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Divina floración

 

 

Agustín Yáñez[1]

 

 

En el marco del primer centenario del arribo a Guadalajara de su quinto arzobispo, el siervo de Dios Francisco Orozco y Jiménez, se publica esta rara perla de la inspiración juvenil de un humanista de talla internacional, que ya desde los albores de su obra, se muestra poseedor de un don y un talento precoces y fulgurantes. El prólogo es del beato Anacleto González Flores.[2]

Homenaje del autor, al ilustrísimo y reverendísimo señor arzobispo, doctor y maestro don Francisco Orozco y Jiménez, dignísimo quinto metropolitano de la arquidiócesis de Guadalajara, que ayudó, munificentísimo, a la realización del proyecto relativo a la celebración del Centenario Cabañas, dado a conocer en “El Cruzado”, Semanario Católico de Guadalajara”

 

Prólogo

 

Es preciso poner el alma de rodillas hasta para escribir la palabra caridad. Porque se trata de un vocablo que por sus antecedentes históricos, por su significado y su contenido nada tiene de humano.

            Si las estrellas son la señal inequívoca de que Dios ha pasado por encima del caos para encender con su dedo luminoso los ojos serenos y transparentes de la noche, la caridad es una huella de lumbre que ha eclipsado todas las rutas de la historia y que jamás podrán ser borradas por nada ni por nadie.

            Pascal, con sus largas y penetrantes miradas de solitario asomado a las honduras y repliegues del cristianismo y del corazón humano, al encontrarse delante de la caridad, con la intuición misma con que descifraba los problemas de física y de matemáticas, comprendió que la caridad no es, no puede ser más que de origen directamente divino.

            Ante todo, la caridad es un rapto de superelevación vital. Solamente así se explica la inmensa e incontestable superioridad de la obra del cristianismo de las religiones, de todos los estadistas y de todos los arquitectos de individualidades y de pueblos. Sócrates y Marco Aurelio son la expresión de los valores más altos difundidos en la hornaza del paganismo. En su gesto, en su actitud hay, indiscutiblemente, rasgos de altura iluminada y ganada con el pie ensangrentado y con la sandalia rota en las asperezas del camino. Y cuando uno toma y apura la copa de cicuta y el otro invoca a Epicteto y aprieta reciamente el puño para ser más fuerte que el dolor, se siente la tentación de pensar que de allí nadie pasará.

            Sin embargo han hecho su aparición los valores humanos salidos del crisol encendido del cristianismo, y antes que nadie Jesús, el valor histórico más fuerte, más vivo, más pujante de todos, como lo reconoció hace apenas unos cuantos meses el mismo Herber Wells, y la historia, aparte de haber cambiado de ruta, con una desviación estrepitosa e innegable, ha venido, en fuerza de una síntesis inesperada y luminosa, a enseñar que la figura del Maestro es el nudo central de la vida humana.

            Todo: el pasado, el presente, el porvenir se le han incorporado y Él aparece ya en estos instantes en que aún no han sido escritas las páginas de todas las vidas ni de todos los pueblos, la clave inmensa y luminosa que lo aclara todo. El milagro supremo de Cristo no es el de los ciegos, ni el de los paralíticos, ni el de los mares allanados y sometidos, su milagro supremo, inconfundible y fundamental es la caridad. Y la señal más clara, más innegable: la vitalidad portentosa, insuperable de todos y de todo, cuando llevan la infiltración honda y fuerte del cristianismo.

            Más aún: el milagro soberano, el milagro por excelencia, el que sobrepuja en alcance y significación al desentumecimiento de los párpados de los ciegos, de las piernas alargadas y muertas de los paralíticos, y aun del despertar de Lázaro, es la resurrección de la certidumbre acerca de los destinos de hombres, de pueblos y de espíritus.

            Nuestra época en este punto es la más alta y más firme comprobación de ese milagro. Juan Papini, como los leprosos que pasan por las páginas del Evangelio, era un desahuciado. Todas las filosofías lo habían dejado cansado, roído, con los ojos ansiosamente abiertos delante de la sombra y con la inquietud devoradora del espíritu hecha garfio y hundida hasta la médula del espíritu. Pero vio pasar a lo largo del camino al Cristo, y hoy vive la vida más alta, la más honda: han caído de sus ojos de ciego las vendas de la noche, de su lengua las ligaduras que lo tenían enmudecido y sus piernas marchan rápidamente por la ruta por donde se hace, en plena luz y victoria, el viaje verdadero y definitivo. Como este desahuciado había otros muchos. Chesterton, Joergensen, Guiliotti, Gheón y otros. Todos han visto, todos han sanado, todos cantan la vida.

            Nuestra época está enferma: celebró, en un instante de locura y de odio, sus nupcias con la sombra a la mitad de la noche, que es la hora misteriosa del error y del mal. Y hoy, al sentir que las garras afiladas de todas las crisis se clavan para despedazar carne y espíritu, vuelve en vano sus ojos angustiados a todos los oráculos que le dieron a beber el brebaje maldito. Y ha encontrado por todas partes charlatanes que disecan cuerpos y desarticulan pensamientos y almas, pero nadie ha podido, entre sus maestros, decir el conjuro salvador.

            Más aún: el contagio, la epidemia penetra hasta en la carne y los huesos de los que se atreven a acercarse al enfermo y de allí se levantan tocados de la misma enfermedad y con el alma rota por el pesimismo y el desaliento.

            Tocar una pierna entumecida de paralítico, el párpado echado definitivamente hacia abajo de un ciego, y el nervio muerto de un sordo, y encender la luz, y la vida, es un milagro, cuando esto se hace en las páginas del Evangelio.

            Y la filosofía y la ciencia no harán más que discutir el caso e intentar explicarlo; pero realizarlo nunca. Abrir los ojos, desatar la lengua y las piernas de los paralíticos, de los ciegos y de los mudos del espíritu, es algo que ni siquiera comenzará a entender ni la filosofía ni la ciencia, que no supieron hacer más que ciegos, paralíticos y mudos del alma. Y hoy a despecho de todo y de todos, se repite a la letra, sobre todo en el orden de los espíritus, página a página del Evangelio. Los ojos del espíritu ven; los paralíticos del pensamiento se levantan y andan; los sordos de la vida interior, la única verdadera vida del hombre, oyen. Y, sobre todo, son evangelizados los pobres, los más pobres de todos: los pordioseros, los mendigos de la verdad, los desposeídos de certidumbre y de luz; todos los que vieron apagarse y caer la única antorcha que señala infaliblemente la ruta a lo largo de la peregrinación. El milagro supremo de la caridad es evangelizar. Y este milagro hoy como ayer se realiza bajo la presencia real de Cristo en la historia y en nuestra vida. Y sólo Él podrá sanar nuestra época, como solamente Él ha podido sanar la pobreza de Papini, de Chesterton y de los grandes convertidos.

            Nuestra época, al parecer, vivamente preocupada por los pobres, no tiene ni siquiera un harapo para disimular su propia inmensa pobreza, que es la pobreza de vitalidad interior.             La vitalidad interior es perpetuo índice que señala con su luz el rumbo y el puerto, y es incansable aliento que se renueva y robustece todos los días en la sangre de todos los viajeros. Ya se escuchan gritos penetrantes en que se llama angustiosamente al Maestro, las camillas de los paralíticos comienzan a aparecer en el borde de todos los caminos; el cuerpo ennegrecido de los leprosos se destaca a lo lejos. Ojalá que pronto nuestra época se entienda al paso de Jesús y le pida que la toque con su mano. Sanará.

            Estas páginas de Yáñez por más que parecen ser solamente un comentario como el que dirían las turbas que se hartaron de pan el día de la multiplicación, son, en el fondo, por tratarse del señor obispo Cabañas, grande apóstol y verdadero evangelizador, en el sentido alto que tiene esta obra inmensa de evangelizar a nuestra época, la partícula de levadura que movida y fermentada por el dedo de Dios, llene las alforjas vacías de nuestro siglo con el pan fuerte, vivo y salvador de con la palabra eterna.

Guadalajara, 12.30.1925

A[nacleto] González Flores

i

Caravana de mendicantes[3]

 

Para el señor presidente y demás miembros del Comité Central y Subcomités Pre-Cabañas

 

Lágrimas hechas quejas

 

Otoño que sabe a melancolía. Tardecita de sol perezoso. Van a desleírse en la calma vespertina, las voces -lágrimas hechas quejas,- de un diálogo infantil:

-Oye, Filipillo, ¿tú sabes lo que es tener madre? A mí se me figura como el calorcito de este sol que sabe alargar así las sombras de las cosas; se me figura como el chorrito de agua de la huerta, donde bebemos después de correr a la hora del recreo; tener madre se me figura poder volar mucho, mucho, y ver todas las flores de todos los jardines, y juntarse con los otros pajaritos, y cantar juntos, muy juntos, llenos de luz y alegría, para volver en el mes de marzo, por el día de mi santo, y encontrar sus mismos nidos en el cornizón de cúpula desde donde se puedan gozar los días de soles largos y de flores bonitas, la semana santa y también el mes de mayo. Filipillo, ¿a ti cómo se te figura? ¿Sabes lo que es tener madre?

-Tener madre será tener quien cobije a uno en estas noches frías que ya comienzan; será tener quien me despierte con besitos, en lugar del toque de las campanas que asustan mis sueños ¡a veces tan bonitos! ¡Han de ser tan sabrosos los besos, como los que el otro día venía dando a su chiquillo una mamá, para que no llorara!

-Y ha de ser también como no tener que levantarse cuando hace frío…

-Y también como no ir en formación cuando uno no tiene ganas…

-Y también ha de ser… ¡Tan bonito que ha de ser!

-Salir a paseo diario, y comprar dulces en las esquinas, y en el portal sorbetes.

-Y también chupaletas como la que me dio un señor, el otro día de paseo.

-¡Comprar juguetes!

Y a esta voz de nostalgia sigue un misterioso silencio.

-¡Comprar juguetes, dulces, chupaletas!...

De pronto tiembla el viento y la ciudad se paraliza. ¿Habéis oído?

La campana mayor de la catedral ha tomado la palabra y está diciendo tres cosas graves en otros tantos roncos tañidos.

Atardecer de otoño. Con polvos de oro y bermellón, el sol está tiñendo las techumbres de la ciudad.

-El sol tiene flojera- piensa Filipín.

En el aire se adivina un suave rozar de sedas o de alas, y corre aún la vibración de la campana máxima. Las torres de la ciudad parecen empinarse, y las de San Pedro y Zapopan se adelantan para darse mejor cuenta de lo que pasa. La tarde es una tardecita de otoño…

En la azotea del hospicio han quedado silenciosos los dos expósitos.

-Filipillo, José,- prorrumpe una voz infantil, al mismo tiempo que asoma su cabeza un tercer asilado.

-Filipillo, José,- repite brincando y agitando su gorra azul,- los andan buscando allá abajo; vamos a escondernos; si nos hallan en la azotea, nos castigan; acá, vénganse; vénganse pronto.

La soberbia cúpula y la estatua de la caridad de la Casa de la Misericordia, están teñidas de oro y bermellón.

Los asilados, acurrucados tras una barda, reanudan el diálogo. Explica Cipriano:

-¿Han oído la campana? Pues ya me dijo el renco Ruperto: es que ahora ha de llegar el que hizo esta casa, el señor Cabañas que fue obispo, como el que vimos en la catedral. Va a venir porque mañana hace cien años que se murió y tiene que ver cómo andan las cosas que dejó.

-¡Ah! El señor Cabañas, que dizque yendo un día a caballo, partió su capa para hacerle una chaqueta a un pobrecito.

-No, ese fue san Martín; pero se han de haber parecido.

-¿De dónde viene?-inquiere el más pequeño.

-¡A poco no sabes!... ¡del cielo!

-Claro, ¡del cielo! ¿De dónde más podía venir?

-¿Nos traerá dulces y chupaletas?

-Yo creo que sí; y también ha de traer cobijas para calentarnos, y zapatos, y medias.

-Se dice calzado, no zapatos-, corrige Filipín y añade:

-Ha de darnos un beso esta noche.

-Entonces como si viniera nuestra madre…piensa José.

De nuevo la campana está diciendo tres cosas graves en otros tantos roncos tañidos.

Calladita llegó la noche y sopló de las techumbres el polvo de oro y bermellón que descuidado dejó el sol.

Sobre la tinta indecisa y trémula de un crepúsculo de noviembre, la Casa de Misericordia vio destacarse austeras, vigorosas, las siluetas de las torres de los templos que dan al occidente y que simulaban rígidos monjes puestos en oración.

A oración tocaron las campanas y las siluetas de las torres se esfumaron en el azul aterciopelado del cielo, como si su plegaria hubiera entrado al Sancta-Sanctorum donde despacha Dios. Se amortiguaron también los fanales luminosos que en las ojivas de las torres encendió el crepúsculo. La noche era soberana.

Bajaron los huérfanos. Llegó la hora de recogerse, y Filipillo, pensando en caricias paternales, no quiso dormir; entreabrió la ventana de su dormitorio desde donde se divisa un pedazo de cielo, y se puso a esperar al padre que había de ser “como su madre,” según su pensar.

-Vendrá. Bien lo dice el cielo azul que como caliente manto de terciopelo está cobijando su casa, nuestra casa. Bien lo dice ese temblor inquieto de las estrellas que parecen mirar algo extraordinario.

Pero el sueño venció.

Y fue entonces cuando vino el padre seguido de una multitud angélica de mendicantes redimidos; abrió las puertas de la clausurada capilla, dejando escapar mucho calor, tanto, que los niños no sintieron ni el viento del norte, ni del sur, ninguno de los vientos que marchitan azucenas vírgenes. La Casa de Misericordia se iluminó milagrosamente. Blancas procesiones infantiles desfilaron por la capilla abierta. El padre a todos prodigaba sus caricias.

Y en el aire se adivinaba suave rozar de sedas o de alas y un grato perfume de flor de azahar.

ii

Cuento de mendigos

 

El año, sintiéndose sin fuerzas y sin ilusión, ha roto el ánfora dorada del otoño y ahora nos sirve el licor amargo de los días en la copa fría del invierno.

            Una de estas mañanas que comienzan ya a ser heladas, en la alameda estaban los mendigos, “racimo de gusanos que se arrastra por la ciudad salmodiando cuitas y padrenuestros.”

            Contaba Méndez, el lisiado:

            -Temblando de puro frío, venía esta madrugada por toda la calle ancha, con el pesar de mi pobre hija. Me acordaba del obispo Cabañas, el padre de los pobres, y pensaba en que podría venir, para que viera cómo se han hecho aquí y para que compadecido nos socorriera. Porque podía venir, ¡ah, qué no! Sí lo podía, y podía hacer que todos nos socorrieran, porque una llama grande todo lo enciende, y él, que fue como una lumbre inmensa de caridad, podría incendiar a Guadalajara.

            En esto la campana de San Juan de Dios llamó a misa. Entendí que era nuestro padre que me hablaba. Atravesé el paseo y junto a un puente estaba, ¡ah! Que sí, el regalo del señor obispo Cabañas: dos moneditas y este santito.

            -¡Y con eso he comprado una cobijita para mi hija tísica!

            Al decirlo, lanzó un suspiro hondo que más pareció gemido.

            La hueste mendicante -racimo de gusanos que se arrastran-, arrimolinóse lentamente. Iba a ser repartida la limosna sabatina.

            Los árboles del parque y el viento precursor del invierno, musitaban el himno del frío. Un rayo de sol, apenas tibio, besaba a cada uno de los mendigos, a través de la lluvia tupida de hojas secas. El reloj del hospicio contaba las nueve. La voz de Méndez, el lisiado, como si viniera del otro mundo, despertó de nuevo quejumbrosa:

            -Venía esta madrugada por toda la calle ancha…

iii

Aleluya Pascual

 

Supe ahora de un joven que resucitó. Lloraba no sé qué mortales decepciones; sufría no sé qué terribles martirios; cargaba no sé qué tremendas cadenas y era esclavo de la desesperación. Estaba muerto a la vida verdadera. Había sido la duda el dardo asesino que en golpe mortal le derrumbó, y era la incredulidad que engendra el frío, la losa de su sepulcro.

El muerto ambulante, que no pudiendo amar, no podía vivir, entró en la catedral en los precisos momentos en que se celebraban las honras fúnebres del ilustrísimo señor Cabañas.

Por fuera, en las torres, se enredaba un risueño cendal de sol, como trofeo glorioso de caridad.

Dentro, lucía la basílica sus galas de imponente severidad: resonaban los cantos litúrgicos, impregnados de suave dolor resignado y de santa esperanza que hace sonreír; el incienso de los pebeteros se difundía plácidamente y todo el santo recinto temblaba, “como si de cada piedra brotara una emoción”. El muerto ambulante sintió en su espíritu una resonancia insólita que primero fue dulce reclamo, luego, agigantándose, simuló tremendo reproche, para callar de súbito y dejarlo envuelto en el marasmo.Cuando al cabo de un rato alzó los ojos y miró suspendida en lo alto la figura del Cristo crucificado, dejose oír la resonancia insólita, pero entonces decía de consuelos, de aleluyas de amanecer, de silbos de pastor que, dejando las noventa y nueve ovejas, viene por la que le falta. En el corazón antes paralizado, estaba ya escondida una tibia llamita de amor.

El soplo abrasado de la caridad de Ruiz de Cabañas ponía rojizos resplandores en las almas allí congregadas, y no había de ser mendicante de fe, quien saliera sin ser socorrido.

Y he aquí que el repique final de las honras, proclamaba una resurrección. El muerto ya no lo era. Las fanfarrias del cielo y los bronces de la tierra lo anunciaban con jocundo clamor.

 

Invocación Final

 

Ruiz de Cabañas, obispo bueno, en el carro triunfal de mil gloriosas remembranzas, viniste a nosotros y tu espíritu acompañado de una multitud arcangélica de mendicantes redimidos, flota en el plácido cielo de nuestra provincia. Adivinamos tu presencia en el rozar misterioso de sedas o de alas de tu cortejo. Los mendicantes te aclaman desde esta baja tierra, y como a todos nos falta algo, como todos somos mendicantes, el hosanna es general.

            Te necesitábamos ya. Como ves, el invierno está sobre nosotros. Un siglo ha te fuiste, y era preciso que retornaras. De hoy en más no te alejes; tiende la inmensa ala de tu cariño y forma una tienda, una gran tienda en que haya calor la caravana de mendigos: los del cuerpo y los del alma, los huérfanos y los descarriados.

            Ruiz de Cabañas, ¿lo ves? Las estrellas de los diáfanos cielos de diciembre parecen llorar en lo alto; y en nuestra tierra, en tu Nueva Galicia, tiemblan todas estas mañanas mil gotas de rocío. ¿Sabes? Es el llanto de las madres de los mendicantes, de las madres que fueron y de las que son. Yo imploro por ellas tus caridades. Unas te piden pan para sus pequeñuelos, otras abrigo para sus enfermillos y aquellas la tibia llamita de la fe para sus hijos tristes. ¿Cuál miseria te conmovió? Sube a los senos de Dios y calma la ansiedad de las madres que fueron, y cesarán de temblar las estrellas en nuestro cielo diáfano; así se evaporarán las gotas de rocío, porque yo iré a las madres que son y les contaré de tus munificencias.

            Fundador del Hospicio, abre las puertas de los santuarios como en el sueño de Filipín, para que haya calor y luz; calor que preserve vírgenes azucenas y luz que ilustre la senda de la caravana de mendicantes que quiere ascender, porque lleva la nostalgia de la altura. ¿No miras cómo se retuerce?

            “Alma como la urna de una flor toda semidurmiente”, perfuma la ciudad, nuestra ciudad. Espíritu como regato purísimo de montaña, refresca nuestra sed; corazón que eres hoguera inextinguible, haz que venga a nosotros el amor para que mueran apetitos insanos y se acaben rivalidades estériles; lozana sombra de virtud, a tu amparo se acoja Guadalajara toda llena de ingenua felicidad.

            Tú lo sabes, gran obispo: necesitamos el advenimiento del amor, del amor desinteresado de que diste perenne ejemplo, para que el huérfano sepa de caricias paternales, y el mendigo tenga confortante calorcillo para sus hijos pálidos, y el que va por sendas extraviadas se recoja pronto al abrigo de la verdad que es resurrección y plenitud.

            Y lo sabes también: en la caravana de pordioseros, va un poeta que lleva una jaula de aves de ilusión; la vida se le pone gris y triste, ¿tendrá que ahogar pajarillos y en el camino deberá aligerarse del peso de su jaula? Tú lo sabes, obispo Cabañas, y pues eres sol rutilante, si quisieras, pondrías en los horizontes de la vida rosadas claridades de amanecer primaveral. Si lo puedes y eres todo bondad, ¿por qué no lo haces?

            Por las madres que lloran, por los huérfanos, por los descarriados, yo te imploro, ¡oh coloso de la caridad! obra el milagro del pan, del abrigo y la fe.

            Así las madres que fueron y las que son, los que piden pan y los que quieren luz, los que sufren por saber de caricias maternas, las aves del poeta que sufre, la caravana toda de mendicantes, preludiará, rotunda, una divina, celestial canción.

 

Fiestas de amor[4]

Para Alfonso Junco

 

Señoritas, señoras, señores

 

Esta fiesta se ha confundido: es al mismo tiempo la navidad del asilado y la clausura de las fiestas centenarias en homenaje del santo fundador de esta casa. Por manera que el último festejo, es la gran fiesta del amor, la fiesta de la gran familia cristiana con sus perfumes de leyenda y sus toques de tradición.

El Centenario no ha sido más que la sucesión de fiestas de amor, fiestas de caridad, en la acepción noble y cristiana.

Fue en una noche serenamente hermosa, toda llena de armoniosos rumores y de fosforescencias milagrosas, cuando vino a nosotros el Amor.

Al filo de la medianoche, en medio de la expectación universal, se levantó del yermo solitario de la humanidad, el lirio más fragante que vieran los siglos; la azucena divina que había de perfumar al mundo, el “gran establo”, que dice Giovanni Papini en una de sus frases lapidarias. A esa misma hora descendieron las voces arcangélicas de millares de cortesanos celestiales y entonaron el Gloria in excelsis, que al decir de Zorrilla de San Martín, despertando al hombre nuevo, fue un inmenso diapasón colgado del cielo, que al golpe de invisible martillo dio tono, marcó rumbo nuevo al arte musical, arte esencialmente cristiano. Las aladas armonías se difundieron plácidamente en aquella gran noche, anunciando la gloria de los cielos y la paz de la humanidad. Las generaciones que fueron y las por venir siguieron caminando por veredas de eternidad; los montes dejaron de empinarse; los valles se acostaron a dormir su interrumpido sueño; los ríos reanudaron su canto de bendición; y las estrellas, y los soles, continuaron recorriendo sus órbitas inmensas: el Amor de los amores había nacido.

Y este pequeño niño blanco del portal, puso en todas las almas el verdadero sentido de la vida.

Saber vivir es saber amar.

Hasta entonces el amor, personificación inmundamente de la diosa Venus, era la esclavitud de naciones y pueblos. El amor, no era el amor. El amor era desconocido. ¿Qué raro es, pues, que la marcha del Amor de los amores haya sido marcha triunfal?

El autor de Quo Vadis ha sabido personificar el amor pagano y el amor cristiano en Petronio y en Pablo de Tarso. El discípulo de Epicuro cree que nada hay sobre la gracia griega, la fuerza romana, los vinos de Alejandría, los libros de sus poetas favoritos, sus ricas vajillas, la morbosa sensación de sus orgías. El discípulo de Cristo, clavando sus miradas penetrantes en el “árbitro de las elegancias”, coloca sobre todas estas cosas al Amor. Nosotros, dice, sólo traemos al mundo Amor.

Veinte siglos de constantes batallas, veinte siglos de ininterrumpidas luchas, prueban hasta la evidencia la fuerza prodigiosa del amor cristiano, gema brillantísima que algunos dolosamente han querido confundir con la filantropía modernista, falso aderezo cuyo destello inconfundible es una presunción vana y ridícula.

No señores, el amor cristiano, la caridad, besa sin quemar; sus ósculos consuelan, reaniman y dignifican, mientras que los besos fementidos de la filantropía, avergüenzan al menesteroso, lo envilecen e incendian en su alma la llama de los rencores sociales que amenazan destruir a la humanidad.

Y el odio-exclama Ricardo León- es frío y estéril como la muerte. El odio envenena las heridas y corrompe la sangre, roe las entrañas y perpetúa la injusticia… Sólo la caridad es buena y fecunda, eficaz y generosa, divina y omnipotente; sólo ella ampara y socorre, defiende, restaura, calienta y redime.

Hace falta caridad, mucha caridad, todo un torrente de caridad; un río caudaloso de amores y de ternuras para rescatar las culpas y las penas de los hombres.

Únicamente la caridad sabe cubrirse con el velo amplio del olvido a ir a todos los cuchitriles donde hay una lepra qué sanar, un hueco qué llenar, una boca en donde poner frescas gotas de agua, un oído en donde dejar palabras de eternidad y elevación, y un alma a quién ungir con el bálsamo divino de la consolación.

La decantada filantropía necesita de ricas vestiduras, de clarines y tambores, para hacer la mueca horrible de una conmiseración que no siente; para pasear sus galas entre los menesterosos, en cuyos corazones deja un eco de maldición y de blasfemia.

La caridad, ¿no la habéis visto? flota sobre esta casa y durante este mes ha llegado a todos los rincones, enjugando lágrimas y desgranando arpegios de su risa fresca y cantarina. Porque ella se acomoda piadosamente a todas las situaciones de la vida. Es como la hermana agua, que canta Amado Nervo, llena todos los huecos así sean frágiles y miserables. Ella sabe llorar con el que necesita lágrimas para su mal; sabe también reír para alentar a los tristes; ella grita el excélsior vibrante para los desalentados y el detente vigoroso para los atrevidos que habían de precipitarse en tenebrosas simas.

La filantropía, para socorrer al desheredado, necesita venir rumbosamente a divertirse al coso de la otra cuadra.[5] Ella vive en los salones perfumados, no por esto menos corrompidos, mientras que la caridad, coronando victoriosamente la cúpula de esta casa, vive en el azul diáfano de nuestro cielo, desde donde señorea la ciudad entera.

La filantropía, en una palabra, va a donde se le aplaude. La caridad va a donde se le escarnece. 

Hoy mismo llegan hasta el hospicio los gritos infernales de sus enemigos, y sin embargo, refugiándose aquí, se pone a acariciar a los desvalidos, con la seguridad de que pronto será expulsada.

Las fiestas del Centenario han sido lo que debían ser: fiestas de amor. No hubo la pompa de los homenajes al gran Alcalde,[6] ahora imposibles en cuanto innecesarios. El punto principal fue el acercamiento de la sociedad al pobre. Y estas fiestas sin boato exterior, sin ruido, eran las que se imponían en los días que corren, días de tormenta en que vibran roncos clamores de destrucción.

El Centenario fue también la apoteosis de la sotana, que a pesar de los embates de los tiempos y de la hosca persecución, sigue siendo el símbolo glorioso de la justicia, del deber y de la libertad.

Una de mis últimas palabras sea para la sociedad, para la señorita directora del Hospicio y para los asilados.

A la sociedad, el agradecimiento del comité y de la señora directora, que me recomiendan lo haga presente.

A la señorita directora el encomio que por su labor atinada y generosa, hago en nombre de la sociedad, del comité y del mío propio.

A los asilados una buena palabra de elevación: el bien es la suprema cualidad; la aristocracia verdadera, la que todos podemos y debemos conseguir, la única que vale porque con un esfuerzo es la única que subsiste, es la aristocracia de la virtud y del talento. Afán noble y constante por conseguir esta aristocracia: sea esto la bella flor y el sazonado fruto de los homenajes centenarios en que habéis tenido la mejor parte, caminar perennemente por senderos de virtud. Sea éste vuestro eterno propósito.

Mi última palabra para ti, Ruiz de Cabañas: tú sabes de los trabajos y sudores que han costado estos homenajes desde que en El Cruzado[7] lancé la idea; luego, cuando en las plácidas aldeas que miraron el término de tus días fueron fundados los primeros comités, y después, en el transcurso de las gestiones del Comité Central.

En las mañanas de verano, cuando el astro máximo descompone su luz en la policromía del espectro solar, pasando por las gotas de agua que la lluvia de la noche anterior dejó enredadas en las telas de araña, los hombros se hacen la ilusión de que la luz del sol es más hermosa. En la urdimbre de nuestros trabajos, si se quiere fragilísimo, han quedado enredadas, temblando, todas trémulas, algunas gotas de sudor, a través de ellas, oh santo fundador de este hospicio, nos hemos forjado la ilusión de que tu memoria ha brillado mejor. Déjanos esta peregrina ilusión.

Al terminar el mes jubilar, te rogamos que sigas viviendo entre tus huérfanos, para que tengan siempre caricias paternales. Oh gran obispo, continúa flotando sobre esta santa casa que fundaste, y presérvala de todos los vientos invernales que agostan inocencias, para que así como el hospicio señorea la ciudad con su cúpula airosa que se levanta al cielo, así tus hijos señoreen las almas con sus corazones levantados al bien.

Y Tú, buen Señor, que quisiste nacer en pastoría una noche serenamente hermosa, toda llena de armoniosos rumores y de fosforescencias milagrosas, haz que venga a nosotros y perdure para siempre tu reino, que es el reino de la justicia, de la paz y del Amor.

 

Del pacífico Asilo[8]                                                                                  

 

Para la señorita María Piedad, para la señorita Magdalena, para la señorita Carmen

 

Escena primera

 

Un patiecito en el Hospicio Cabañas. El patiecito del departamento de instrucción. Es la escena hacia fines de febrero del año de gracia de 1925. Miércoles de ceniza: lo anuncia el clamor plañidero, sentencioso, de las campanas de la ciudad que primero unas, después otras, y así todas, están gritando a los hombres el terrible momento. Media mañana. El sol, que seriamente piensa ya en desposarse con la primavera, acaricia los patinados muros de la Casa de Misericordia, la cúpula gloriosa que vela por los huérfanos, y a los huérfanos mismos que ahora están en recreo. Para las bodas del rey sol con la núbil primavera, los árboles han recibido savia nueva que los hace reír, estremecerse, alegrarse con la santa alegría de la renovación. Las asiladas cantan el jocundo hosanna a la vida: serenas, acogidas al caliente regazo de la misericordia, sin preocupaciones ni devaneos, juegan, se agitan, trabajan. Media mañana y hora de recreo. La señorita Magdalena, y la señorita María, y la señorita Carmen, van de aquí allá vigilando los juegos. Ruth, y Julia, y Mercedes, y Sara, educandas que han tomado por su cuenta una parcela del patiecito, cubren con popotes sus tiernecitas plantas de adormidera para así salvarlas de la rapacidad de los zanates, que sintiendo también la alegría de las próximas bodas, revolotean traviesos, descienden al patiecito, se posan en los árboles y significan su júbilo con gritos estridentes. La señorita Carmen se acerca a las educandas con frecuencia para darles instrucciones, porque ¡vamos! Se han propuesto que el patiecito de instrucción deje de ser un patiecito escueto y triste. ¿No están alegres el sol, los árboles, los zanates y hasta los viejos muros del Hospicio? ¿No están profesoras y alumnas sintiendo un desbordamiento de alegría porque la vida es buena y fecunda, pródiga y maravillosa? Ruth, Julia, Mercedes y Sara, mientras protegen a sus adormideras, desgranan la perlería de sus palabras que tienen música de felicidad y tintineos de optimismo:

            - Sí, ahora vinieron los señores del comité…

            - ¡El señor Casillas! ¿Verdad?

            - ¡Como la cena de los reposteros!

            - Pero no traían levita. ¡No habrá fiestas!

            - Comenzando con que no todos traen levita…

            - ¿Verdad que el señor Casillas no trae nunca levita?

            - Sí, no todos traen, y no es necesario que para que haya fiesta, traigan levita.

            - Entonces…

- Habrá fiesta.

Isabel, que ya es de sexto año, se reúne a Ruth, a Mercedes, a Julia y a Sara. La señorita Magdalena que anda muy abrigada, se ha entrado a la dirección con la señorita María. La campana general anuncia la llegada del señor doctor al establecimiento. Juan y medio atraviesa a grandes zancadas el corredor.

Isabel se mezcla en la conversación de las infantiles hortelanas.

-Sí, sí habrá otra fiesta; un señor canónigo que de chiquillo vivió aquí, nos regala el retrato de sor Ignacia, que hace muchos años fue directora…

- ¿Cómo la señorita María Piedad?

- Sí, pero sor Ignacia era madre de la caridad, algo así como monjita, traía un traje azul, y rosario, y unas cosas blancas como alas, sobre la cabeza. Su retrato lo van a colocar en el salón de actos, y por eso el señor canónigo, junto con el comité, nos van a dar una fiesta.

- ¿No se dice conmité?

- No, tonta.

- Y ese señor canónigo, que seguro era muy pobre y no tenía ni papá ni mamá, ¿cómo llegó a canónigo?

- Vaya Julia, la pobreza no es pecado, ni defecto. El niño Dios, ¿no era pobre? Pues acuérdate de lo que nos dijeron la última noche del centenario: la verdadera aristocracia, es decir, lo único que vale y puede dominar, es la virtud y el talento. Y ser buenas, no me dirás que no podemos; todavía con mayor facilidad aquí, que en otra parte, teniendo una directora como la que tenemos, que sabe regañarnos sin que nos pongamos tristes. Y también podemos ser instruidas, sin llegar a sabiondas, como dice la señorita Magdalena; porque a una mujer tonta ¿quién la toma en cuenta? Yo quiero ser una mujer que sepa lavar, planchar, coser, atender a la cocina, arreglar una casita limpia que atraiga y dé paz; pero también he de ser una mujer que escriba con corrección, y entienda lo que le dicen, y en sus conversaciones ponga algunos conocimientillos que le den interés.

- Esa es… ¿la qué?

- La verdadera aristocracia.

- ¿Sí? Pues yo también eso quiero ser.

- Y yo.

- Y yo.

- Y yo también.

- En este año paso a tercero.

- A mí, la señorita me puso una costura nueva.

- Anda a ver mi cama: limpia, limpia, limpia.

- De modo que mi hermano Francisco, ¿podrá llegar a ser canónigo?, porque eso sí, cara tiene, aunque es algo travieso y un poquito de mentiroso.

-Depende de lo aplicado que sea y de lo bien que se porte.

-Él dice que quiere ser obispo.

-¿Como el señor Cabañas, a quien rezo todas la noches?

-Bueno, de aquí, del hospicio, ha salido un señor obispo. Me lo dijo la señorita directora.

-¡Qué curioso! Ha de haber corrido por la huerta y les ha de haber tirado resorterazos a los zanates, que bien merecido se lo tienen por ladrones; y Juan y medio le daría alguno que otro coscorrón; se lo preguntaré.

-Entonces todavía no estaba aquí Juan y medio. Casi estoy segura. Pregúntaselo.

-De todas maneras voy a decirle a Francisco mi hermano que se porte bien, que no le haga gestos a la celadora, y que se persigne como se debe, porque sí puede llegar a ser obispo… y yo… ¡hermana de obispo!

-Sí, no se les olvide: la aristocracia de la virtud y el talento…

El recreo termina. La señorita María sale de la dirección. La señorita Carmen ordena a Ruth y a Julia, y a Mercedes, y a Sara, que se laven las manos. La señorita Magdalena, ligeramente pálida, tose y tose; luego vuelve a sonreír, porque ella casi siempre sonríe. Las campanas de la ciudad siguen clamando con tremenda tristeza.

 

Escena segunda

 

La tarde del mismo día inicial de cuaresma. El departamento de ancianas. Toman sol en el arcaico corredor, casi todas las asiladas; aquí está la pollita, límpiase que se limpia los ojos; doña Felipita permanece allá mirando algo invisible, sea quizá el panorama de su ya larga vida; Lucía, aunque completamente ciega, con paso seguro va de su pieza al lavadero y del lavadero a su pieza. Todas parecen troncos viejos, carcomidos, petrificados. Entre sí hablan poco. Es un espectáculo triste. Pero ellas viven pacíficamente, apaciblemente. Su vida, dicen, es una perenne acción de gracias al santo obispo Ruiz de Cabañas que les formó el suave cauce donde corriera tranquila su senectud, sin atropellamientos ni privaciones. Entra en escena Ruth, la futura hermana de obispo, cavilando sobre si alguna directora pudo ser monja y por qué le dicen sor, en lugar de señorita.

-Oiga, pollita, ¿usted conoció a sor Ignacia?

-Huy, si me acurdo de ella rete bien. Andaba por todita la casa viendo que todo estuviera en orden. Les hacía cariños a todos. Venía a la cocina para que nos dieran buena comida. A los de cuna, ¡Válgame Dios! Se los comía a besos. Hermana, le decía a sor Marcelina, esos angelitos, esos angelitos, qué bueno, robustos, robustos. Por su voz, yo le tanteo, probe ciega, que era muy bonita, y nos daba mucho gusto.

-¿Y cómo era monja?

-Aquí interviene doña Felipita que también conoció a sor Ignacia. Ruth tiene sus ojos un raro fulgor de curiosidad. En el lavadero una de las celadoras al restregar la ropa, produce un ruido alegre, se diría la canción del trabajo. Los zanates pacíficamente están picoteando migajillas de pan. Dice doña Felipita:

-Sor Ignacia era hermana de la caridad. Los pobres sabemos por experiencia que los únicos que se interesan por nosotros, son gente de la Iglesia. Ya lo ves, un señor obispo hizo el hospicio, otro el hospital; ¡en el hospicio era la vida tan dulce cuando estaban las religiosas y cuando podíamos ir diario a misa…! Como las religiosas no tenían familia, ni compromisos, ni nada, vivían únicamente para los pobres. Si vieras el día que se fueron, porque las expulsó el gobierno: el hospicio, como toda la ciudad, se puso de luto.

Y tercia en la conversación doña Cuca. Juguetea por los corredores un tibio vientecillo, sutil pregonero de la novia primavera. Dice doña Cuca:

-El día que se fueron las madrecitas, estaban todos los asilados en el pórtico, llorando a grito abierto. No las querían dejar ir. ¡Oh, me acuerdo y siento tristeza!

Sor Ignacia era alta, distinguida, de voz apacible, dulce, con una dulzura que se imponía. En los días de la guerra no descansaba, velando por su casa. Iba y venía, subía a las azoteas a toda hora, hasta en la noche; hablaba con los soldados, rogaba, lloraba… ¡Y salvó la casa!

-Pero ¿por qué le decían sor?

-Sor…sor…

-Será algo así como sorteo.

-Sí, ha de ser sobre poco más o menos. Sorteo es como suerte, o rifar la suerte. Cuando yo ya estaba viejecita y no se me arreglaba aquí, vendía billetes de la lotería, hasta en los días de tormenta. ¡Cómo sufría!, ciega, a tientas iba gritando, ¡la que se hace hoy…! Y tropezaba aquí, y caía más allá en un charco, y apenas ganaba veinte, veinticinco centavos. A veces gastaba eso en billetes, ¡las ganas que le tenía a la suerte del sorteo! Sí eso de sor, ha de ser cosa de suerte. Suerte para los pobres. Sor Ignacia.

Entra en el departamento una de las celadoras, de cabeza levantada y andar acompasado. Se da cuenta de la conversación y la termina.

-Sor, viene del latín. Quiere decir hermana, así sor Ignacia, es hermana Ignacia. Sor está en nominativo, que es el caso en que se pone el sujeto de la oración. Y tú, Ruth, a tu departamento.

La celadora, hierática, soberana, sigue por el largo corredor, con la cabeza levantada y el andar acompasado. Una gallina picotea las migajas que han dejado los zanates. En el lavadero continúa la retozona canción del trabajo. El sol se dispone a dormir uno de sus últimos sueños de soltería. Ya en el atrio del tiempo está la rubia novia, con su corte de amor,- golondrinas y flores,- y en la inmensa basílica del mundo se siente un calorcillo acogedor y confortante. En medio de la alegría universal por las próximas bodas del rey sol con la núbil primavera, sólo las campanas de la ciudad persisten en gritar plañideras: momento homo.

 

Escena tercera

 

La ahumada y misteriosa cocina de la Casa de la Misericordia. El reloj da las ocho. Francisco y Gregorio departen cerca de una de las ventanas que dan a la huerta.

-Mi hermana Ruth me dijo que sí podría llegar a ser obispo, y que ella tenía ganas de que fuera eso; que uno como nosotros dos, hasta Papa hubiera llegado, si no se necesita ser, creo que italiano. Para eso, se necesita la restocracia, que es portarse bien y aplicarse.

-A mí, tú, Pancho, ¿sabes?, la celadora me contó de sor Ignacia, que era muy buena; tanto me gustó la historia, que mañana voy a hacer una composición; dice que todos lloraron por muchos días cuando la corrió el gobierno, nomás porque era monjita, en lo que no veo justicia, porque los padres y las monjitas son las gentes más buenas que yo conozco.

-Sí, seguro que lloraron como el día que fue la señorita María, en la revolución de hace un año. Cómo la abrazábamos cuando volvió, y cómo la abrazo yo siempre, porque ¡es tan buena! Nomás lo que le falta es esa gorrita que traen las monjas.

-Sí fuera monjita!

-Bueno, te diré que es mejor así, porque si no, no estuviera aquí.

-Cuando yo llegue a mandar, si llegas a obispo, o por lo menos a padre, te dejaré decir misa y podrás sacar una procesión. Puede que si me case, sea en la capilla, como dicen que era antes.

-Y el día que yo sea obispo o canónigo, pondré el retrato de la señorita María Piedad junto al del señor Cabañas, que al cabo si él es el padre, ella ha sido mi madre.

-Mira, allá va Juan y medio. Háblale para que platiquemos.

-¡Juan y medio, Juan y medio…!

La noche es augusta y hermosa. En la huerta juguetean los asilados. A lo lejos se mira pasar la señorita directora: los niños corren a abrazarla; una cieguecilla se adelanta a ofrecerle un ramito de flores. En algún escondrijo de la vieja cocina, canta un grillo. Gregorio y Francisco hacen en su diálogo una pausa larga; llegado Juan y medio, reanudan la plática, que ahora se borda en el recuerdo para ellos imborrable del centenario que acaba de pasar y tiene por personaje central la prócer figura del santo fundador, Ruiz de Cabañas. El centenario fue una divina, pródiga floración de piedad, y habrá de seguir dando siempre rosas encendidas de cristiana gratitud.

 

Escena última

El jardincillo principal del hospicio, que huele a azahar. En la santa casa reina la paz, la solemne paz de la media noche. Los ángeles tutelares de mil quietas vidas, dejaron ya de recorrer los patiecitos, los corredores, los ambulatorios; descansan ahora en las azoteas de la casa, o a la puerta de los dormitorios, comunicándose entre sí de inteligencia a inteligencia. En la linternilla de la cúpula está majestuosamente sentado el ángel de la caridad. Todo es sosiego y silencio. Sobre el patiecito principal cae la tupida lluvia de los naranjos florecidos, y el perfume de azahar se difunde serenamente por toda la casa de los pobres. Una figura blanca surge de pronto en el corredor norte. Es la señorita directora que recorre la casa: viene ahora de la sala de cuna. Se adelanta callandita, con sigilo, para no despertar las pacíficas vidas que duermen. Aspira a dos pulmones el perfume de azahar y se sienta cabe uno de los surtidores que están rezando una clara oración. La escena es muda pero elocuentísima: la señorita directora clava con nostalgia la mirada en las puertas clausuradas de la capilla, y luego eleva los ojos al cielo, donde sabe moran el padre y la madre de sus pobres; ella es ahora la providencia de mil quietas vidas, y quizá se acuerde de todas ellas en el fervoroso diálogo que ha entablado con sus predecesores. Aquella estrella roja es el palacio que mora para siempre el ilustrísimo señor Cabañas, y en el blanquísimo astro clavado ahora en el cenit, vive sor Ignacia.

Los tres espíritus hablan largamente, serenamente ¿Qué dicen? Los ángeles han de entender el lenguaje que usan: el ángel de la cúpula sonríe, y su sonrisa es un vivo resplandor que ilumina el asilo; los ángeles tutelares que han oído atentos, mueven la cabeza en señal de asentimiento. Y como el invierno no se olvida de que la espada del solsticio aún no lo hiere de muerte, se acerca momentáneamente a la ciudad en ráfagas de viento destemplado. La señorita directora se recoge en sus habitaciones. Los ángeles reanudan su conversación de inteligencia a inteligencia. Los cipreses y cedros perfuman el hospicio, y los naranjos se estremecen cubriendo el suelo con su divina floración.

            ¡Vida serena y confiada del pacífico asilo: perennemente arrulla a los pobres que se han acogido a tu regazo; perennemente canta el himno puro del amor, perennemente dinos la límpida lección de la virtud!

            Y tú, hermana Ignacia, alienta para siempre en el corazón de los que mandan, para que mil huérfanas existencias sigan deslizándose tranquilas, mansas, luminosas.

Así el milagroso árbol del obispo Ruiz de Cabañas, florecerá perpetuamente y sus frutos serán frutos de bendición.

                                                                                                                                                                                                                                                                                          



[1] Literato y político jalisciense (1904-1980), precursor de la novela mexicana moderna, es autor de Al filo del agua (1947), novela parteaguas en la literatura mexicana. Mucho hizo por la vida cultural y política de su tiempo como gobernador de Jalisco (1953- 1959) y secretario de Educación Pública de México.

[2]Prólogo de A. [Anacleto] González Flores del  libro titulado  Divina Floración. Miscelánea de la caridad,  obra compuesta por trabajos presentados en distintos festejos del Centenario  Cabañas, por Agustín Yáñez, Vicepresidente del Comité Central Pro Cabañas, e iniciador en “El Cruzado” de los festejos centenarios.  Tip., de S.R. Velasco, Guadalajara 1925, 55 páginas.

 

[3]Poema leído en la solemne velada oficial del Centenario Cabañas, efectuada la noche del 5 de diciembre de 1942 en el Teatro Degollado de la ciudad de Guadalajara

[4]Discurso de clausura de las fiestas del Centenario Cabañas, pronunciado la noche del 31 de diciembre de 1924 en el Hospicio Cabañas, de la ciudad de Guadalajara.-Versión taquigráfica de Elisa María Fuenlabrada.

 

[5] Alude el orador a la plaza de toros El Progreso, hoy desaparecida, pero contigua al Hospicio Cabañas al  tiempo de pronunciarse este discurso [N. del E.].

[6] Se refiere al siervo de Dios fray Antonio Alcalde, o. p.  (1701-1792), el centenario de cuya muerte, en 1892, fue apoteósico [N. del E.].

[7] Agustín Yáñez dirigía por este tiempo el semanario católico El cruzado, a cuya iniciativa se debió el homenaje al obispo Cabañas. Después se hará cargo, en lugar de Pedro Vázquez Cisneros, del importante hebdomadario La Época.

[8]Impresiones leídas en la fiestecita que se celebró en el Hospicio Cabañas la tarde del 26 de febrero de 1925, con motivo de la colocación de un retrato de sor Ignacia Osés, donado al propio establecimiento por el antiguo hospiciano, canónigo don Martiniano Gutiérrez.

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