a servir la mesa. Virtud no reconocida oficialmente, pero, creemos, heroica.

Carmelita Robles, de Huejuquilla, es un caso especial.[2] Mujer de temple, culta, cristiana de pura cepa. En lo más aguerrido de la Cristiada, mantenía en el pueblo una especie de congregación o comunidad religiosa que agrupaba una veintena de jovencitas dedicadas al estudio, a trabajos manuales, al canto y la oración. En aquella casa había un oratorio donde se decía misa en secreto. Cada entrada del ejército al pueblo, aquella casa era refugio de sacerdotes. Carmelita se las ingeniaba para dialogar con los militares y cautivarlos con su gracia y conocimiento, al grado que hiciera enamorarse de ella al general Vargas.  Éste la cubría hasta donde le era posible, sabiendo ya cada uno de sus movimientos, hasta que recibió la orden de apresarla. Entonces se hizo a un lado y dio la orden al coronel Mendoza para que cerrara aquella casa y se llevara a todas las muchachas, lo mismo que a Carmelita, como prisioneras hacia Colotlán. Al hacer escala en Mezquitic, éste era un pueblo fantasma, abandonado y quemado. Allí pernoctó aquella caravana de cautivas y al amanecer emprendieron de nuevo la caminata. Carmelita ya no iba con ellas. Treinta años después, haciendo remodelación en la escuela, encontraron en la letrina un cuerpo mutilado, con la cabeza suelta, rota la cervical.  Carmelita se había negado a entregar su virginidad al general Vargas. El pueblo de Huejuquilla la considera una santa. Valdría la pena una investigación canónica a fondo.       

 

La relación de Mariquita Ramona Ibarra

 

Cuando corrió por el pueblo de Huejuquilla la noticia de que habían encontrado los restos de Carmelita y que era necesario ir a Mezquitic a identificarlos, el corazón me dio un vuelco y sentí desmayarme.

Siempre se tuvo la certeza de que Carmelita había sido asesinada, pero jamás se tuvo una pista, ni una idea o un suponer lo que habían hecho con ella ni dónde quedaron sus despojos. Sólo yo sabía la verdad de lo que había pasado y Dios sabe cuánto he tratado de olvidar todo aquello que sucedió hace treinta y cinco años.

Para reponerme de la impresión me hice una tacita de té y empecé a recordar… y a recordar… Todo estaba como empolvado, con un polvo viejo con el que podía haber hecho una masita de lodo con las lágrimas que humedecían mi cara.

En plena Cristiada, la casa de Carmelita parecía un convento. Yo era de las más chicas entre una docena de enlutadas y devotas muchachas entregadas a la oración, a tejer, a bordar, a pintar y a leer. Allí se decía misa a escondidas y a veces se ocultaba a un sacerdote perseguido por la Federación. Si no fuera por la tensión que se vivía en esa guerra, podría decirse que éramos completamente felices.

Cada vez que el ejército entraba en el pueblo, nos escondían a todas hasta el último rincón de nuestras casas. Pero una no resistía la tentación de ver a los soldados más guapos y, por la rendija de una ventana, alcanzábamos a echarle un ojo a la estampa de algún oficial montado gallardamente en su corcel.

En cierta ocasión, yo iba de prisa a la casa de Carmelita cuando uno de aquellos oficiales me atajó en la banqueta y no me dejaba pasar. Yo me quería morir de miedo. Él nomás me decía: “No se asuste. No me la voy a comer”. Yo nunca había estado tan cerca de un hombre. Me le quedé viendo a los ojos. Unos ojos zarcos que me dejaron lívida. Su grueso bigote rojizo enmarcaba una complaciente sonrisa. “Jesús María y José”. Me zafé como pude y me metí corriendo a la casa de Carmelita. Iba temblando, muy impresionada, pero no se lo conté a nadie.

Sólo Carmelita era capaz de enfrentárseles a aquellos oficiales. Se enfrascaba en largas conversaciones con el general Vargas quien tenía órdenes de apresarnos a todas pero no lo hacía, seguramente porque estaba enamorado de Carmelita.

Pero un día se tenía que cumplir aquella orden. Una tarde, la tropa que salió a perseguir a los cristeros, regresó inesperadamente, pero al mando de un Coronel y no del general Vargas. Entre los comandantes iba el hombre que me había impactado. Él era el Coronel Mendoza, pero esa vez hacía como que no se fijaba en mí. Llegaron directamente por nosotras a la casa de Carmelita, maltratándola igualmente a ella para llevarnos a todas como redada de delincuentes. Nos empujaban echándonos los caballos encima. Mi madre Isabel corrió angustiada tras nosotras. Nos montaron en unos burros de lo más incómodas y nos apresuraban con malas razones y grotescas carcajadas. Mi madre, a pie, no se me despegaba. Así caminamos todo el día hasta caer la noche en que llegamos a Mezquitic.

Todas estábamos rendidas. Lo único que queríamos era bajarnos de la recua, comer algo y tirarnos a dormir en el suelo. Estábamos en una de aquellas casas solas, semiquemadas, de aquel pueblo que hacía apenas unos quince días había sido abandonado. Ni un alma. Sólo se oía el zumbido del viento entre los huecos de ventanas y puertas y el canto lúgubre de una lechuza desde un añoso mezquite.

Medio conciliábamos el sueño cuando los soldados, sin gritos ni violencia, nos hicieron levantar a todas y nos apresuraron para volver a montar en los burros de nuevo ensillados. Nos urgieron a hacer camino de tres en tres, sin darnos cuenta de las demás. Mi madre no me dejaba sola. Antes del amanecer caminamos a oscuras un buen rato. A la claridad del día nos buscábamos unas a otras. No faltaba nadie… excepto Carmelita.

Caminamos todo el día con aquel mal sabor de boca. ¿Dónde quedó Carmelita? Ya por la tarde, al acercarnos a la población de Colotlán, dos soldados a caballo empezaron a apresurar mi burro dejando muy atrás a mi mamá y a las demás muchachas. Yo empecé a gritar y eché el brinco del burro para regresarme, pero de nada me sirvió porque pronto me alcanzaron y uno de ellos me subió a un caballo y lo fue cabresteando a todo galope. Ya oscureciendo entramos al pueblo y me condujeron hasta la puerta de un hotelito donde estaba el hombre de los ojos zarcos. Yo iba a llore y llore. Él me ayudó a bajar del caballo, suavemente, con sus manos grandes abarcando mi cintura. Yo me moría de la confusión y la vergüenza.

-          No llore. Ahorita vienen su mamá y sus compañeras. No llore. No le va a pasar nada.

Y me ofrecía un pañuelo que yo rechacé. Mientras, la dueña del hotel arreglaba un cuarto, él me dijo:

-          Aquí va a esperar a su mamá -y, dirigiéndose a la señora-

-          Se la encargo mucho.

Entré en la habitación y me encerraron con llave. Yo me sentía prisionera y angustiada, sin saber qué estaba pasando. A la mañana siguiente la señora me trajo de almorzar. Quería hacer plática conmigo y me decía:

-          Mira, niña: el Coronel Mendoza te quiere a la buena. Quiere casarse contigo.

-          ¿Casarse conmigo? Pero si ni es cristiano. Ni lo permita Dios.

En eso llegó mi madre acompañada del Coronel que le decía:

-          Ya le digo, señora, mis intenciones son sanas. Quiero casarme con su hija con todas las de la ley. Aquí la dejo con ella para que la conforte y la convenza. Voy a salir a campaña y mañana estaré por la respuesta.

El hombre se despidió y mi madre me abrazó con ternura. Pasó todo el día consolándome pero en ningún momento habló de la posibilidad de mi matrimonio con aquel pretendiente. Ella había dado dinero a unos hombres quienes, en la madrugada de la noche siguiente, nos esperaban a la orilla del pueblo en un automóvil que luego se puso en marcha y tomó la carretera terregosa hacia Jerez. Ya de día, al avistar la población, nos creímos a salvo, pero una escolta de soldados nos marcó el alto para detenernos por órdenes del Coronel Mendoza que les había puesto un telegrama. Aunque nos trataron bien, nos tuvieron encerradas en una bodega hasta el tercer día en que llegó él y dirigiéndose a mi madre le dijo:

-          Señora: yo quise hacer las cosas por la buena. Ahora me llevo a su hija a querer o no.

Y así fue como me fui a vivir de concubina a Sombrerete, con aquel hombre que me trató como a una princesa. Con él descubrí el amor, un amor intenso que me hizo sentir la mujer más feliz de la vida. Así pasó el tiempo y a los pocos años ya estábamos de acuerdo en ir a Huejuquilla a formalizar nuestro matrimonio por la Iglesia, con la bendición de mi madre. Él hacía todo por complacerme.

Platicando con uno de sus asistentes, tocamos el punto de la desaparición de Carmelita cuando salimos de Mezquitic sin volver a saber de ella nunca más. Los detalles que me contó aquel testigo ocular me dejaron moralmente deshecha. Aprovechando la primera ausencia del Coronel, hice una maleta con lo más indispensable y abandoné para siempre la casa donde parecía haber alcanzado la plena felicidad.

Camino a Huejuquilla, en un destartalado camión de pasajeros, meditaba cada palabra del asistente que me había confiado los hechos de aquella noche terrible.

-          Mire, Mariquita Ramona: yo bien que vi todo aquello. Esa noche llegó a Mezquitic el general Vargas y lo primero que hizo fue pedir que le llevaran a la escuela donde se hospedaba, a la tal Carmelita. Seguro no se arreglaron en las cuestiones que él proponía y llegó el momento en que salió del salón muy disgustado y dio la orden de liquidar a aquella mujer. Y así se hizo. Para que no se fuera a escuchar algún disparo, se le dio un golpe en la nuca con la culata de un rifle. Quedó muerta. Arrastraron el cuerpo hasta la letrina del patio de la escuela donde lo dejaron con la cabeza inclinada, desprendida la cervical, y le echaron tierra. El encargado de ejecutar la orden del general Vargas fue el Coronel Mendoza.



[1] Artista jalisciense del pincel y la pluma (Mezquitic, 1932), desbrozado en la Academia de San Carlos, por más de 40 cartonista del periódico Excelsior, en 1978 fundó la publicación Mi Pueblo, de la que derivan las antologías Pueblos del Viento Norte, Pláticas de mi pueblo” y 1926, Ecos de la Cristiada.

[2] Las páginas de este Boletín ya se han ocupado del caso. Cf. “Carmelita Robles, mártir de Cristo de Mezquitic, Jalisco”, en Boletín eclesiástico de la arquidiócesis de Guadalajara, año cxx, número 8, agosto del 2009, 61-67. 

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