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Presentación de la obra Miguel Palomar y Vizcarra. Católico militante (1880-1968)

 

Ulises Iñiguez Mendoza[1]

 

En el marco de la xliv Feria Municipal del Libro y la Cultura ‘Jorge Manzano, S.I.’, se presentó en Guadalajara, la noche del miércoles 9 de mayo del 2012, un texto de Enrique Lira Soria auspiciado por el Departamento de Estudios Históricos de la Arquidiócesis de Guadalajara y el Ayuntamiento tapatío

 

El libro de Enrique Lira constituye tanto una incursión en un fondo documental de extraordinaria importancia, como un primer acercamiento biográfico al personaje que lo formó: Miguel Palomar y Vizcarra. Este acervo se ubica actualmente en los archivos de la Universidad Nacional Autónoma de México, de donde es egresado el autor.

Antes de conocer con mayor detalle la vida y obra del biografiado, gracias a la publicación que esta noche presentamos, yo tenía grabada en la memoria una hermosa frase proveniente de una entrevista que él concedió a mediados de los sesenta a la historiadora Alicia Olivera. Eran los años en los que el tema de la guerra cristera apenas comenzaba a emerger, luego de un silencio historiográfico de varias décadas.

En esa plática informal, Palomar y Vizcarra condensaba en estas palabras, a mi parecer con absoluta veracidad, el carácter genuinamente popular del levantamiento cristero: “El movimiento armado entre los católicos en ese momento, brotó como brotan las plantas cuando hay sol y cuando hay lluvia [...]. No importaban mucho las probabilidades de éxito. El éxito no consistía en derrocar al gobierno, sino en conquistar la libertad de la Iglesia. Se trataba de sacrificio... de muerte”.

No obstante, la relevancia del personaje, a lo largo de una serie de acciones y participaciones en muy diversas empresas de profunda raíz católica, venía de mucho tiempo antes del conflicto religioso de 1926-1929 y habría de resonar décadas después. Una ojeada al índice del libro nos proporciona una visión panorámica de la amplitud y variedad de estas tareas: su involucramiento en el movimiento del catolicismo social mexicano, a partir de la encíclica Rerum Novarum, en 1891; sus gestiones en la formación del Partido Católico Nacional, a fines del Porfiriato y durante la breve primavera maderista, así como su intensa actividad legislativa como diputado por dicho partido; la persecución de que fue objeto en el segundo lustro de la década de 1910, en el escenario crecientemente conflictivo de las relaciones entre la Iglesia católica y el Estado revolucionario; la participación notable, una vez más, de Palomar y Vizcarra, ahora dirigente de la Liga (LNDLR), tanto en la fase previa a la guerra cristera como en la lucha armada. El papel de esta organización, de Miguel Palomar y de sus jefes principales, por cierto, habría de ser desde entonces sumamente controvertido.

Atractivo como suele serlo, y muy abundante en las librerías, el género biográfico-histórico tiene también sus detractores. Pero sin que la Historia pueda reducirse a los retratos de sus próceres, tampoco podemos olvidar que en momentos cruciales ciertas personalidades juegan un papel de tal influencia que marcan de manera indeleble el rumbo de los acontecimientos. Creo, como ha escrito Enrique Krauze, que en muchas ocasiones son los caudillos quienes encarnan las tensiones históricas de un país. México, en buena medida, puede ajustarse a esta fórmula, un “país carlyleano por excelencia”, como afirma Krauze, haciendo referencia al historiador británico Thomas Carlyle, creyente fervoroso, quizá excesivo, en los héroes y caudillos.

Como precursor del catolicismo social y de la democracia cristiana en México, me parece que Miguel Palomar y Vizcarra bien puede considerarse como un caudillo ideológico del conservadurismo católico mexicano, siempre matizando y poniendo en cursivas el término conservadurismo. ¿Qué clase de caudillo? Como lo define el padre Abel Castillo en las primeras páginas del texto, un reformista católico, más allá del calificativo fácil de conservador o de contrarrevolucionario, como suele etiquetarse a esta vertiente de pensamiento. Por otra parte, ante la imprescindible tarea de conocer no sólo a la facción triunfante –documentada con toda amplitud en las diversas historias oficiales–, sino también a los protagonistas del bando derrotado, el trabajo de Enrique  Lira Soria se suma a esa tarea postergada por mucho tiempo: sacar a estas figuras de la oscuridad historiográfica a la que fueron condenadas, y estudiarlos desde una perspectiva más equilibrada.

Este libro se vincula asimismo, de manera muy estrecha, con el primero editado por el Departamento de Estudios Históricos de esta Arquidiócesis en 2008, titulado Católicos prácticos con sentido social, de la autoría del Dr. Francisco Barbosa, una selección de textos originalmente escritos entre 1903 y 1912, tanto por clérigos como por seglares y que ofrecen una buena muestra de lo que los católicos de avanzada pensaban sobre la problemática agraria y obrera del momento. El texto más extenso de esa antología se debe precisamente a Palomar y Vizcarra, sobre el que fue quizá su proyecto más querido: las cajas rurales de préstamos y ahorros, bajo el sistema llamado “Raiffeisen” (por el cooperativista alemán que las creó, Friedrich Wilhelm Raiffeisen); genuina novedad en su época, se trataba de sociedades cooperativas que se adaptaron a México “con el objetivo de fungir como bancos regionales. Su propósito era dar protección a los pequeños agricultores mexicanos [...]”, evitando los préstamos a las altas tasas de usura establecidas por los prestamistas habituales: los grandes terratenientes y comerciantes.

Si bien sólo unas pocas alcanzaron a funcionar, ya que la Revolución de 1910 lo impidió, fue en Jalisco por cierto, en Tapalpa y en Arandas, donde se instalaron las primeras. Durante la década de los veinte alcanzarían mayor difusión, si bien restringidas sólo a los fieles católicos de la parroquia.

No menos notable fue la actividad política de Miguel Palomar, sobre todo en el terreno legislativo. En las elecciones federales de 1911, el Partido Católico se adjudicó cuatro senadurías y 29 diputaciones para el Congreso de la Unión, así como cuatro gubernaturas (Jalisco entre ellas). En los comicios locales, Palomar resultó electo diputado ante el Congreso de Jalisco, y no hay exageración en decir que las iniciativas de ley más avanzadas se debieron a los diputados católicos de entonces. Las circunstancias eran caóticas y no todas alcanzaron a concretarse; entraron en vigor, por ejemplo, la popularmente llamada “Ley del banco”, [cito] “que obligaba a los dueños de establecimientos comerciales a poner bancos para que sus empleados tomaran tiempos de descanso” durante el horario de trabajo. La “Ley del Bien de Familia”, en cambio, fue combatida por los terratenientes “por su carácter revolucionario”, nos dice el autor; preveía dicha ley entregar una extensión de 500 acres a cada campesino desposeído, que se tomarían de las tierras ociosas de las haciendas, o bien de tierras federales. Los latifundistas, de acuerdo al documento citado, habrían impedido su entrada en vigor a través del fraude electoral que impidió a Palomar reelegirse. Vale la pena subrayar, para contradecir documentalmente las fáciles y falsas asociaciones ideológicas, que esta de suerte de “radicalismo católico” –luego enfrentado sin remedio al radicalismo revolucionario– se oponía de modo categórico a los abusos de los latifundistas.

Pero pese a ser tan intensa y diversa esa trayectoria vital, no se agota aquí. Todavía aguardaban a Miguel Palomar otros cometidos que habría de asumir como una responsabilidad ineludible [cito una carta incluida en el último capítulo del libro de Enrique Lira]: “me he propuesto llevar a efecto como misión de los últimos años de mi vida reivindicar la santa memoria de los cristeros, y el honor de aquéllos que nos consagramos a la defensa de las esencias de la patria mexicana”.

De estas breves líneas puede deducirse con claridad que, tan profundamente implicado como estuvo en la lucha cristera, su labor historiográfica no resultaría imparcial ni objetiva. Escribió profusamente sobre el tema: artículos, folletos, libros, dictó asimismo conferencias para distintas organizaciones católicas conservadoras. Pero marcado por su propia experiencia y una línea de pensamiento radical, más que buscar entender el conflicto en su complejidad, lo abordó, como el resto de su obra, “con una concepción apocalíptica de la historia”, llegando a sostener “que el conflicto religioso y la guerra cristera, fueron designios que la Divina Providencia reservó para la Iglesia y el pueblo católico de México” (pp. 107-108).

De ese mismo perfil ideológico derivaba Palomar y Vizcarra una conclusión compartida en bloque por muchos otros historiadores radicalmente clericales. Para todos ellos, el protestantismo y la masonería estadounidenses, a los que Palomar llama en conjunto “la Bestia”, se habrían propuesto “eliminar a la Iglesia para borrar del pueblo mexicano la fe en Cristo” (p. 108). En esta faceta, nuestro biografiado venía a constituirse como parte de esa otra Historia de México, la de raíz y convicciones conservadoras –por decirlo de una manera demasiado esquemática– contrapartida de la historiografía oficial dominante.

En esta línea argumentativa, hay páginas del libro en que la interpretación de nuestra Historia por parte del autor, en concreto la persecución religiosa emprendida por Carranza y sus generales (pp. 60-61), viene a ser idéntica a la de Palomar y Vizcarra: coincidencia de puntos de vista entre biógrafo y biografiado. Así, la obsesión anticlerical carrancista, más que atribuirla a la disputa por la supremacía política que enfrentó a Iglesia y Estado, o al controvertido apoyo de aquélla al régimen de Victoriano Huerta, la explica Enrique Lira por la presión del gobierno y de los capitalistas norteamericanos sobre el gobierno de México, con la consigna de someter al clero católico a cambio de apoyo económico. En realidad, la relación entre Carranza y los Estados Unidos fue mucho más compleja que la sugerida por Lira, y muchos más los momentos de áspero conflicto entre el nacionalismo del Primer Jefe y el expansionismo norteamericano

 

***

Finalmente, hay que subrayar la deuda adquirida por los historiadores de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, con Palomar y Vizcarra: haber logrado traer a México los archivos de la Liga que se encontraban en Roma; y la donación a la Universidad Nacional, como ya se dijo, tanto de sus archivos propios como de otros conjuntos documentales que le cedieron anónimos participantes en la lucha cristera.

Este acervo bien puede dar lugar a otro buen número de investigaciones sobre temas similares, del mismo modo en que me parece que, si bien el trabajo pionero de Enrique Lira –su tesis de Licenciatura, por cierto–, continúa una línea historiográfica pendiente, la gran biografía de Palomar y Vizcarra podría estar todavía por escribirse.



[1] Profesor e investigador en el Departamento de Historia de la Universidad de Guadalajara, Maestro en Historia, doctorando por el Colegio de Michoacán, miembro del Departamento de Estudios Históricos de la Arquidiócesis de Guadalajara.

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