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Iglesia, Estado y sociedad: la Revolución Mexicana y la defensa del estado laico, 1917-1924

 

María Gabriela Aguirre Cristiani[1]

 

 

El estudio que se divulga a continuación, contextualiza, desde una perspectiva social, los paradigmas que impulsaron el estatalismo presidencialista impuesto a rajatabla por la Asamblea Constituyente de Querétaro de 1916, la cual, como es sabido, congregó no a los representantes del pueblo de México, sino a los militantes de una facción política de abierta postura anticlerical[2]

 

1.      La Constitución de 1917 y la cuestión religiosa

 

El 1 de diciembre de 1916 se iniciaron las sesiones formales del Congreso Constituyente. Venustiano Carranza, en su carácter de Primer Jefe del Ejército Constitucionalista y Encargado del Poder Ejecutivo de la Unión, apareció en la sala del Teatro Iturbide, en donde dio lectura al proyecto de reformas a la Constitución de 1857 que, según sus propias palabras, tendría como objetivo lo siguiente:

 

....conservar intacto el espíritu liberal y la forma de gobierno que suscribía la Constitución de 1857 y que las reformas sólo se reducirían a quitarle lo que la hacía inaplicable, a suplir sus deficiencias, a dispar la oscuridad de algunos preceptos y a limpiarla de todas las reformas que evitarían otra posible dictadura.[3]

 

Cuando la comisión de Reformas empezó a presentar los dictámenes de los primeros artículos, comenzó a ratificarse que el proyecto del Primer Jefe no incluía las reformas sustanciales que debían dar respuesta a los problemas sociales surgidos durante la lucha armada y que era necesario encauzar a fin de evitar futuros levantamientos que volvieran a poner en crisis al gobierno recién constituido y obstaculizaran su labor de reconstrucción nacional y, sobre todo, de garantizar y legitimar al nuevo Estado.[4]

El artículo 3° referente a la educación y presentado a la Asamblea el 11 de diciembre, fue el primero que ocasionó diferencias y uno de los debates más controversiales entre los diputados. En él se plantearon diversas opiniones, que hicieron aún más patente la división que existía en el seno del Congreso.[5]

El 11 de diciembre fue leído el artículo 3° del proyecto de reformas a la Constitución de 1857 propuesto por Venustiano Carranza, que decía: “habrá plena libertad de enseñanza; pero será laica la que se dé en los establecimientos oficiales de educación, y gratuita la enseñanza primaria superior y elemental [sic], que se imparta en los mismos establecimientos”. Esta proposición fue rechazada por la Comisión de Reformas a la Constitución, argumentando que: “no estaba allí... todo el radicalismo que [necesitaba] la Constitución para salvar al país; porque la Comisión vio que en esa plena libertad de enseñanza que presentaba el Primer Jefe, no había... suficiente garantía, no para la libertad, que [la Comisión] no [había] querido atacar, ni ataca, ni permitirá que se ataque jamás; sino que la Comisión vio un peligro inminente porque se entregaba el derecho del hombre al clero, porque se le entregaba... algo más sagrado, algo de lo que no podemos disponer nunca y que tenemos necesidad de defender: la conciencia del niño, la conciencia inerme del adolescente...”[6]

Por lo anterior, la Comisión presentó, a su vez, un nuevo artículo en el que se ampliaron y radicalizaron algunas ideas. Consideró que además de tener plena libertad de enseñanza, la educación debería de ser laica no sólo en las escuelas oficiales sino también en las particulares; que ninguna persona perteneciente a corporación religiosa alguna podía establecer, dirigir, o enseñar; además, que la educación primaria sería obligatoria para todos los mexicanos y gratuita en los establecimientos oficiales, y que las escuelas primarias particulares sólo podían establecerse sujetándose a la vigilancia del gobierno.[7]

En cuanto al sentido de la palabra laica, ésta debía entenderse como neutral, es decir, “la enseñanza ajena a toda creencia religiosa, la enseñanza que transmite la verdad y desengaña del error inspirándose en un criterio rigurosamente científico”, ya que bien conocida era la participación de la Iglesia en la enseñanza y la enorme influencia que ejercía.[8]

En el debate sobre este artículo intervinieron a favor de la propuesta carrancista tanto el diputado por Tamaulipas, Pedro Chapa como Félix Palavicini, diputado por Tabasco. Ambos hicieron ver que el artículo propuesto por la Comisión era contradictorio, pues por un lado se hablaba de plena libertad, para luego coartarla al prohibir a toda persona perteneciente a cualquier corporación religiosa enseñar en ningún colegio, aspecto que a su vez contradecían el título primero de la Constitución referente a las garantías individuales, que eran la base esencial del pensamiento de todos los congresistas. Pese a su importante retórica el artículo 3° quedó casi tal como lo presentó inicialmente la Comisión, y fue aprobado por mayoría (99 votos contra 58) el 16 de diciembre. Cabe destacar que ésta fue una de las votaciones más cerradas del Congreso.[9]

 

2.      Relaciones entre el Estado y la Iglesia

 

El 27 de enero de 1917, se pusieron a discusión y se aprobaron, tras acaloradas intervenciones, los artículos 24 y 129 (este último pasó a la Constitución como el 130). El primero se refería a la libertad de creencias religiosas, y el segundo, a la facultad de los poderes federales para intervenir en todo lo relacionado al culto religioso.

Cabe hacer notar que durante los debates surgieron las más serias contradicciones en el seno de la Asamblea, ya que quedó demostrado que los diputados radicales pugnaban por limitar la libertad del ser humano en muchos aspectos del dogma católico, porque lo consideraban “inmoral y represor” y creían que la religión católica era “el verdadero cáncer de la sociedad”, enfermedad que era necesario extirpar con toda una serie de restricciones; entre tanto, los moderados luchaban por mantener las ideas del liberalismo clásico, que sostenían la necesidad de respetar la libertad del individuo a toda costa.[10]

Finalmente y con las diferencias que existieron, el artículo 24 fue aprobado por mayoría, con una votación muy cerrada. Este artículo además de establecer la libertad de creencia religiosa estableció que todo acto religioso debía celebrarse dentro de los templos. Aspecto muy importante porque prohibía el culto externo, una práctica católica muy común como en su momento lo fueron las peregrinaciones y las fiestas populares de carácter religioso.[11]

Ese mismo día se puso en debate el dictamen de la comisión sobre el artículo 129, en el que ya no sólo se reiteró la separación de los poderes sino que se hizo aún más explícita la supremacía del Estado sobre la Iglesia, pues se especificó que: “Los ministros de los cultos [serían] considerados como personas que ejercen una profesión y [que estarían] directamente sujetos a las leyes que sobre la materia se dicten”. Además, se les negó personalidad jurídica a las iglesias y corporaciones religiosas, para quitarles su carácter colectivo frente al Estado, y se reglamentaron las actividades políticas de los sacerdotes para impedir que con su poder moral influyeran decisivamente en la vida política de la Nación, negándoseles también el voto activo y pasivo en los periodos de elecciones. También quedó asentado que las legislaturas de los estados serían las únicas autoridades facultadas para determinar, según las necesidades locales, el número máximo de los ministros de los cultos.[12]

Otra importante restricción para la Iglesia, retomada de la Constitución de 1857 y que mayor disgusto causó a la jerarquía eclesiástica porque tocó el delicado punto de la propiedad, quedó asentada en la fracción ii del artículo 27 que reiteró “la prohibición a las asociaciones religiosas denominadas iglesias de tener capacidad para adquirir, poseer o administrar bienes raíces, o capitales impuestos sobre ellos”; dejando claro que los capitales que tuvieran en ese momento “por sí o por interpósita persona”, pasarían al dominio de la Nación sustrayéndole con esto una de sus fuentes más importantes de riqueza, ya que bien conocida era su actividad en ese terreno.[13]

En relación al tema religioso el constituyente prohibió la existencia de órdenes monásticas bajo el argumento de que el Estado no podía permitir que se llevara a efecto ningún contrato, pacto, o convenio que ocasionara la pérdida de la libertad del hombre.[14]

Quizá debido a la brevedad del tiempo, este artículo no presentó tantas objeciones y diferencias como el 24 y fue aprobado por unanimidad en la madrugada del 28 de enero.[15]

Con estos significativos cambios, el nuevo marco jurídico fortaleció al Estado revolucionario redefiniendo el papel de la Iglesia en la sociedad en un contexto en el que esta institución religiosa perdió sus facultades para seguir actuando en el campo educativo y político, quedando delimitada su función a la esfera exclusivamente de lo privado.

En la base de todos estos elementos, que significaron un importante avance en la construcción de un Estado fuerte, se encontraba una convicción profundamente laica, resultado de una experiencia histórica cuyo antecedente inmediato fue la Constitución de 1857. Este laicismo, no obstante, tuvo que ver más con una postura anticlerical que con la defensa de la libertad de creencias. Era evidente que el Estado de la Revolución no podría coexistir con una Iglesia que continuaba teniendo atribuciones que correspondían al orden civil y no al eclesiástico. El ejemplo más claro fue la educación. Se requería del control de ésta por parte del nuevo Estado para crear un discurso homogeneizador capaz de otorgar una identidad nacional a la sociedad mexicana, como en su momento la Iglesia lo llegó a representar.

Como consecuencia de ello, en el futuro no se lograría una relación armónica entre el Estado y la Iglesia, pues en esencia el Constituyente no sólo acotó las facultades de la institución religiosa, sino que incluso la desconoció jurídicamente. Ello provocó, como era de esperarse, una respuesta de la jerarquía católica a la recién promulgada Carta Magna. Sin embargo, en el corto plazo la relación pasó por un proceso de “tolerancia simulada” en el que ambas partes tuvieron que coexistir por así convenir a sus intereses. Desde la perspectiva de la Iglesia prevaleció cierta dosis de prudencia con el fin de lograr el retorno de los prelados en el exilio, y poder retomar su labor eclesiástica. Por su parte el gobierno de Carranza también buscó la concordia en aras de no crear otro frente enemigo al ya debilitado poder presidencial, ante la ambiciosa postura de los militares por ocupar la silla presidencial. En este escenario, la Constitución de 1917 no tuvo los alcances inmediatos que evidenciaran el espíritu por el cual fue promulgada; en los hechos pareció existir un acuerdo tácito entre Estado-Iglesia, en el que sin derogar los preceptos constitucionales, no se observó un interés del gobierno federal por hacerlos cumplir. Esta coyuntura la aprovechó la jerarquía católica utilizando nuevas formas de supervivencia en donde los laicos empezaron a jugar un papel protagónico en la defensa del catolicismo social.[16]

Esta fase fue corta pero fructífera para la Iglesia. Duró de 1917 a 1924, tiempo en el que los católicos se reorganizaron en varios frentes para defender lo que consideraron no estaba a discusión: la libertad de cultos. Libertad que la Constitución formalizó pero que, en los hechos, se percibió como un medio para debilitar a la religión católica.

 

3.      Participación de los laicos en el proyecto social de la Iglesia

 

En palabras del papa Pío x[17], la participación de los laicos era de suma importancia debido a la existencia de peligros mayores que amenazaban no sólo a la patria sino en general al pueblo cristiano. Entre estos peligros se encontraban, la escuela laica, la prensa liberal y socialista, los espectáculos inmorales y las agrupaciones obreras laicas o socialistas, los cuales intentaban “arrancar el sentido religioso” a la sociedad.[18] De esta manera, la acción católica debía concebirse como el “esfuerzo combinado de los seglares católicos, con la debida subordinación a la autoridad eclesiástica, para restaurar el orden social cristiano por todos los medios justos y oportunos de acuerdo con los principios del Evangelio”.[19] Es decir, había que restaurar a Cristo Jesús en la familia, en la escuela y en la sociedad, y una forma de hacerlo era a través de la cooperación de las asociaciones laicas guiadas por la autoridad eclesiástica, e inspiradas en el catolicismo social.

A diferencia de las sociedades de beneficencia, las asociaciones de acción social tenían como fin el “prevenir aquellos males que se derivaban de la falta de organización social” agrupando a los individuos y otorgándoles un auxilio permanente que les permitiese vivir en armonía y alcanzar un mayor bienestar social.[20] En otras palabras, este tipo de organizaciones laicas tenían como fin coadyuvar a la solución del problema social, creando conciencia de que la alternativa era seguir los principios católicos de amor, caridad y justicia para mejorar su condición de vida.

Bajo este enfoque[21] fue que surgieron importantes agrupaciones de perfil netamente seglar, que si bien su origen data de principios del siglo xx, su importancia se dejó ver en los años veinte.

Sobresalieron la Unión de Damas Católicas (UDCM), la Asociación Católica de la Juventud Mexicana (ACJM) y los Caballeros de Colón, la Confederación Nacional Católica del Trabajo y la Unión Nacional de Padres de Familia, entre otras.

 

A.     Unión de Damas Católicas

 

El 1 de septiembre de 1920 salió a la luz el primer número de la revista La Dama Católica cuyo director, Carlos Junco, escribió en la página editorial que la finalidad de la misma era “estudiar y exponer bajo un criterio netamente católico los complicadísimos problemas sociales contemporáneos y proponer soluciones prácticas para los mismos”; finalizó diciendo que se debía “trabajar en la acción social y en ella tenía su puesto muy importante la mujer”.[22]

La aparición de esta publicación mensual dejaba ver que la “Asociación de Damas Católicas Mejicanas”, fundada en la Ciudad de México en 1912, había logrado sobrevivir a la Revolución y que para los inicios de la década de los veinte parecía experimentar su resurgimiento. En efecto, en el transcurso de 1920, el arzobispo José Mora y del Río reorganizó a las “Damas Católicas” estableciendo el “Centro Regional de México” mismo que a partir de entonces se denominó “Unión de Damas Católicas Mejicanas”.[23]

Según nos lo hace saber La Dama Católica, la organización interna de este centro funcionó a través de “secciones de trabajo” independientes, unas de otras, pero subordinadas a un asesor eclesiástico. Bajo la dirección de los padres Nicolás Corona y Leopoldo Icaza se fueron constituyendo estas “secciones” a lo largo de 1920 y 1921.[24]    Entre las principales estuvieron las siguientes:[25] sección de extensión, catequística, de prensa, de escuelas, de entronización al sagrado corazón de Jesús y de seminario.

En 1921 se ampliaron las secciones del Centro Regional de México con la fundación de una sección de apoyo a la Asociación Católica de la Juventud Mexicana (ACJM) y la sección de trabajo y moralidad; la primera, se destinó a apoyar a los jóvenes católicos pagando, entre otras cosas, el alquiler de su “Centro de Estudios”, y la segunda fundó una “Academia” para las mujeres que constituían la “Unión Profesional de Empleadas Católicas”, en donde un gran número de ellas recibieron clases nocturnas de religión, piano, taquigrafía, mecanografía, aritmética, lengua castellana, inglés, etcétera, llegándose a impartir un total de ochenta y cinco clases.[26]

Cada una de estas “secciones” contó con un asesor eclesiástico y con una mesa directiva compuesta por una presidenta, una vicepresidenta, una secretaria y una tesorera. Por lo general las reuniones de organización de la sección se llevaban a cabo en casa de una de las socias, no así, las reuniones de carácter de acción social; éstas se efectuaban, como ya se dijo, en la capilla de Guadalupe con la presencia del asesor eclesiástico, quien finalmente daba los lineamientos a seguir.

A partir de diciembre de 1921 se presentó una nueva sección en la revista: “Las Damas en la República” donde daba cuenta de los principales trabajos realizados por ellas en las distintas regiones del país y, además, hacía del conocimiento público la aparición de nuevos centros regionales.[27] A través de este apartado se observa su activa participación en el campo de la acción social, así como la indiscutible presencia que tuvieron a nivel nacional. De hecho, entre 1921 y 1925, se lograron fundar centros regionales en todas las diócesis del país involucrando a veintidós mil ochocientas ochenta y cinco socias.[28] Sobre este desarrollo habría que aclarar que, a pesar de que cada centro regional operó de manera independiente, para su reconocimiento como tal, requirió de la aprobación del Centro General cuyo director eclesiástico honorífico fue el arzobispo José Mora y del Río.

Del 6 al 11 de noviembre de 1922 se llevó a cabo en el salón de actos del Consejo de Guadalupe de los Caballeros de Colón (calle de Motolinía), el Primer Congreso Nacional de la Unión de las Damas Católicas.

La importancia de este primer congreso radicó en la diversidad de asuntos que se analizaron dejando ver el papel estratégico que la mujer católica tenía en su compromiso por la acción social. De esta manera sobresalieron los siguientes temas:[29]

 

·         Reivindicación del derecho de libertad de enseñanza.

·         Organización del magisterio católico.

·         Moralización de modas y bailes.

·         Defensa de la mujer.

·         Defensa de la joven.

·         Moralización de cines y teatros.

·         Apostolado catequístico.

·         Moralización del soldado.

·         Bibliotecas populares.

·         Fundación de un diario católico.

·         Extensión de la UDCM.

·         Instrucción religiosa.

·         Bibliotecas en los cuarteles.

·         Moralización de los presos. Entronización y movimiento nacional a Cristo Rey en el Cerro del Cubilete.

·         Organización de la caridad.

·         El día de la esposa.

·         Escuelas-granjas.

·         Propagación de La Dama Católica.

 

Como podemos observar, los aspectos analizados en este congreso reflejan la enorme preocupación de la Iglesia católica por detener o por lo menos neutralizar el proceso de secularización y modernización que estaba experimentado la sociedad mexicana; así, la jerarquía eclesiástica no contaba con mejor recurso que difundir su doctrina a través de la influencia que pudiesen tener las “Damas más distinguidas de la sociedad.” De esta manera, la Unión de Damas Católicas se convirtió en un importante interlocutor de la Iglesia para promover el orden social cristiano e impedir la construcción de un estado laico. Cuatro fueron los rubros en los que se notó una mayor presencia de esta Unión:

·         En la educación, mediante el apoyo a las escuelas católicas y el combate al artículo 3°. Constitucional.

·         En la religión, difundiendo y promoviendo su enseñanza en los niños.

·         En la diversión, condenando el cine, el baile y la moda por ser indecentes e inmorales.[30]

·         En la sociedad en general, presentando por medio de su imagen el modo de vida católico.

Su acción no debe subestimarse pues hasta donde La Dama Católica nos informa, su lema Restaurarlo todo en Cristo trascendió en la sociedad mexicana de entonces.

 

B.     Asociación Católica de la Juventud Mexicana (ACJM)[31]

 

Bajo el liderazgo de la Compañía de Jesús, nació en 1913, la Asociación Católica de la Juventud Mexicana; si bien, en su origen se constituyó con el nombre de “Centro de Estudiantes Católicos”, en un lapso breve adoptó las siglas por las que fue identificada esta agrupación: ACJM.

Como “Centro de Estudiantes” fue el jesuita Carlos María de Heredia quien estuvo a cargo de este proyecto consiguiendo incluso, el apoyo económico de las Damas Católicas para la renta de su local. Sin embargo, la presencia de este padre fue corta; le sucedió quien acabaría siendo su “autor intelectual”: el padre Bernardo Bergóend, también perteneciente a la Compañía de Jesús.[32]

En efecto, con la llegada de este jesuita, el susodicho “Centro de Estudiantes” se convirtió en el grupo fundador de la ACJM, con la idea de hacer de él un espacio en el que la juventud pudiese prepararse bajo una formación religiosa, social y cívica que le permitiese restaurar el orden social cristiano. En otras palabras, se trataba de promover la acción social católica en los jóvenes mexicanos para que estuviesen preparados y, en su caso, pudiesen defender la libertad religiosa, que no era otra cosa que la defensa de la religión católica.

Para llevar a cabo estos ideales, el padre Bergóend estableció tres principios básicos a seguir: la piedad, el estudio y la acción. La piedad implicaba una “obediencia filial” a la ley de Dios. El estudio perseguía la formación intelectual, moral y social de los miembros para lo cual se implantó el sistema, entonces poco conocido, de “círculo de estudios” privilegiándose la instrucción religiosa y la cuestión social en todas sus manifestaciones como materias de mayor interés.   También fueron objeto de estudio la historia de México, la oratoria, el periodismo y la filosofía.[33] Finalmente, el tercer principio, la acción, de enorme importancia pues de ella dependía la razón de ser de la Asociación: la restauración del orden social cristiano.

El 15 de noviembre de 1913 la nueva Asociación dio a conocer sus estatutos en cuya redacción también participó el activo padre Alfredo Méndez Medina. De ellos, cabría destacar los siguientes:

1.      La ACJM era una agrupación de carácter exclusivamente social.

2.      El lema que adoptaría sería: Por Dios y por La Patria.

 

Sus fines eran:

·         El mejoramiento moral, intelectual, físico y económico de la clase estudiantil.

·         La formación de apóstoles que trabajasen por la restauración del orden social cristiano.

·         El fomento de las obras católico-sociales.

 

Con estos planteamientos se inició la acción católica en la juventud mexicana con miras a formar jóvenes defensores del proyecto eclesiástico. Y, si bien es cierto que en sus inicios los grupos de acejoteameros que se llegaron a formar se enfocaron básicamente al estudio, su finalidad fue la acción social y así lo hizo ver el padre Bergóend en el cuarto número del boletín de la ACJM, Juventud Católica: la asociación -dijo el padre- no era una agrupación formada de tan sólo círculos de estudio, aunque reconoció que sin ellos no podía ser lo que era; agregó que su necesidad se fundaba en razones de orden general. Es decir, “la asociación era, ante todo, escuela de formación; preparaba por medio de la piedad, del estudio y de la acción a grupos escogidos de jóvenes que trataban de penetrarse hondamente de lo que era el sentir católico y por consiguiente de lo que era el sentir social”.[34]

Un ejemplo de esta misión se empezó a observar a principios de 1920 cuando el propio padre Bergóend pensó en la creación de una liga de defensa integrada por asociaciones laicas y religiosas. Al poco tiempo esta idea se concretó en un “proyecto de una liga cívica de defensa religiosa que apareció publicado en Juventud Católica.[35] Aunque en esos momentos la realización de la “liga” no se llevó a cabo, el proyecto en sí mismo era un reflejo de los fines y alcances para los cuales fue concebida la ACJM.

Varios acontecimientos sucedidos a lo largo de 1921 pusieron al descubierto la belicosidad de los acejoteameros, así como su carácter de fieles defensores de la “libertad religiosa”. El 6 de febrero estalló una bomba en la puerta del palacio arzobispal de la ciudad de México; el 1° de mayo fue profanada la catedral de Morelia por manifestaciones “bolcheviques”; el 4 de junio se realizó un atentado contra la residencia del arzobispo de Guadalajara; y el 14 de noviembre hubo una explosión en el interior de la Basílica de Guadalupe. Ante tales hechos, considerados por los católicos como formas de persecución religiosa, los jóvenes católicos salieron a las calles y mostraron su capacidad de organización y acción. Manifestaciones multitudinarias tuvieron lugar y, en algunos casos, -como el de Morelia- la protesta acabó en violencia provocando incluso, la pérdida de la vida de algunos acejoteameros.[36]

El carácter combativo de la ACJM no perjudicó su organización interna. Por el contrario, los círculos de estudio se siguieron desarrollando y la agrupación expandiendo su influencia. Este crecimiento motivó la realización de su primer Consejo Federal para analizar el estado en el que se encontraba la Asociación y en consecuencia se tomasen las decisiones pertinentes.

Los días 12, 13 y 14 de abril de 1922 tuvo lugar el encuentro de los delegados. En las sesiones de trabajo, los puntos principales que se pusieron a discusión fueron los relativos a la piedad, círculos de estudio y acción; hubo conclusiones de mucha importancia como la comunión perpetua de los grupos, la comunión colectiva de los mismos, el fomento de las congregaciones marianas, la asistencia anual a los ejercicios espirituales, etcétera. También se tomaron acuerdos relativos a la especialización de los socios en la organización sindical o profesional de las clases obreras, a la fundación de un diario católico, a una encuesta nacional sobre el problema agrario y a la publicación de un manifiesto a la Nación que pusiese en claro el verdadero carácter de la Asociación y la actuación que pretendía tener en la vida nacional.[37]

 

C.     Los Caballeros de Colón [38]

 

A diferencia de las dos agrupaciones antes mencionadas, la Orden de los Caballeros de Colón nació en Estados Unidos por iniciativa de un grupo de laicos que sintieron la necesidad de preservar sus costumbres y principios católicos. No pasó mucho tiempo para que la nueva asociación recibiera el apoyo de la autoridad eclesiástica de Connecticut, estado donde se inició, y a partir de entonces la relación entre ambos -clero y laicos- fue de total armonía y sujeción a la Iglesia romana.

Los Knight of Columbus, como decidieron llamarse en honor a Cristóbal Colón, primer católico que pisó tierra Americana, conformaron su agrupación sobre cuatro bases: la caridad, la unión, la fraternidad y el patriotismo. De hecho, el espíritu original de su asociación fue la ayuda mutua entre los católicos a través de la puesta en práctica de los principios cristianos.[39]

El desarrollo que experimentaron los Caballeros de Colón en los Estados Unidos, motivó su expansión hacia México, y fue así cómo desde ese país se designó a Juan B. Frisbie jr. diputado territorial con la consigna de que estableciera en México su “Primer Consejo”. Para tal efecto se escogió el nombre “Consejo de Guadalupe”, en honor a la patrona de los mexicanos, habiéndole correspondido el número 1050. Su primer Gran Caballero fue el general Juan B. Frisbie, padre, uno de los promotores de la construcción de ferrocarriles en México. Su constitución oficial se llevó a cabo el 18 de septiembre de 1905.

En esta primera fase que duró hasta 1918, la Orden pasó por una etapa de “aclimatación” en la que dominaron los norteamericanos en los puestos directivos. A partir de entonces, empezaron a tener una mayor presencia los mexicanos y por ende el arraigo y expansión de la misma en el país, no se hizo esperar.

Para 1918 ya existían tres Consejos (grupos locales) plenamente constituidos en los cuales había más de 400 miembros que, de acuerdo a la Constitución de la Orden, era el requisito para formar una nueva entidad jurídica denominada Estado. En esta nueva etapa de expansión, sobresalió la figura de don Manuel de la Peza, quien fue uno de los grandes promotores de la misma habiendo logrado, a su vez, una primera aproximación entre los Caballeros de Colón y algunos miembros de la jerarquía eclesiástica.

Este acercamiento se concretó el 11 de agosto de 1919 cuando el arzobispo de México, José Mora y del Río dirigió una carta al diputado de estado de la Orden en México haciéndole saber que, a través suyo, el santo padre, Benedicto xv, les enviaba su bendición apostólica a la vez que los exhortaba a que su obra siguiese desarrollándose conforme a las enseñanzas de la Santa Sede y bajo la dirección del episcopado.

Bajo este reconocimiento oficial de la Orden, se inició una fase de articulación de la misma hacia el proyecto social de la Iglesia. Esta etapa coincidió con el repunte que empezaba a vivir esta institución y la presencia de mexicanos en los puestos directivos de la misma; condición que favoreció, a todas luces, la inserción de los Caballeros de Colón en la acción social católica. Su labor más conocida fue la “Cruzada Nacional en Defensa del Catolicismo” la cual implementaron desde 1920 y en ella tuvo un destacado papel su diputado de estado, el señor Luis G. Bustos.

Asimismo, sus actividades abarcaron otras tareas de gran importancia en los ramos de la educación y catequización para obreros, mismas que desarrollaron por medio del establecimiento de escuelas, ofreciendo conferencias en diferentes espacios y promoviendo los círculos de estudio para la formación de propagandistas de la acción social.[40]

La presentación de estas tres agrupaciones laicas nos revela el importante papel que cada una, en su condición, ejerció a favor del proyecto social de la Iglesia. Como parte de la estructura eclesiástica, estas agrupaciones cumplieron su función en un contexto en el que la necesidad de la defensa a la religión católica no podía esperar; de ahí que su naturaleza misma tomó caracteres cada vez más beligerantes pues estaba en juego su propia existencia y la de la institución que ellos representaban: la Iglesia católica. Bajo esta organización quedaba claro que el esquema de acción de la Iglesia se basaba, ante todo, en aglutinar a los distintos grupos sociales -hombres, mujeres y jóvenes- en un frente común que fuera capaz de contrarrestar las posturas anticlericales que el gobierno revolucionario intentaba poner en práctica.

En el periodo obregonista surgió, asimismo, una organización que ya desde finales de la década de los diez venía tomando un impulso muy importante en la ciudad de Guadalajara y que, a principios del veinte, logró constituirse en la Confederación Nacional Católica del Trabajo. De acuerdo con sus estatutos, esta confederación, se concibió como una federación de grupos de trabajadores católicos de toda la República, conservando cada uno su autonomía interior y su libertad para constituir otras federaciones, siempre y cuando estuvieran unidas en sí bajo la dirección del Comité Nacional.[41] De tal modo que se decidió, que todos los grupos confederados tuviesen el carácter de sindicatos o uniones profesionales entendiéndose por éstos a toda agrupación profesional que basándose en la caridad y la justicia procurase crear entre sus socios toda clase de apoyos y vínculos intelectuales, morales y económicos necesarios para obtener el bienestar del trabajador y la paz pública.[42]

En el transcurso de los años 1922-1924 se observa una intensa actividad eclesiástica en el campo sindical, misma que se tradujo en la realización de semanas y jornadas sociales,[43] así como congresos obreros diocesanos con el fin de establecer de manera definitiva las confederaciones diocesanas, las cuales se unirían a la Confederación Nacional.

Dado su carácter confesional, esta central no dejó de lado el aspecto religioso, e incluso, promovió el ejercicio del culto como un aspecto de gran importancia para el desarrollo del obrero. En este sentido, la CNCT impulsó la asistencia de todos sus miembros a la ceremonia del Cubilete, evento donde fue bendecida una lápida conmemorativa del Primer Congreso Nacional Obrero, la cual se colocó a los pies de “Cristo Rey”. De acuerdo a los informes que el Archivo Social nos brinda, el 12 de enero de 1923 lograron reunirse en dicha montaña siete miembros del Comité Central, con dos mil trescientos cincuenta y ocho delegados de las diversas agrupaciones del país, quienes recibieron del delegado apostólico, Ernesto Filippi, el ofrecimiento de interceder para que la CNCT recibiese del papa Pío xi una bendición especial.[44]

Para fines de 1923, la CNCT ya contaba con un total de 203 agrupaciones formalmente admitidas, habiendo cumplido -todas ellas- con cada uno de los requisitos estipulados para su integración. En esta cifra estaban incluidas las confederaciones arquidiocesanas de México y Guadalajara y las diocesanas de Saltillo, Colima y Querétaro; se encontraban en proceso de ser admitidas las confederaciones de Zacatecas, Aguascalientes, Tamaulipas y León, así como la arquidiocesana de Michoacán.

La CNCT se preocupó por aglutinar, además de los sectores campesino y obrero, a otro sector estratégico para su crecimiento: las clases medias. Se dirigió sobre dicho sector concretamente hacia tres grupos para fomentar la sindicalización católica: empleados, profesores y ferrocarrileros.[45]

Es importante destacar que el surgimiento de la CNCT respondió no sólo a una circunstancia nacional en la que los obreros empezaron a tener presencia en la vida política del país, sino también fue consecuencia de un proyecto social de la Iglesia en el que se percibe su enorme interés por dar cauce a los retos del mundo moderno en un contexto en el que el Estado luchaba por la secularización. En este sentido, aunado al ambiente anticlerical que se vivía, la CNCT no logró proyectarse como una fuerza a largo plazo porque dependió del liderazgo eclesiástico y no de las bases a las cuales decía representar. Es decir, fue una central que surgió a iniciativa de un grupo selecto de católicos quienes pretendieron ejercer a toda costa el catolicismo social. En la medida que el proyecto católico se debilitó por las circunstancias que fuesen, el sindicalismo confesional empezó a perder presencia.

Estas organizaciones sociales representaron un planteamiento alternativo al estado laico, es decir, se apostó por un modelo de nación católica y corporativa en el que los seglares jugaron un papel protagónico cuya finalidad fue reconstruir el orden social cristiano.

En los hechos las agrupaciones laicas operaron como una red de apoyo hacia la formación y consolidación del sindicalismo católico. Este movimiento adquirió un carácter totalitario pues de lo que se trataba era hacer realidad el lema Restaurar todo en Cristo. Para ello se partió de un espacio territorial base que fue el que le dio proyección nacional: la parroquia.

En este periodo, 1917-1924, la Iglesia mostró una enorme habilidad de organización y movilización de grupos que finalmente le dieron el respaldo que requería para hacer valer su proyecto católico de nación aunque el precio fuese la guerra.

Por su parte, el Estado revolucionario no se quedó atrás en este proceso. Buscó los mecanismos necesarios para posicionarse y enfrentar a la intransigencia católica. En el camino por construir un nuevo estado, el laicismo fue la herramienta indicada para luchar por la secularización del nuevo orden revolucionario. En el entendido de que laico significó más que la libertad de creencias, el aniquilamiento del catolicismo social.



[1] La autora -Investigadora y profesora de la Universidad Autónoma de Xochimilco.

[2] Se presentó  este artículo en el marco de la xiii Reunión de Historiadores de México, Estados Unidos y Canadá, sostenida del 26 al 30 de octubre de 2010, en Santiago de Querétaro.

[3] Felipe Tena RamírezLeyes fundamentales de México 1808-1978, México, Porrúa, 1957, 748. El mensaje del Primer Jefe ante el constituyente de 1916 se encuentra en esta obra de Tena Ramírez, 745-764.

[4] Arnaldo Córdova La ideología de la Revolución mexicana. La formación del nuevo régimen, México, Instituto de Investigaciones sociales, UNAM, Ediciones Era, 1973, 218.

[5] Emilio O. Rabasa, El pensamiento político y social del Constituyente de 1916-1917, México, Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM, 1996, 98-103.

[6] Ibíd.

[7] Ibíd., p.103.

[8] Ibíd., p. 99.

[9] Berta, Ulloa  La Revolución mexicana. La Constitución de 1917, México, El Colegio de México, 475.

 

[10] Jean Meyer, La cristiada 2, el conflicto entre la Iglesia y el estado 1926-1929, México, Siglo xxi, 1989, 88.

[11] Véase artículo 24 en Tena Ramírez, Felipe, óp. cit., 825. Las cursivas son de la autora.

[12] Emilio O. Rabasa, óp. cit., 126-130.

[13] Ibídem, 112-120.

[14] Ibídem, 103-104

[15] Ibídem, 112-120.

[16] Véase, Gabriela Aguirre, ¿Una historia compartida? Revolución mexicana y catolicismo social, 1913-1924, México, 2008. IMDOSOC, ITAM, UAM, 2008

[17] Pío x fue el sucesor de León xiii, su pontificado duró de 1903 a 1914.

[18] Palabras de Pío x citadas en “El sindicato obrero y la acción social” en Archivo Social, vol. iii, núm. 41, 1922, 1-6

[19] Ibíd., 3

[20] Las asociaciones de beneficencia estaban inspiradas exclusivamente en el principio de la caridad, mientras que las de acción social tenían como principio la justicia y la caridad unidas. Véase “El sindicato obrero y la acción social católica” (continuación) en Archivo Social, vol. iii, núm. 42, 1992, 7-12

[21] Es decir bajo la preocupación por el peligro de la inminente secularización de la sociedad.

[22] “Editorial” en La Dama Católica, vol. 1, núm. 1, 1 de septiembre de 1920, 2-3.

[23] Laura O'Dogherty, De urnas y sotanas el Partico Católico Nacional en Jalisco, México, Conaculta, 1999, 134.

[24] “Sección oficial” en La Dama Católica, vol. 1, núm.1, 1 de septiembre de 1920, 7.

[25] Ibíd., 7 y 8. Las actividades específicas de estas secciones también se encuentran en “Hojas sueltas”, Gaceta Oficial del Arzobispado de México, tomo XX, núm. 1, 15 de julio de 1923, 32-35.

[26] “Informes y sugestiones” en La Dama Católica, tomo i, núm. 13, 30 de septiembre de 1921, 18 y 19.

[27] “Las Damas en la República” en La Dama Católica, tomo i, núm.16, 31 de diciembre de 1921, 19-22.

[28] O'Dogherty, op.cit., 137.

[29] “El congreso de la Unión de Damas Católicas” en Gaceta Oficial, tomo xix, núm. 1, 15 de enero de 1923, 30 y 31.

 

 

[30] Sobre la injerencia de las Damas Católicas en la vida social véase, Aurelio de los Reyes, Cine y Sociedad en México. Bajo el cielo de México (1920-1924), vol. ii, UNAM, 1993, 281-293.

[31] Ver Antonio Ruiz Facius, La juventud católica y la Revolución Mexicana (1910-1925, Jus, México, 1963.

[32]Bernardo Bergóend nació en Annency, capital de Alta Saboya al sureste de Francia el 4 de abril de 1871. Descendiente de una familia nórdica avecinada en Francia desde varias generaciones atrás. Al finalizar sus estudios en la Escuela Apostólica de Montiel, ingresó a la Compañía de Jesús, el 9 de septiembre de 1879, en Loyola, España. En 1881 llegó por primera vez a México y en el colegio de la Compañía de San Luis Potosí cursó sus estudios de Filosofía. En 1900 retornó a España para cursar teología en el Seminario de Oña. Dos años después fue trasladado a San Luis Missouri en EEUU donde dio fin a sus estudios y recibió las órdenes sacerdotales. Fue enviado nuevamente a México. Durante dos años fue ministro y prefecto en la ciudad de Puebla; después estuvo en la ciudad de México y en el antiguo colegio de Mascarones fue maestro de primaria. Ahí, junto con su compañero el padre Dauverne concibió la idea de organizar una agrupación de jóvenes en la cual habrían de recibir sólida formación científica y religiosa. Véase Antonio Ríus Facius, Bernardo Bergoend S.J. Guía y maestro de la juventud mexicana, Editorial Tradición, México, 1972, 11-13.

[33] Ibíd., 36 y 37.

[34] Rius Facius, La juventud católica y la Revolución Mexicana, 153

[35] Ríus Facius, Bernardo Bergoend, SJ. Guía de la juventud mexicana,  39.

[36] Sobre los detalles de estos acontecimientos puede consultarse El Universal en las fechas respectivas.

[37] Sobre el Primer Consejo Federal de la ACJM véase “El Primer Consejo Nacional de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana” en Archivo Social, vol. i, mayo de 1922, 1-11

[38] Para el desarrollo de este tema me basé en la revista Columbus así como en el libro de Juan Valero Capetillo, Caballeros de Colón, publicado por los Caballeros de Colón, México, 1967.

[39] La fecha oficial de su fundación en los Estados Unidos fue el 29 de marzo de 1882. Ese día se firmó la “Carta Constitutiva de los Caballeros de Colón, Sociedad Fraternal de carácter nacional”.

 

[40] Ana Patricia Silva de la Rosa, Los Caballeros de Colón y su participación en el conflicto religioso de 1926­1929, borrador de tesis de licenciatura, UNAM, México, 2002, 45-47.

[41] “Conclusiones aprobadas en el 1er. Congreso Nacional Obrero celebrado en Guadalajara del 23 al 30 de abril de 1922”, en Primer Congreso Nacional Obrero Católico, 1922, s/e, 49.64.

[42] Véase “Terminología sindical” en Archivo Social, vol. iii, 1922, 1-8.

[43] Se llamaba semana social a las reuniones que duraban aproximadamente una semana, aunque no fuesen los siete días completos. Para que se facilitase la asistencia de los sacerdotes directores, las semanas sociales comenzaban el lunes en la tarde o el martes en la mañana para terminar el jueves o viernes por la noche. Por jornada social se comprendía a las reuniones que duraban un día completo, abarcando a veces parte del día anterior y del siguiente. Véase Archivo Social, año ii, 15 de noviembre de 1923, núm. 59, p. 1.

[44] “Segundo Informe Semestral”, Archivo Social, tomo iii, núm. 48, 15 de junio de 1923, 5-6.

[45] Aunque el gremio de los ferrocarrileros se ubica más bien en el sector obrero, Méndez Medina lo menciona dentro del grupo de las clases medias. Secretariado Social Mexicano (SSM); carpeta Correspondencia ii; 1922­1924; carta de Méndez Medina a Maximino Reyes, presidente de la CNCT, 2 junio de 1924.

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