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Religión y Revolución: movilización, desplazamiento y permanencia de los católicos en México
Manuel Ceballos Ramírez[1]
Contrario a lo que se piensa, la historia reciente de la Iglesia en México ha sufrido un transvase accidentado, sí, pero a la postre provechoso: ha decantado su ser y quehacer a la luz ya no de una tutela y vinculación estrecha con el Gobierno, sino desde una autonomía que desde la segregación y de la proscripción, modeló en su tiempo una fisonomía que le dio color a su dinámica pastoral buena parte del siglo pasado, según expone esta investigación[2]
La movilización de las diversas corrientes políticas que desde principios del siglo xx surgieron en México ha sido caracterizada por Daniel Cosío Villegas como el “campanazo político”. En efecto, fueron los liberales en San Luis Potosí, los católicos en Puebla, los porfiristas en la Ciudad de México, los anarcosindicalistas en diversas partes, quienes celebraron sendas reuniones en las que una nueva generación de mexicanos se planteaba inéditas opciones para la vida pública del país. Los años que siguieron modificaron muchas de las estructuras de la sociedad mexicana: variedad de agrupaciones, cambios de gobierno y de gobernantes en los todos los niveles, revolución armada, nueva legislación, etcétera. En todos estos cambios estuvieron involucrados, de grado o por fuerza, tanto la Iglesia como los católicos. El análisis de esta circunstancia debe rescatar y revisar las opciones católicas que, por un lado han sido consideradas como parte de una leyenda negra, y por otra, ofrecen toda una serie de interrogantes aún no resueltas del todo. Los binomios a considerar en torno a la Iglesia y a los católicos son: su porfirismo o antiporfirismo, su maderismo o antimaderismo, su huertismo o antihuertismo, y también su supuesta alianza con la burguesía y, desde luego, el clericalismo y el anticlericalismo. Además es necesario tener en cuenta los dos hilos conductores de su actuación: 1) La movilización y participación política; y 2) El énfasis que pusieron para resolver lo que llamaban “la cuestión social”. Por otra parte, al menos cuatro elementos respaldaban sus opciones: 1) Los documentos pontificios, especialmente los del papa León xiii; 2) El ejemplo de sus correligionarios europeos y latinoamericanos; 3) Las circunstancias nacionales de desgaste y caída del régimen porfirista y las nuevas opciones; y 4) La reacción a lo que ellos llamaron la -descatolización del poder y de la sociedad, que no era otra cuestión que el avance de los procesos secularizadores, con la tan sui géneris manera de implantarse en México.
1. La Iglesia en el porfiriato y el maderismo
Durante los años de gobierno de Porfirio Díaz, hacía tiempo que se había arraigado en los diversos sectores de la sociedad la política de conciliación. Se había propuesto así un modus vivendi con los católicos que, sin derogar las Leyes de Reforma, les dejaba amplios espacios de libertad. Habría que recordar entonces a Protasio Tagle, ministro de Porfirio Díaz en 1876, quien aducía que la conciencia individual debía ser respetada hasta en sus extravíos; a José María Vigil, quien reconocía que “el clero católico goza en México de la libertad y demás garantías de las que disfrutan todos los ciudadanos”; y desde luego, al obispo de San Luis Potosí, Ignacio Montes de Oca, cuya declaración en París sobre la situación en México a finales del siglo xix selló la conciliación:
“Acabo de hablaros de pacificación religiosa. Se ha hecho en México, a pesar de las leyes que siguen siendo las mismas, gracias a la sabiduría y al espíritu superior del hombre ilustrado que nos gobierna en perfecta paz hace más de veinte años”.
Tres lustros antes, Justo Sierra había constatado que la conciliación legal o extralegal no llegaría a nada porque de parte de los católicos en el fondo de la contienda estaba siempre su idea de la supremacía de la Iglesia sobre el poder civil: “Hasta en la última alocución del venerable León xiii se puede observar que la libertad de la Iglesia y dominio de la Iglesia sobre la sociedad civil, son sinónimos”, concluía Sierra refiriéndose sin duda a la encíclica Immortale Dei de 1884, que hablaba acerca de la constitución cristiana de los Estados. Ciertamente la Iglesia católica en México conoció un gran desenvolvimiento durante los últimos años del siglo xix y los primeros del siguiente. Se crearon nuevos obispados y arzobispados; a las antiguas congregaciones de religiosos y religiosas se añadieron otras de origen europeo o se fundaron algunas de origen nacional; con la llegada de estos religiosos aumentaron las tradicionales escuelas católicas; se incrementó también considerablemente el número de sacerdotes y seminarios; al mismo tiempo se fundaron también algunas universidades y escuelas católicas de jurisprudencia; se multiplicaron también las parroquias urbanas, pero también las rurales; hubo diversas coronaciones de imágenes marianas en Jacona, Pátzcuaro, León, Guanajuato, San Juan de los Lagos y Celaya. Pero la que sin duda fue la más importante, tanto por tratarse de una devoción nacional como por la polémica que desató, fue la de la virgen de Guadalupe, programada para 1887, pero que no pudo realizarse sino hasta 1895. Aun así, la coronación en el Tepeyac fue parte muy importante de la reconstitución de la Iglesia mexicana. Tres lustros después fue declarada patrona de América Latina. François X. Guerra habló por ello del “gran auge” que conoció la Iglesia en esos años y lo comparó al período de evangelización del siglo xvi.[3] Ahora bien, todo este desarrollo de la Iglesia no es sólo endosable a la política de conciliación ya que ella sola no explica por sí misma toda la actividad, reformulación y vitalidad de la Iglesia católica durante la época porfiriana. Sin duda que hubo otros factores internos y externos que hicieron de la Iglesia y de los católicos actores significativos en esos años; pero la política de la conciliación no fue el único y ni siquiera el más decisivo. Hay que hablar entonces de otros factores como fueron las propuestas de desarrollo eclesial de León xiii entre las que sobresalieron algunos documentos, en especial la encíclica Rerum Novarum (1891) que analizó la existencia de la “cuestión social”. Ésta era para los católicos porfirianos la gestión más “deplorable” del régimen, tal y como lo aseveró Trinidad Sánchez Santos. Además, es necesario añadir la celebración en Roma del Concilio Plenario Latinoamericano (1899) y el consiguiente fortalecimiento de las iglesias nacionales al implantarse paulatinamente el proceso de centralización romana; a esto contribuyó también el Colegio Pío Latinoamericano que formaba a un sector muy selecto del clero mexicano, y lo formaba con una fuerte fidelidad al Papa y a sus orientaciones. En medio de todo ello, hay que considerar también el nacimiento del llamado catolicismo intransigente que prohijó en la Iglesia occidental una opción propia frente a las propuestas socialistas como alternativa a la sociedad liberal. A todo lo largo del último cuarto del siglo xix y del primero del siglo xx los católicos mexicanos fueron parte de los procesos sociales y políticos de la sociedad porfiriana y revolucionaria. Es decir, experimentaron en tanto que católicos los procesos de pacificación, movilización, participación, rebelión política y revolución armada. Hasta 1914, los católicos actuaron en la palestra pública al lado de porfiristas, reyistas, liberales, maderistas, anarcosindicalistas, huertistas, científicos, etcétera. Sin embargo, iniciaron sus actividades específicamente diez años antes cuando sonó “el campanazo político”, tal como lo hemos anotado anteriormente. Dentro de la Iglesia, dos elementos fueron fundamentales para la movilización de los católicos: las prescripciones ideológicas emanadas de los documentos pontificios -particularmente de la ya citada Rerum Novarum- y la experiencia de sus correligionarios en otros países, donde se habían organizado diversas agrupaciones. Como ellos mismos decían, intentaron reformar la legalidad mediante la legalidad. Fue el desgaste del porfiriato y el ascenso del maderismo el caldo de cultivo donde floreció la reactivación de los católicos, que actuaron y ejercieron una fuerza política y social real, no sólo porque fueran católicos, sino porque eran mexicanos condicionados por las mismas circunstancias nacionales. Para entonces habían logrado expandir por diversas regiones de México una serie de agrupaciones y de instituciones entre las que sobresalían las organizaciones laborales agrupadas en la Unión Católica Obrera (1908) que luego se transformó en una confederación nacional; también una asociación de intelectuales católicos tapatíos que se autodenominaron Operarios Guadalupanos (1909); luego de una reunión de los periodistas católicos se agruparon en la asociación llamada Prensa Católica Nacional (1909); en algunos lugares del occidente y del centro del país se instauraron también unas cooperativas de préstamos y ahorros sistema Raiffeisen; por su parte, los jesuitas organizaron a las mujeres y a los jóvenes en la Unión de Damas Católicas (1912) y en la Asociación Católica de la Juventud Mexicana (1913). Por si todo esto fuera poco, unos días antes de la renuncia del presidente Díaz surgió el Partido Católico Nacional (1911) que fue sin duda la institución más novedosa y beligerante. Empero es menester hablar también de las diversas reuniones que tuvieron en los primeros tres lustros del siglo xx, ya que hubo congresos católicos, congresos agrícolas y semanas sociales. Los congresos católicos empezaron casi al mismo tiempo que -el campanazo político- pues se celebró el primero en Puebla en 1903. A éste siguieron los congresos de Morelia (1904), Guadalajara (1906) y Oaxaca (1909). Hubo también tres congresos agrícolas: dos en Tulancingo (1904 y 1905) y uno en Zamora (1906). Las Semanas Sociales se efectuaron en León (1908), en la Ciudad de México (1909 y 1910) y en Zacatecas (1912). Las poblaciones donde se celebraron estas diversas reuniones sugieren la existencia de un eje geopolítico católico que abarcó las regiones centrales, occidentales y del sur del país; hacia el norte, fue en el estado de Chihuahua donde más florecieron las agrupaciones católicas. Además, las diversas reuniones que tuvieron los católicos no sólo contribuyeron a agruparlos, sino también a diferenciarlos. En efecto, al igual que en otros grupos políticos o politizados las opciones de los católicos tuvieron una gran diversidad, de modo que convivieron y se enfrentaron a las diversas corrientes que se disputaban la primacía al interior del catolicismo. Así, del tradicionalismo católico que apoyaba a las monarquías, se pasó al catolicismo liberal, al catolicismo social y aún a la democracia cristiana. En 1912, al iniciarse los trabajos de la xxvi Legislatura, Ramón Prida, presidente de la comisión instaladora, llamó a la tribuna a los representantes de las “las cuatro ideas políticas” que estaban representadas en la nueva Cámara. Una de ellas era la del Partido Católico Nacional (PCN). Entre las organizaciones católicas surgió una corriente que, como en Europa, estuvo dispuesta a aceptar el republicanismo, la legitimidad del sufragio popular y la relativa separación de la Iglesia y el Estado. El maderismo, a pesar de su corta duración, aceptó las propuestas de estas corrientes católicas, y así lo hizo saber el mismo Madero a los integrantes del PCN. Sin embargo, los católicos demócratas y promaderistas hubieron de enfrentarse con sus propios correligionarios tradicionalistas o monarquistas, y desde luego con sus adversarios políticos. Luego del asesinato del presidente Francisco I. Madero en febrero de 1913, el PCN y todas las organizaciones católicas se encontraron en un verdadero predicamento. El apoyo directo o indirecto a Victoriano Huerta de ciertos sectores católicos fue el inicio de la cortina de humo y de una verdadera leyenda negra. La cortina ha sido tan densa que hasta la fecha no se ha disipado del todo. Y esto a pesar de que hubo sectores francamente antihuertistas dentro de la Iglesia y del PCN, de que pagaron con la cárcel sus diferencias, y de que el primer grito de ¡Viva Cristo Rey! que se oyó en el nuevo siglo fue contra Huerta, y no contra Obregón o Calles. Pero el problema principal del PCN fue que no postuló a Huerta como su candidato en las elecciones de octubre de 1913, sino a Federico Gamboa como presidente y a Emilio Rascón como vicepresidente. Éste fue el golpe final: enemistado Huerta con el PCN por haberle negado su apoyo, y acusados por los constitucionalistas de legitimar al régimen espurio por participar en las elecciones, quedaron aislados y anatematizados. A propósito de esto Gabriel Zaíd escribe:
La pedriza contra el Partido Católico (que lo sepultó en algo peor que la leyenda negra creada por los carrancistas: el silencio de los historiadores sobre el movimiento insólito y significativo) se explica por dos razones. En primer lugar, por el susto político: Después de tantos años de persecución, nadie esperaba el resurgimiento católico. En segundo lugar, por el jacobinismo de muchos revolucionarios. La revolución venía del norte: del norte liberal hasta la apertura maderista, que veía como aliados a los católicos más abiertos del centro del país; pero también del norte jacobino hasta la saña sanguinaria de Calles contra los mochos del centro del país.[4]
En efecto, la expectativa general que se tenía, tanto desde dentro de la Iglesia como desde fuera, era que los católicos no retomarían el camino de la política, sino de la piedad y de las tradicionales actividades caritativas. Este fue el motivo por el cual un considerable número de obispos mexicanos no estuvieron de acuerdo ni con el Partido Católico Nacional, ni con las actividades del catolicismo social y de la primera democracia cristiana. Es por ello también que fallaron los pronósticos de Ignacio Manuel Altamirano y del mismo Justo Sierra que habían pensado que ni el guadalupanismo sería utilizado políticamente, ni el catolicismo volvería a inspirar movimiento político alguno.
2. La Iglesia y la Revolución Mexicana
La leyenda negra y el susto político, muy cercanos aún en el tiempo, actuaron sobre los constituyentes más radicales de 1917, que limitaron y proscribieron diversas actividades de los católicos y que incluso establecieron ya no sólo la educación libre sino laica, y que además negaron personalidad jurídica a las Iglesias, prohibieron el periodismo confesional y que las agrupaciones políticas hicieran alusiones a alguna religión. Tal como lo dio a entender Francisco J. Múgica, antiguo seminarista, en el Congreso constituyente, tres serían los terrenos en que había que combatir al clero, al que consideraba “el más funesto y el más perverso enemigo de la patria”: el educativo, el político y el social[5]. Sólo quedaba exento un terreno particularmente preferido por los católicos: el laboral. Y de él se había ocupado el Congreso constituyente al promulgar el artículo 123. Éste fue el único campo en que no se sintieron agraviados los católicos, antes al contrario, reclamaron la paternidad de ese artículo al considerarlo inspirado en la encíclica Rerum Novarum y en todas las propuestas que habían hecho en los años anteriores a través de sus diversas reuniones, opciones y organizaciones sociales y laborales. Sin embargo, aún con una legislación en contra, el primer decenio posterior a la Constitución de 1917 los católicos mexicanos pudieron rehacer sus antiguas actividades. Entre éstas sobresalieron la Confederación Nacional Católica del Trabajo, la Liga Católica Campesina, la Unión Nacional de Padres de Familia y los Caballeros de Colón. También se reactivaron dos agrupaciones anteriores: la Asociación Católica de la Juventud Mexicana y la Unión de Damas Católicas. Incluso hubo un intento de retomar las vías de la opción política al constituirse la Liga Social Popular y luego el Partido Nacional Republicano. Estas dos agrupaciones reunieron a algunos de los antiguos integrantes del Partido Católico Nacional, y volvieron a tomar el lema de éste último, pero suprimiendo el primero de sus términos - “Dios”- y quedándose sólo con “Patria y libertad”. También repitieron algunas de las reuniones de los años anteriores al celebrar la Semana Social de Puebla, el Curso Social Agrícola Zapopano, el Congreso Nacional Obrero en Guadalajara, y en la capital de la República el Congreso Eucarístico Nacional. Ya para entonces, habían regresado a México todos los obispos que se habían ausentado o habían sido expulsados durante los primeros años de la Revolución. Una de las primeras actividades conjuntas de los obispos fue la fundación del Secretariado Social Mexicano en 1922 para que fuera éste el que coordinara y organizara a los católicos. Para dirigirlo fue nombrado el jesuita Alfredo Méndez Medina quien contaba con una gran experiencia en cuestiones sociales y quien había expuesto en una reunión de trabajadores católicos -la Dieta de Zamora-, un plan coherente de organización católica en 1913. Casi diez años después sus propuestas eran aún más pertinentes pues la movilización popular que propició la Revolución les caía a los católicos como anillo al dedo. Se puede decir entonces que durante los dos primeros periodos presidenciales posteriores a la Constitución de 1917, y a pesar de los inevitables conflictos, las actividades de los católicos fueron respetadas, o si se quiere toleradas, tanto por Venustiano Carraza como por Álvaro Obregón. Desde luego que durante los años de 1917 a 1924 hubo variados enfrentamientos entre los católicos y los partidarios del gobierno y la Revolución, como fue el bombardeo al cerro del Cubilete, la represión de una manifestación en Morelia, el atentado contra la imagen de la Virgen de Guadalupe en el Tepeyac, la expulsión del delegado apostólico monseñor Ernesto Filippi, y las frecuentes provocaciones de la gobiernista Confederación Regional Obrera Mexicana (CROM). Además de todo ello, agraviaron a los católicos las conductas anticlericales de algunos gobernadores como Guadalupe Zuno en Jalisco, Francisco J. Múgica en Michoacán y, sobretodo, Tomás Garrido Canabal en Tabasco. Sin embargo, todo ello se puede considerar eventos aislados frente a lo que esperaba a los católicos con el advenimiento a la presidencia de Plutarco Elías Calles. Como bien lo ha mostrado Jean Meyer, Calles consideró a los católicos como enemigos porque se oponían a su poder absoluto, en el momento de ascenso de los autoritarismos y en medio de las graves crisis políticas que afrontó, tanto con los militares inconformes como con los Estados Unidos.[6]Calles tomó posesión de la presidencia en diciembre de 1924, y medio año después firmó la Ley reglamentaria del artículo 130 constitucional y de otros artículos referentes a cuestiones religiosas, que se conoce también como la Ley Calles. Ya para entonces habían aumentado los agravios contra los católicos y esta reglamentación era aún más insidiosa. Para entonces la CROM había alentado la aparición de una Iglesia cismática a cargo del patriarca Joaquín Pérez, hubo también destierro de obispos, expulsión de sacerdotes extranjeros, clausura de seminarios y de lugares privados de culto, limitación del número de sacerdotes y de templos en que se podía oficiar, conversión de iglesias en “escuelas racionalistas”, supresión de las escuelas católicas. Una de las respuestas más organizadas de los católicos fue la instauración de la Liga Nacional de Defensa de la Libertad Religiosa, quienes por todo el país organizaron boicots; y otra fue la de los obispos quienes decretaron la suspensión de los cultos para el 31 de julio de 1926, coincidiendo con la fecha en que entraba en vigor la Ley Calles. Unos meses después la Liga eligió la vía armada como respuesta al gobierno callista, iniciándose así la guerra cristera. Durante tres años, grupos de católicos armados enfrentaron al ejército federal por diversas partes de México, especialmente por aquellas de los estados del centro, del occidente y algunas regiones cercanas del norte. La lucha fue cruenta y, aunque desigual, puso de manifiesto la hondura de la fe de los mexicanos de ese tiempo, tanto de los campesinos que, sin duda formaron la fuerza de los ejércitos cristeros, como de los hombres, mujeres y jóvenes de las ciudades. Considerados por los católicos como mártires, algunos de los que murieron en esos años han sido recientemente beatificados y canonizados por la Iglesia. Entre todos ellos sobresalen Miguel Agustín Pro, jesuita, y el abogado jalisciense Anacleto González Flores. En 1928 en pleno conflicto religioso, el asesinato del presidente electo Álvaro Obregón a manos de un militante católico, agravó los problemas, no sólo entre los católicos y el gobierno, sino entre obregonistas y callistas. En diciembre de 1928, Emilio Portes Gil tomó posesión como presidente interno, y dos meses después debió de enfrentar, por un lado la rebelión de dos generales obregonistas y, por el otro, la intensa campaña política de José Vasconcelos. Manipulando hábilmente la buena fe de los obispos Leopoldo Ruiz y Flores y Pascual Díaz y con la ayuda del Embajador de los Estados Unidos Dwight W. Morrow, Portes Gil propuso a los obispos llegar a un acuerdo para terminar con la guerra. En el curso de poco más de una semana se estableció el modus vivendi entre la Iglesia en el Estado mexicano, en un momento en que los cristeros se encontraban irreductibles al poder militar e, incluso, habían logrado contactos con Vasconcelos. Para muchos de los beligerantes, incluidos algunos obispos, los así llamados “arreglos” -“si arreglos pueden llamarse”, dijo mes y medio después más de algún obispo- fueron un engaño político, una burla de Portes Gil, una actitud autoritaria de los obispos y casi una traición a los principios católicos, pues los combatientes comprometidos y las opiniones de los miembros de la Liga no fueron tomadas en cuenta. Es más, luego del licenciamiento de los cristeros, cundieron los abusos, los asesinatos y las venganzas contra ellos. Ya a mediados de 1925, antes de que desatara el conflicto, Nemesio García Naranjo, haciéndose eco de los preceptos liberales anunció que perseguir a la Iglesia era prestarle “un favor extraordinario”, de la cual saldría beneficiada. Sin embargo, aunque muchos de los creyentes pensaron que el regreso del culto y la apertura de los templos era un triunfo de la Iglesia, la verdad era que ésta salía poco beneficiada de la crisis pues ahora no la tendría sólo con el Estado, sino con muchos de sus fieles, así fueran los más leales y que habían expuesto su vida y sus bienes para defenderla de un gobierno al que consideraban autoritario y espurio. De hecho un grupo de católicos volvieron a tomar las armas entre 1932 y 1938 en lo que llamaron “la segunda” pues para entonces el gobierno implantó nuevas políticas anticlericales. Esta nueva oleada anticlerical dio la razón a quienes se opusieron a los arreglos, quienes hubieron de replegarse y someterse a los dictados de pacificación y obediencia de la jerarquía, y también a un nuevo modo de ejercer el apostolado. En efecto, casi al mismo tiempo que se acordaban en México los “arreglos”, la Iglesia abandonaba paulatinamente el proyecto de reformas a través de los laicos y de sus organizaciones sociales y políticas. Optaba ahora por entablar directamente con los Estados estatutos jurídicos o políticos que pudieran desembocar en concordatos. Así lo había hecho a principios de ese año de 1929, nada menos que con el gobierno italiano, terminando con ello la llamada cuestión romana. Pero por otra parte, había también instaurado una nueva forma de actividad y de apostolado: la Acción Católica. En ésta los clérigos volverían a tomar los puestos directivos y sería la jerarquía quien debería dictar las normas y los criterios. Justamente para “no ser de nuevo desbordada por el laicado”, como bien lo afirma José M. Romero, la Acción Católica fue definida como “la participación de los seglares en el apostolado de la jerarquía eclesiástica para la cristianización de la sociedad”, por encima de todo compromiso político.[7] De este modo, el Estado autoritario mexicano quedó sólo frente a la sociedad y emprendió el proceso de consolidación política. No hubo prácticamente contrapeso alguno proveniente de las tradicionales y añejas fuerzas políticas del país. Ya ni los católicos, ni los anarcosindicalistas, ni los mismos liberales pudieron rehacer sus opciones autónomas. Así como la Iglesia agrupó en una sola institución a sus militantes, el Estado mexicano los agrupó en el régimen de partido único. Los disidentes del Estado de cualquier corriente fueron a dar, en el mejor de los casos, al extranjero, y en el peor al reclusorio de las Islas Marías. Sin duda, que la postura de la Iglesia y de los católicos –incluidos quienes habían optado por la lucha armada-, tenía sin duda su ingrediente de tradicionalismo y clericalismo; pero también se oponían a un Estado que no sólo se presentaba como defensor de la laicidad o impulsor del laicismo, sino como vigilante de la religiosidad y opresor del catolicismo. No sabemos si un virtual triunfo de los cristeros o aún del vasconcelismo hubiese empeorado la situación nacional; como tampoco sabemos si ese triunfo hubiese reducido el autoritarismo mexicano, moderado el presidencialismo, liberalizado los movimientos obreros, controlado la corrupción, evitado la despolitización y la falta de pluralidad en la vida pública y democratizado a la sociedad. La Iglesia por su parte, al preferir la contemporización al derecho tomó el atajo del menor esfuerzo, regresó a las sacristías y optó por no promover organizaciones laicales libres y maduras. El precio que, para el Estado y para la Iglesia, tuvieron estas seleccionesaún no acabamos de aquilatarlo y entenderlo pues esas opciones están aún, a principios del siglo xxi, en proceso de modificación. Y si bien hay ya diversidad de partidos y opciones políticas, el partido que fue único no acaba de transformarse y la Iglesia mexicana surgida de los arreglos no acaba de reformarse. Ambos hunden sus raíces en el primer tercio del siglo xx, ambos son importantes para la vida pública de México; pero mientras no se ajusten a las nuevas demandas de la sociedad, ésta no saldrá beneficiada.
3. Conciliación y reformas
En realidad el periodo conflictivo fue menor a los veinte años ya que, para 1938, vinieron tiempos nuevos de reconciliación. Tanto la expropiación petrolera (1938) como el inicio de la segunda guerra mundial (1939), y otros acontecimientos nacionales y extranjeros hicieron que la sociedad mexicana experimentara un intenso proceso de reacomodo y de mayor armonía. No quiere esto decir que de parte de los católicos se hubiesen olvidado los viejos agravios, pero no así de parte de la Iglesia jerárquica. De parte de los primeros sí hubo intentos de oponerse políticamente al Estado de diferentes formas. Se debe recordar a la Unión Nacional Sinarquista en 1937 y al Partido Acción Nacional fundado en 1939. Por otra parte, el Secretariado Social Mexicano a quien en un principio le fue confiada la fundación de la Acción Católica, logró volver sobre sus antiguos objetivos sociales, e incluso políticos, sobre todo cuando lo dirigió el padre Pedro Velázquez. Sin embargo, a pesar de todos los esfuerzos los obreros se fueron aislando paulatinamente de las organizaciones católicas y ya no fueron manzana de la discordia entre la Iglesia y el Estado. Quizá en el único terrero donde no desapareció el enfrentamiento fue en el escolar: control excesivo de parte de la Secretaría de Educación Pública y sus inspectores, instauración del libro de texto gratuito, propuestas de educación sexual. Es por ello que se puede hablar de un acuerdo tácito entre las fuerzas opuestas. La Iglesia pudo seguir actuando en el terreno educativo, en algunos medios rurales, en las ciudades y atendiendo preferentemente a los grupos medios y altos de la sociedad; y el Estado se reservó los obreros, los campesinos, los grupos marginales, los maestros, los militares y desde luego a sus propios trabajadores. Al menos hasta 1988, este fue el panorama general. A partir de esta fecha -con el importante antecedente del movimiento estudiantil de 1968-, la sociedad mexicana experimentó un proceso de mayor movilización y participación cívica, política y social. Ya para 1988 habían pasado cinco décadas de reformulación de los proyectos tanto del Estado como de la Iglesia. Por parte de la Iglesia, había habido importantes movimientos de reformas en aspectos litúrgicos, bíblicos, pastorales, dogmáticos e historiográficos. Además se replanteó la manera como el catolicismo debía relacionarse con la ciencia, con la sociedad y con los diferentes regímenes políticos. Estos movimientos reformistas desembocaron en el Concilio Vaticano ii (1962-1965) que, a su vez, promovió cambios en América Latina, particularmente con la reunión de Medellín en 1968. Por parte del Estado mexicano se había logrado una gran estabilidad política basada en una férrea y jerárquica disciplina al interior del partido único, a un dominio absoluto de las elecciones para evitar que la disidencia, o cualesquiera de los otros partidos políticos llegaran al poder. Para lograr esa estabilidad se hicieron desaparecer prácticamente a todos los partidos regionales, y se toleraron las tradicionales fuerzas disidentes en tres partidos nacionales: el ya nombrado Partido Acción Nacional, el Partido Popular Socialista y el Partido Auténtico de la Revolución Mexicana. Por otra parte, el país había logrado también una no siempre estable, pero al fin una destacada posición económica bajo lo que se llamó “la rectoría del Estado”. Con respecto a la Iglesia, el Estado mexicano dejó de lado la intransigencia, y aún en terreno educativo fue poco a poco aflojando el puño: se multiplicaron las escuelas de los religiosos, nacieron universidades católicas, los hijos de los políticos asistieron a escuelas abiertamente confesionales, de las cuales algunos de ellos eran ex alumnos. Quizá el cambio más significativo por parte del Estado fue la modificación de su discurso al abandonar las tesis tradicionales sobre las que sustentaba su legitimidad, es decir las tesis de la Revolución institucionalizada. Y esto en un momento en que el gobierno electo ese año de 1988 llegaba al poder con una gran carga de ilegitimidad, pues se cuestionó fuertemente el proceso electoral, y se habló profusamente del fraude justificado en “la caída del sistema”. Para desligarse del discurso y del proyecto fundamentado en el así llamado pasado revolucionario, el gobierno en turno se orientó hacia el exterior, habló de una nueva alianza entre la sociedad y el Estado basada en lo que llamó la solidaridad, se proyectó hacia la liberalización de la economía, y congruente con todo ello habló de modernización de los procesos sociopolíticos y jurídicos que enmarcaban la vida mexicana. Fue en este contexto que algunos de los más altos integrantes de la jerarquía eclesiástica fueron invitados a la toma de posesión del presidente Carlos Salinas de Gortari. Este fue el inicio de un proceso de acercamiento entre el Estado y la Iglesia que ya había tenido antecedentes como la visita del presidente Luis Echeverría al Vaticano en 1974, o la primera visita del papa Juan Pablo ii a México en 1979. Otro de los hitos de la reformulación de relaciones fue el nombramiento de representantes personales del presidente mexicano en El Vaticano, y de un representante papal en México. Pero el más definitivo fue la aprobación de la reforma constitucional a los artículos conflictivos entre el Estado y la Iglesia en México. A mediados de diciembre de 1991, las reformas fueron aprobadas por la Cámara de Diputados, y luego de seguir el proceso de discusión en el Senado y por las legislaturas estatales se publicaron en el Diario Oficial a fines de enero del año siguiente. Unos meses después, en julio de 1992, fue aprobada la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público, que por cierto no fue del agrado de muchos de los obispos. Pero lo que cerró el proceso fue sin duda el establecimiento de relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y el Estado mexicano en septiembre de ese año. Todavía el papa viajaría varias veces más a México y los presidentes mexicanos harían lo propio al Vaticano.
Epílogo
Los cinco lustros posteriores a la reforma constitucional con respecto a la Iglesia -y también a las otras iglesias-, no han estado exentos de resistencias, desacuerdos y discusiones que, en ocasiones recuerdan las viejas rivalidades del pasado y parecen ser los polvos de aquellos lodos. Todo ello es parte de la conflictiva y azarosa historia de la Iglesia en México, de la que hablaba el padre José Bravo Ugarte. Pero es parte también de la gran laguna que ha hecho que la sociedad mexicana no acabe aún de encontrar una vida política armónica, madura y coherente. Y no porque la Iglesia de suyo sea parte de la sociedad política, sino porque por su propia constitución tiene una relación con la política en sentido general por medio de una autoconsciente referencia hacia el bien común.[8] Desde luego que hay voces que han pretendido alejarla de esta circunstancia invocando la historia, las leyes, el juarismo y los conflictos del pasado. Pero ciertamente la Iglesia no tiene que ver hoy con la sociedad política, pero sí con la vida social y cultural de México. Es más tiene un compromiso con la sociedad mexicana que va más allá de cuestiones partidarias y que se refieren al desarrollo general del país en varios sentidos. Por otra parte, como bien lo ha analizado Enrique Krauze, la vida política del país tiene una estructura católica que, aunque se desconozca, es parte de su pasado, de su presente y de sus proyectos de futuro. Comentando a Richard Morse, Krauze habló de la permanencia actual del México desdeñado y excluido de la versión liberal y revolucionaria de la historia nacional. Luego de analizar a Morse, Krauze llegó a la conclusión de que las raíces políticas de México no eran liberales sino fundamentadas sobre el pensamiento de un “padre fundador un poco más antiguo”, Santo Tomás de Aquino; de que las constituciones mexicanas eran un avatar de las Leyes de Indias y el presidente mexicano un “monarca Habsburgo extraviado en el siglo xx”; de que la arquitectura política del país estaba hecha para durar no para cambiar; y de que el partido único era una estructura corporativa con todo y sus gremios y cofradías; hasta el recóndito sentido del término “Revolución institucional” le pareció transparente, pues era el mismo diseño estático de Iberia en el siglo xvii.[9] Es por ello que el antagonismo entre la Iglesia y el Estado, y entre los jacobinos y los llamados radicales blancos se explica no porque unos fueran liberales y estatistas, y los otros clericales e intransigentes, sino porque ambos eran mexicanos. Es decir, hombres pertenecientes a la misma estructura de poder y resultado de la misma cultura política original: jerárquica, autoritaria, intransigente, corporativa y patrimonial. En otras palabras, el enfrentamiento entre el Estado y la Iglesia en México se originó no sólo porque ambas instituciones hayan sido muy diferentes, sino porque en el fondo eran muy iguales. Es por ello que desde mediados del siglo xix parece existir el traslape de una especie de religiosidad secularizada que, embona con el nacionalismo como factor de unidad psicosocial, y también un histórico reemplazo de la intolerancia religiosa de antaño a la intolerancia política del siglo xx. Lo paradójico que se presenta a principios del siglo xxi, es el acceso al poder de un gobierno que, independientemente de su desempeño, no se legitimó ni en el antiguo partido liberal ni en la Revolución Mexicana, sino en el voto popular que obtuvo con gran suficiencia, mostrándose con ello más moderno, democrático y republicano. Y lo paradójico es que este gobierno provino del Partido Acción Nacional que ha sido considerado como conservador durante mucho tiempo por sus adversarios de otros partidos, saliendo a relucir con ello las ficciones y aberraciones de la historia política mexicana. Por si fuera poco quien presidió ese gobierno, Vicente Fox y algunos de sus colaboradores, se mostraron abiertamente católicos por su observancia religiosa, por su discurso, e incluso por manifestaciones provocadoras. Todo esto ha vuelto a traer al tapete de la discusión asuntos como los límites de la práctica personal de la religión para los políticos, la esencia de la libertad religiosa y de la libertad de expresión y el laicismo histórico del Estado mexicano ya sesquicentenario. Se ha recurrido en forma indiscriminada a la personalidad del presidente Benito Juárez, a la vigencia de las Leyes de Reforma, a la prescripción de la separación de la Iglesia y el Estado, a los antiguos conflictos sangrientos que la memoria histórica no olvida y a los añejos ideales y principios liberales. Sin embargo, el problema es más complejo porque es más antiguo, y ha estado lleno de intransigencias, de ficciones, de paréntesis, de contemporizaciones. Hoy los hechos históricos vuelven por sus fueros, tanto los del pasado lejano, como los del intermedio y los del más inmediato, ya que son cinco siglos de historia acumulada. Hoy un nuevo proyecto de nación deberá ver ese pasado conflictivo entre la Iglesia y el Estado; pero es la sociedad mexicana la que deberá decidir sobre su futuro, ya no los gobernantes o los eclesiásticos. Por ello es menester replantear la pretendida representatividad de los clérigos, como la de los integrantes de las Cámaras que legislan sobre cuestiones religiosas; y desde luego, hacer una revisión histórica de la representatividad de los constituyentes de 1857 y 1917 para llegar a tener más elementos explicativos de las contrariedades del pasado. Y además se deberán integrar nuevas cuestiones, como la naturaleza misma de la religiosidad que va más allá, tanto de la práctica personal como de la institución eclesiástica, y tiene que ver con la cultura general de una sociedad; y desde luego es necesario considerar la existencia de otras confesiones religiosas y la complejidad de las regiones del país, donde la historia y la vida social adquieren otra dimensión. Es por ello que hoy el impacto secularizador del pasado -reformista o revolucionario-, que enfrentó entre sí la tradicional esencia cultural y religiosa de la sociedad mexicana con cuestiones de poder, de modernidad y de control público en que se debatieron las fuerzas políticas del país, deberá sin duda, ser analizado de otra manera por las nuevas generaciones de mexicanos. [1] Doctor en historia por El Colegio de México, investigador de El Colegio de la Frontera Norte y profesor del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Autónoma de Tamaulipas. Es miembro de la Academia Mexicana de la Historia y autor de numerosas publicaciones con temas relativos a la historia reciente de la Iglesia en México. [2] Conferencia presentada durante la xiii Reunión de Historiadores de México, Estados Unidos y Canadá, sostenida del 26 al 30 de octubre de 2010 en Santiago de Querétaro. [3] François X. Guerra, México: del antiguo régimen a la Revolución, vol. 1, FCE, México, 1985, 224.
[4] Gabriel Zaid, “Muerte y resurrección de la cultura católica”, Vuelta 156, México 1989, 11.
[5] En José Miguel Romero de Solís, El aguijón del espíritu, IMDOSOC, El Colegio de Michoacán, Archivo Histórico del Municipio de Colima, Universidad de Colima, México, 2006, 241.
[6] Jean Meyer, La cristiada: el conflicto entre el Estado y la Iglesia, México, Clío, México 1997, 24ss. [7]José Miguel Romero, El aguijón…, 413.
[8] Véase uno de los más recientes documentos de la Congregación para la Doctrina de la Fe firmada por el entonces cardenal Joseph Ratzinger, ahora Papa Benedicto xvi, titulado “El compromiso y la conducta de los católicos en la vida política”, (24.xi.2002), Ediciones Paulinas, México 2003. [9] Enrique Krauze, “Claves de Morse”, en Richard Morse, Resonancias del Nuevo Mundo, Vuelta, México 1995, ii y iii. |