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Noticias varias de la vida y muerte de monseñor José de Jesús Ortiz y Rodríguez

 

 

Al cumplirse un siglo del tránsito a la vida eterna del cuarto arzobispo de Guadalajara, se reproducen tres textos, de hechura y destino diverso. En primer lugar, una crónica de su rápido deceso; luego, una loa de alambicado y retórico lenguaje en la que no obstante, se insinúan con claridad los quebrantos que debió afrontar el obispo cuando reformó la vida interna del Seminario, separando al Menor del Mayor; finalmente, una breve semblanza divulgada poco después de su muerte, en una publicación periódica, la cual refleja el perfil señero que dejó entre sus contemporáneos monseñor Ortiz[1]

 

i

Extinxit[2]

 

Era miércoles cuando se nos informó que nuestro ilustrísimo prelado habíase por vez última postrado gravemente en el lecho del dolor. Increíble a primera vista pareció esto a nosotros, por haberlo visto un día antes llevar en triunfo al Dios hostia por los corrillos de nuestro Seminario en la fiesta del “Corpus”.

Desde luego, ofreciéronse aquí por intención de él todas las obras buenas y piadosas del mes al Corazón deífico, y a este mismo propósito varias veces en nuestro oratorio doméstico expúsose al Divinísimo.

Aun no transcurrían ocho días de la postración de su ilustrísima cuando la siempre inexorable muerte vino con férrea mano a segar una vida para nosotros tan estimable. El duelo entró luego a esta casa enlutando con negras gasas los balcones y los pórticos, y suprimiendo por unos días las clases cotidianas.

El cadáver no fue abandonado ni un solo instante por los seminaristas que iban en grupos, de día y noche, a custodiarlo y a cuidar el buen orden de la muchedumbre.

A las honras fúnebres celebradas el día 22, como a las vísperas a ellas precedentes, asistió el Seminario ocupando un lugar de preferencia. Un día después acompañamos los mortales despojos de nuestro extingo prelado hasta dejarlos en su tumba en que depositamos la flor inmarcesible del recuerdo salpicada con unas de aquellas lágrimas amargas que brotan de un corazón atribulado y huérfano.

 

ii

In memoriam patris

 

¡Cómo ha caído el fuerte de Israel, el guardián de la herencia del Señor, el pastor de estas ovejas, el padre de estos hijos a su sombra nacidos y criados a su noble arrimo! Nubes de luto, llorad sobre la tierra vuestras lágrimas y cubrid de lúgubres crespones nuestro cielo; no se oiga música de fiesta ni canto de alegría, y sólo, sí, los gemidos de un pueblo que llora, como los hijos de Jacob sobre la tumba de Samuel.

Nuestro Seminario está de luto, porque hemos perdido al que era nuestro padre, nuestro pastor, nuestro obispo; porque el ilustre prelado, bajando al sepulcro, ha dejado vacía esta gloriosa sede jalisciense. ¡Cómo ha caído el fuerte! ¡Cómo se ha paralizado el brazo que con acierto nos dirigió por el recto camino de la Ley del Señor! ¡Ha muerto…! ¡Pero ha muerto como valiente, como grande, como santo! Fue mártir oculto del cumplimiento del deber, y por eso murió en medio de la lucha, sin dejar su puesto, sin perder su valor y entereza; fue pastor que por el bien de sus ovejas dio su vida; padre que nunca nos olvidó, que se sacrificó por nosotros, que nos tuvo siempre en su corazón y fuimos objeto de sus desvelos. Seamos justos: el señor Ortiz, como otro Macabeo, se levantó con fuerza y energía del cielo a combatir a nuestros enemigos, saliendo siempre victorioso. ¿Quién podrá contar las luchas amargas que tuvo que sostener contra propios y extraños, por hacer que reinara y en todo se observara el Espíritu de la Iglesia en este Seminario; porque se acrecentara y conservara con toda fuerza y libertad de cosas del mundo, la santa vocación? ¡Qué fortaleza la suya en rechazar el mal; qué cuidado y eficacia en procurarnos lo que habíamos menester! ¡Cómo ha caído el fuerte en medio del combate! ¡Lloradle como Israel lloró sobre el cadáver del Macabeo!

¿Quién ignora sus desvelos por esta parte tan querida de su rebaño? Por tener a sus seminaristas guardados y protegidos en este santo redil, en este Seminario, olvidaba su descanso, sacrificaba su gusto, consumía sus rentas; por darnos vida, dio la suya… ¡Ah, todavía nos parece verlo llevando en sus manos al Dios oculto, al Dios del Amor y de Paz… ¡Aun nos parece verlo, con mano temblorosa llevando el Santísimo Sacramento por los ambulatorios de nuestra casa, el día de la fiesta de nuestro corazón… El amor, que en el augusto sacramento nos traía, le daba fuerzas; después no pudo más; ya estaba herido, ya tenía puesto un pie en los umbrales del sepulcro; la eternidad lo atraía y el ángel de la muerte desplegaba ya sus alas de noche tenebrosa, y esgrimía su guadaña destructora sobre su cabeza venerable. Nos fue arrebatado como al triste Eliseo le fuera su maestro: “Y Eliseo le veía y gritaba: Padre mío, padre mío, carro de Israel y conductor suyo. Y no le vio más y asió de sus vestidos y rasgólos en dos partes!”.

¡Ha muerto nuestro padre, nuestro pastor, y nuestros ojos lloran sin consuelo y se vuelven tristes al lugar donde descansan sus restos mortales… están durmiendo el sueño de los justos y esperando la gloriosa resurrección!

Descansa, buen pastor; vivirás en nuestros corazones; rogaremos por ti… ¡Ah, nuestras voces se pierden en el sepulcro, y el silencio de la tumba, de ellas nos vuelve tan sólo ese eco solemne, ese eco imponente y mudo que viene de muy lejos, de allá de lo eterno!

Requiescat in pace

iii

Ilustrísimo y reverendísimo señor licenciado don José de Jesús Ortiz, arzobispo de Guadalajara

 

Tenemos a honra, y muy grande por cierto, presentar aunque sea en unas cuantas líneas, la historia de uno de los más insignes prelados de la Iglesia mexicana, del ilustrísimo señor licenciado don José de Jesús Ortiz, primer obispo de Chihuahua, que acaba de morir, siendo arzobispo de Guadalajara.

Nació en Pátzcuaro, Estado de Michoacán, que ha dado hombres de gran mérito a la religión y a la patria, el 29 de noviembre de 1849. Fueron sus padres el señor coronel don Jesús Ortiz y la señora doña Dolores Rodríguez. El doctor Nicolás León afirma que el ilustrísimo señor Ortiz es descendiente de los reyes tarascos, entre los que se cuenta el infortunado Caltzonzin.

A pesar de haber hecho sus estudios en el Colegio de San Nicolás de Hidalgo, de Morelia, donde ya habían fecundado las funestas doctrinas de la revolución francesa, hasta 1863, las enseñanzas de su cristiana madre lo sostuvieron en la lucha de la luz contra el espíritu de las tinieblas.

En 1864 entró en el Seminario de Morelia a cursar Física, aprovechándose de tal manera, que llegó a ser profesor de esa ciencia. Fue su maestro el ilustre doctor don Agustín Abarca, honra y prez de Michoacán.

Vino a México en 1867 a continuar su carrera y en 1870 recibía, con aplauso unánime, el título de abogado. De vuelta en Morelia para ejercer su profesión, ingresó al Seminario como profesor de Física. Allí se sintió con vocación para el sacerdocio.

El 8 de diciembre de 1875 recibió la tonsura y las cuatro órdenes menores: el subdiaconado el 23 de julio de 1876, y el diaconado el 25 del mismo mes. El domingo de Pasión de 1877 fue ordenado presbítero por el ilustrísimo señor Árciga.

Por su vasta instrucción se le encomendaron las cátedras de Rúbricas y Derecho canónico, llegando a ser vicerrector del Seminario en 1880.

En los primeros días de marzo de 1884 obtuvo el nombramiento de prebendado de la santa Iglesia Catedral de Morelia, llegando a ser  Provisor y Vicario General del arzobispado en 1888.

Corría el año de 1891 y el Vicario de Jesucristo en la tierra, fijó su paternal mirada sobre la inmensa porción del rebaño de Cristo, que forma el más grande de los Estados de la República mexicana, como lo es el de Chihuahua, y éste fue erigido en obispado en 23 de junio de ese año. El entonces Gobernador de la Sagrada Mitra de la Iglesia Michoacana, fue el destinado por su Santidad León xiii para regir los destinos de la nueva Iglesia y el señor Ortiz fue preconizado primer obispo de Chihuahua el 15 de junio de 1893.

Su consagración tuvo lugar en la catedral de Morelia el día 10 de septiembre del propio año.

Ofició en el solemnísimo acto, como consagrante, el ilustrísimo y reverendísimo señor doctor don José Ignacio Árciga, y como asistentes los ilustrísimos señores doctor don Rafael S. Camacho y licenciado don Francisco Melitón Vargas, obispos de Querétaro y Puebla, respectivamente.

La recepción que se le hizo en Chihuahua fue verdaderamente espléndida y hará época en los fastos de la historia de aquel hospitalario y rico Estado fronterizo.

Aquí dejamos la palabra a uno de sus biógrafos, quien, hablando del ilustrísimo señor Ortiz, dice:

 

Su primer cuidado fue, después de consagrar a María Santísima de Guadalupe y al Sagrado Corazón de Jesús la Iglesia de Chihuahua, visitar su extensísima diócesis. A este fin emprendió su viaje a Ciudad Juárez, a Paso del Norte, punto limítrofe hacia el Norte de la Diócesis de Chihuahua; visitó El Parral, Jiménez, etcétera, etcétera, sin que le hubiera sido posible llegar hasta el lejano punto limítrofe hacia el sur, donde está la línea divisoria entre Sinaloa y Chihuahua, llamado Guadalupe y Calvo.

En otras pastorales visitas recorrió su ilustrísima la Alta y Baja Tarahumara en busca de sus indios, sufriendo a veces un frío tan intenso, que llegaba a congelar el vino que llevaba consigo para la misa y durmiendo en el campo, en improvisadas tiendas de campaña; hasta que después de penosísimas jornadas llegó su ilustrísima a Batopilas y tocó hasta el límite de su obispado con el de Sonora hacia el poniente. En esta visita tuvo el celoso pastor de la grey chihuahuense, motivos de júbilo que no dejaron de indemnizarle de los trabajos y fatigas, pues veía llegar hacia él turbas de indios tarahumares, llevando a su cabeza al Gobernadorcillo o cacique, quien llamaba a los suyos diciendo: “¡Huérega! ¡Huérega! Sapucare, nareraqui anio”, es decir: “¡Ven! ¡Ven! Con prisa besa el anillo pastoral”, cosa que indica lo dispuestos que están a la fe los abandonados tarahumares y la confianza que tienen en los ministros del Señor, pues a los blancos los ven con prevención, pero al señor Ortiz encontró en ellos el amor de hijos.

Obsequiáronle entonces con el espectáculo de sus juegos favoritos: las carreras a pie y jugando la pelota”

 

En mayo de 1895 asistió a la consagración del señor doctor don Santiago Zubiría, que tuvo lugar en la capital de Durango el día 12 del citado mes y al año siguiente volvió de nuevo a la metrópoli duranguense para asistir al Concilio Provincial de Durango, que tuvo lugar en los meses de septiembre a octubre.

En abril de 1899 salió de su diócesis con el fin de embarcarse para la Ciudad Eterna, donde debía verificarse el Concilio Plenario Latinoamericano, al que asistió como uno de sus padres, acompañándole en su viaje el señor subdiácono don Guillermo Álvarez.

Cedamos de nuevo la palabra a uno de sus biógrafos, al ilustrado presbítero Antonio de los Ángeles, quien se expresa en estos términos:

 

Durante su permanencia en Roma,  el ilustrísimo señor Ortiz procuró para sus queridos diocesanos cuantas gracias espirituales pudo acopiar; y al tener la dicha de ser recibido por su Santidad León xiii, pidió para su Iglesia y para sus hijos la bendición apostólica.

A su regreso trajo consigo preciosas reliquias: un fragmento de la Santa Cruz, con que enriqueció a la catedral de Chihuahua, y un fragmento del cráneo del Angélico doctor santo Tomás de Aquino, que destinó al Seminario Conciliar.

En el rancho de Santa Rosalía, se encontraba el prelado misionero, cuando recibió el telegrama en que se le anunciaba que el Santo Padre León xiii con fecha 3 de septiembre de 1901 lo elegía para regir los destinos de la arquidiócesis de Guadalajara.

 

Muchas e importantes obras le debió la diócesis de Chihuahua, entre ellas varias asociaciones de caridad, el orfanatorio para niñas y la fundación del Seminario Conciliar.

Narrar la gestión piadosa del ilustrísimo señor Ortiz, durante los diez años, seis meses, trece días que estuvo al frente de la Arquidiócesis Jalisciense, nos sería imposible; pero señalaremos los hechos más importantes, que pondrán de manifiesto su talento y altas virtudes.

El 4 de enero de 1902 hizo su arribo a Guadalajara, que lo recibió con desbordante entusiasmo; dos días más tarde, le fue impuesto solemnemente el palio por el ilustrísimo señor  Silva, arzobispo de Michoacán, y terminada la ceremonia, tomó posesión de la Mitra.

Nuestro ilustre biografiado, con un celo verdaderamente apostólico, empezó a atender la enseñanza parroquial, dejándola en el estado de esplendor en que se encuentra. Desde luego, y con fondos propios del ilustrísimo señor doctor don Jacinto López, fundó la Escuela Normal Católica, la cual después ensanchó de su peculio el ilustrísimo señor Ortiz.

Más tarde, el 29 de junio de 1904, fundó el periódico católico El Regional, dotándolo de todo lo indispensable para su mejor desarrollo y no parando aquí su empeño por la difusión de la buena prensa, dio vida a otras muchas publicaciones, poniendo especial atención en la necesidad de fomentar los más sanos principios entre la clase obrera en general.

Su acción caritativa la extendió paternalmente a todos los hospitales católicos, pero de preferente manera a los de la Santísima Trinidad, San Camilo y Nuestra Señora de Guadalupe, proporcionando fondos de propio peculio a los últimos, a fin de fomentarlos, dotándolos de cuanto bueno pudo para su mejor servicio; más su atención no sólo se limitó a su Metrópoli, sino que la extendió solícitamente a todas las parroquias de la arquidiócesis, introduciendo bienhechoras reformas en las asociaciones piadosas para que sus frutos fueran más seguros.

El 5 de agosto de 1904 coronó solemnemente en su santuario a la imagen de Nuestra Señora de San Juan y celebró de una manera fastuosa, en todo el arzobispado, el 50 aniversario de la declaración dogmática de la Inmaculada Concepción.

En octubre de 1906 llevó a feliz término el Primer Congreso Eucarístico Nacional, al que asistieron los más distinguidos prelados de la Iglesia mexicana, presididos por el excelentísimo señor delegado apostólico, doctor don José Ridolffi. Durante las sesiones se trataron muchos problemas importantes, figurando entre estos el de fomentar el culto al Santísimo Sacramento.

Iniciador fue también y protector decidido de las sociedades mutualistas de obreros, a las cuáles consagró esmeradísimos cuidados, pues comprendió toda la importancia de esta obra católico social.

La Sociedad de Obreros Católicos, la fundó el día 16 de mayo de 1912 y la de Obreras el 19 de diciembre de 1909, poniendo de manifiesto el entrañable cariño personal que sentía por estas clases de la sociedad.

Patrocinó, como hemos dicho, todas las instituciones de caridad, entre ellas el Orfanatorio de Nuestra Señora de la Luz, el de la Preciosa Sangre y otras.

Aprobó e inauguró la Corte de Honor de Caballeros y Damas de Santa María de Guadalupe, así como la Liga de Profesoras.

Consagró a los ilustrísimos señores Amador  Velasco, Ignacio Placencia, Jaime de Anesagasti y Miguel M. de la Mora.

Asistió a la coronación de la imagen de Nuestra Señora de la Salud de Pátzcuaro y de Nuestra Señora de la Luz en León.

Supo mantener con una prudencia digna de admiración, relaciones amistosas con el gobierno civil.

Su espíritu de caridad fue grande, habiéndose desprendido hasta de sus bienes particulares para atender a las necesidades de sus diocesanos. Personalmente acudió a consolar y aliviar espiritual y físicamente las necesidades de los habitantes de Ciudad Guzmán, destruida en parte por los terremotos del 7 de junio de 1911, y siempre puso en práctica su desmedida caridad cuando circunstancias análogas lo exigían.

Durante su gobierno se construyeron varias iglesias en la arquidiócesis; se fabricó la magnífica cúpula y se decoró el Sagrario Metropolitano; se mejoraron otras muchas y de sus propios fondos, en conmemoración del primer centenario de la Independencia, regaló a la catedral el magnífico reloj carrillón con que cuenta.

Finalmente, visitó su arquidiócesis varias veces, hasta las parroquias más apartadas y puso especial empeño y cuidado en la educación y moralización del clero.

El 19 de junio del presente año, el  Señor se dignó llamar para sí a tan digno pastor, quien murió con la paz y tranquilidad del justo, rodeado de su familia y clero, a las 2.10 de la tarde, víctima de una antigua enfermedad del corazón, en su ciudad arzobispal.



[1] Tomado de El Centro. Revista católico-social, año ii, México, agosto 15 de 1912, número 4, pp. 92-95.

[2] Este y el texto siguiente, están tomados de Voz de Aliento, boletín de los cuatro seminarios de la arquidiócesis y de las escuelas a ella anexas, redactado por los alumnos, número 19, Guadalajara, julio 12 de 1912, pp.394-395.

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