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Los hombres de Dios: aproximación a un estudio de la masculinidad en Nueva España

 

Asunción Lavrin[1]

 

Valora este artículo la experiencia del celibato entre algunos miembros del clero regular novohispano, a la luz del estudio de algunos casos disciplinares que nos permiten advertir un asunto complejo a lo largo de la historia de la Iglesia:[2]el manejo de la sexualidad entre los consagrados.

 

Introducción

 

Abordar el tema de la masculinidad después de muchos años de estudiar la experiencia femenina en el período colonial y principios del siglo xx es, para mí, un reto intelectual al que me acerco con curiosidad y respeto al mismo tiempo. No tenemos muchos “modelos” que nos guíen en la historiografía colonial ya que los pocos estudios que han abordado hasta ahora el tema, se han interesado en indagar sobre la naturaleza de la homosexualidad y su represión.[3] Así que estamos en terrenos poco explorados que demandan echar cimientos con vistas a la información que nos brindan las fuentes.

He escogido la masculinidad representada por los hombres que pertenecieron a las tres órdenes mendicantes que evangelizaron Nueva España, agustinos, dominicos y franciscanos, por sentirme cómoda dentro del ámbito de la iglesia. Mis estudios sobre las “esposas de Cristo” en Nueva España, casi me han empujado a indagar la cara masculina de quienes se dedicaron a servir a Dios. Desde luego que la masculinidad de hombres que se salieron “del siglo” tiene sus peculiaridades, pero parto de la premisa que aun siendo religiosos, no dejaron de ser hombres, y que precisamente su vocación religiosa les confiere características de masculinidad que resultan provocadoras en su expresión. Mi propuesta de estudio tiene tres temas: la masculinidad santa o sea la representación del ideal del hombre dedicado a Dios. Parte de esa “representación” es la renuncia al sexo: o sea que es una masculinidad presuntamente asexuada. Sin embargo, la información histórica nos ofrece otra realidad muy distinta. La sexualidad no se podía borrar con la toma de hábitos, y por lo tanto, el segundo aspecto en esta propuesta es el estudio de la sexualidad manifiesta de los hombres de Dios. Otro aspecto clave de la representación del hombre santo es su distanciamiento de los intereses que motivaban al hombre común y corriente. De nuevo la información histórica nos presenta a hombres constantemente involucrados en la lucha por el poder. En consecuencia, el tercer aspecto del estudio de la masculinidad sería el de las formas de ejercer el poder. Podría argüirse que la lucha por el poder es la clave de toda historia. Y así es. De hecho se puede afirmar que la lucha por el poder entre las diversas ramas de la iglesia es una necesidad metodológica si se desea conocer esa historia. Dada la riqueza de ejemplos de lo que fue ese constante enfrentamiento de órdenes religiosas entre sí; o de órdenes religiosas con la iglesia episcopal, o con las autoridades reales, esta tercera sección del trabajo se debe reducir a ilustrar esa lucha con sólo algunos ejemplos que nos permitan establecer la validez de la propuesta.

 

1.      Los hombres santos

 

La tradición de Vitae o Vidas que representaban los modelos de perfección cristiana se estableció muy temprano en los primeros siglos después de Cristo y continuó a través de la Edad Media europea.[4] Las vidas se proponían contar las virtudes de los hombres y mujeres que, dedicados a la propagación de la nueva fe, poseían virtudes superiores a los demás, y que servirían de inspiración a generaciones venideras. Para el tiempo de la conquista del nuevo mundo existía una considerable tradición narrativa sobre hombres y mujeres, mayormente biográfica que serviría de modelos al desarrollo de ese género en Hispanoamérica y aún la América portuguesa. Las primeras biografías ejemplares comienzan a aparecer en “las Indias” a finales del siglo xvi. Fue cuando las órdenes mendicantes se dieron cuenta de que por falta de memoria escrita, la historia de quienes llevaron a cabo la obra de evangelización y enraizamiento del catolicismo, se podría perder. Así en 1573, el franciscano Jerónimo de Mendieta (d. 1604) recibió la orden de escribir una crónica de su orden, que terminó en 1585. Fray Agustín Dávila Padilla (1562-1601) terminó la primera crónica dominica en 1596.[5] Fray Juan de Grijalva publicó una crónica de la orden de San Agustín en 1624.[6] Otras varias se publicaron en el siglo xvii. Es en estas historias que aparecieron las primeras “vidas” de los miembros de las órdenes; las biografías personales no aparecen sino hasta mediados del siglo xvii. Otra fuente de información biográfica fueron los sermones fúnebres, género que dejó numerosos ejemplares a través de dos siglos y medio. En estas fuentes he buscado la representación emblemática del modelo de masculinidad “santa.”

Asumimos que “representación” es una creación cultural que intenta proyectar una imagen deseable de un sujeto, un evento o una cultura. La representación no coincide con la realidad, pero persuade a otros de que es en sí, la suma de características específicas y deseables de la realidad. Es una proyección imaginaria pero necesaria para aglutinar voluntades y crear una “mitología” social que sirva de emblema a un grupo o una sociedad. La representación sirve para dirigir la memoria en cierta dirección y hacia objetivos prefijados. La creación de un fraile observante y ejemplar fue un elemento esencial en la construcción de la memoria histórica de cada orden en busca de la aprobación social de su comportamiento y la reafirmación de su identidad como ente corporativo. También fue una herramienta pedagógica para sus propios miembros, un medio de propaganda para consumo de la Corona y de la feligresía e importante y un argumento más para ilegitimizar la conquista y la conversión de los indígenas al cristianismo.

Con pocas excepciones, las crónicas de las órdenes se escribieron entre el final del siglo xvi y mediados del xviii, cuando el entusiasmo por ese tipo de escritura parece haberse apagado., a excepción de las crónicas de áreas alejadas de la capital virreinal, donde aún se llevaba a cabo un proceso de “conquista espiritual,” como en la frontera norte.[7]

Aunque la mayoría de los cronistas buscaron información verídica y corroboración de hechos usando documentos conventuales e historia oral, sus trabajos son una mezcla de realidad y hagiografía. Para evitar el riesgo real de “hacer santos” en una época tan inclinada a la exageración y la credulidad, Urbano viii prohibió en 1625 que ningún autor hiciera reclamos de revelaciones, milagros o visiones sin la aprobación explícita de las autoridades religiosas. Todas las crónicas y biografías serían revisadas por varios “lectores” con autoridad para disputar o vetar la información contenida en el manuscrito antes de su impresión El autor tenía que declarar que no pretendía establecer la santidad de nadie y se atenía en todo al juicio de la iglesia católica.

A pesar de estas salvaguardas, los autores barrocos de los siglos xvii insertaron toda clase de maravillas y milagros en la escritura, protegidos por su declaración previa, y los “censores” cumplían con su deber y aprobaban obras en las cuales podían ocurrir los incidentes más imaginativos y los hechos más super-humanos personificados por los beatíficos porta-estandartes de un nuevo reino cristiano en el nuevo mundo. Es dentro de este marco referencial que debemos estudiar la construcción del hombre santo, y también recordando que las crónicas y las “vidas” reflejaban la creencia que Dios había asignado a las órdenes mendicantes la oportunidad de cambiar el destino de la humanidad. Aún así se sobre-entendía que los hombres de Dios no eran perfectos. El hombre santo, reclamaba fray Jerónimo de Mendieta, no tenía que ser un paragón de virtudes, pero era un hombre con una misión, a quien Dios probaba con tentaciones y flaquezas.[8] El siervo de Dios se acercaba más a su perfección cuanto más ardua era su tarea en luchar contra cualquier tentación para mantener el espíritu de su orden y sus votos de obediencia, castidad, y pobreza. Era precisamente la lucha contra estos obstáculos lo que ponía al fraile en el camino de perfección y la que lo hacía memorable.

Las cualidades que ostentaban esos siervos del Señor, presentados por sus biógrafos, destilaban la esencia de una hombría dedicada al servicio de Dios. Algunas de estas virtudes eran muy semejantes a la de los seglares, pero los hombres dedicados a Dios no perseguían –hipotéticamente en estos recuadros– la gloria o la ambición personal dentro de su ambiente socio-político. La esencia de la observancia, para el fraile que aspiraba a seguir el modelo de perfección, era obedecer las reglas de su orden. Nunca debería creer que había logrado la perfección. El amor y la caridad (básicamente una misma cualidad) eran las virtudes básicas que se ejercían con los hermanos en religión ante todo, y con el resto de la humanidad. El objetivo del hombre santo era la imitación de Cristo, un concepto muy popular en el siglo xvi, y que se predicaban lo mismo para los seglares como para los miembros de las religiones. Centrándose en la humanidad de Cristo y sintiendo sus sufrimientos se llegaría a ser más como El.

La vida del perfecto mendicante tendría que establecer un balance entre lo espiritual y lo temporal. Una vida espiritual perdida en contemplación excesiva, oraciones y visiones, podría semejarse peligrosamente a una vida femenina, especialmente a las hermanas en religión. Los frailes no hacían voto de enclaustración y por lo tanto tenían el deber de involucrase en actividades que hablarían del servicio a Dios en un mundo lleno de las hostilidades. En palabras de Mendieta. “Durante el día Dios te pide que te ocupes de asuntos de su servicio; por la noche puedes alabar la gloria de Dios.”[9] La afectividad, una característica de la espiritualidad femenina, fue mucho menos enfatizada en los elogios de frailes, que, al contrario, se centraban en la sociabilidad de un hombre al servicio de Dios en el mundo y cuyo propósito era recordarle a esa sociedad, cuáles eran las verdaderas miras de la vida humana. Aprender cuál era el buen gobierno de su orden y defender sus intereses, era parte de sus deberes, pero siempre respetando las jerarquías de la religión. Los hermanos legos, por ejemplo, eran elogiados por su humildad y la simplicidad con que cumplían sus obligaciones y nunca por otras aspiraciones intelectuales o espirituales que pertenecían a los profesos en más altos grados.[10]

El martirio era un aspecto especial de la vida perfecta, pero no necesariamente su objetivo. El martirio que algunos sufrieron servía para recordar a los miembros de las órdenes que ese había sido un aspecto ejemplar de los fundadores de la religión, pero no un requerimiento para quienes volvían a imitar su ejemplo en otro tiempo y otro continente. Jerónimo de Mendieta opinaba que la vida diaria podía ser un martirio, y todos los que servían a Dios eran mártires, aunque aquellos que ofrecían su vida tenían más derecho a recibir ese apelativo.[11] El martirio fue alcanzado en el norte árido y en la empresa de cristianización global que comienza en el siglo xvi, cuando cobró relevancia en el lejano Oriente.[12] Los jesuitas, franciscanos y agustinos que llegaron a las Filipinas, China y Japón pusieron el martirio muy de relieve en el catálogo de virtudes de sus miembros. El franciscano fray Martín de Valencia, uno de los originales “doce” que llegaron a Nueva España en 1526, había deseado ir a África a predicar entre los musulmanes. Igualmente ese había sido el deseo de Teresa de Ávila en su niñez. Después de su llegada a México, fray Martín contó haber tenido un sueño en el cual vio a dos mujeres tratar de cruzar un río. Una era fea y tuvo mucho trabajo en lograr cruzarlo. La otra era hermosa y no tuvo problema alguno en vadear la corriente. Fray Martín interpretó ese sueño como sigue: la mujer fea era Nueva España y su gente, que si bien alcanzaban la conversión al llegar al otro lado del río lo hacían con mucho trabajo. La mujer bella, era una nueva tierra en la cual sus habitantes se convertirían voluntariamente y alcanzarían la perfección. Era China, donde el fruto de la cristiandad sería abundante.[13]

Aún así, el martirio no era alcanzable ni siquiera deseable entre los objetivos de las religiones. Las crónicas y las vidas hacen evidente que la perfección era una mezcla de virtudes que representaba a todos los miembros de la comunidad –una colección muy variable de aptitudes. La moderación se podía combinar con la castidad para recomendar los especiales esfuerzos que debían hacerse para resistir el llamado de la carne. La fe y la esperanza eran las fuerzas que movían aquellos que dejaban sus conventos para ganar más almas. El amor de hermanos se expresaba en muchos con su deseo de aprender las lenguas indígenas que le permitían predicar y confesar. Y así, cada “modelo” podía personificar las posibilidades de una perfección que era intrínsecamente plástica.

Veamos un ejemplo de fraile modelo, recordado por Mendieta, usando no una figura cimera, sino un oscuro fraile, fray Fernando de Leiva. Profesó en Burgos y vino a Nueva España a mediados del siglo xvi. Mendieta subraya su estricta observancia de la Regla, y su voluntad de castigo corporal para mantener a raya sus pasiones. Leiva no pudo servir en la tarea de evangelización, porque no pudo aprender las lenguas indígenas, pero su caridad hacia los indios se dice haber sido constante, dándoles de comer a diario y reprimiendo a cualquier español que los abusara. Su humildad se expresaba en su hábito viejo y remendado, la tabla que usaba como almohada y el silencio que mantenía en el convento. [14]

Casi doscientos años después, el sermón panegírico que enmarcó las virtudes de fray Antonio Gomón, un franciscano descalzo que murió en 1736, exaltaba su educación, su habilidad en reprimir su orgullo mientras servía en cargos administrativos en la Orden, su obediencia ejemplar, y el estoico sufrimiento de la enfermedad que lo llevó a la tumba.[15] La biografía de fray, Antonio Margil, que murió en 1726 y llegó a alcanzar renombre durante su vida de evangelizador en Nueva España y Guatemala, lo retrata como un “superhombre” capaz de llevar a cabo proezas como cubrir distancias increíbles en sus caminatas nocturnas. Era compasivo con todos, un humilde servidor del Señor y sus hermanos en religión, y constantemente envuelto en una lucha intensa contra el pecado y la idolatría, no sólo entre los indios, sino entre el populacho novohispano.[16]

Otras virtudes elogiadas como propias de los hombres santos eran el ayuno, el caminar descalzo por largas distancias, la adopción de una vida eremítica, la enseñanza de música y artesanías a los indios, y en mucho menor escala: las visiones que hablaban de una vida espiritual intensa. Algunos de los milagros recordados no eran portentosos, sino más bien prácticos y hasta “caseros.” Por ejemplo, la provisión de comidas cuando la alacena del convento estaba vacía, o hacer llover en tiempos de sequía. De otro modo, la santidad se presumía por el aroma que emanaba de los cuerpos tras su muerte, o la ausencia de corrupción por meses o años. La aparente falta de interés en crear una hagiografía milagrosa de los fundadores de las religiones, fue explicada por Mendieta como una expresión de Dios, quien no deseaba que Nueva España fuera una tierra de milagros. La vida impecable de los fundadores sería suficiente para complacer a Dios, quien también deseaba que los misioneros impartieran una doctrina sólida a sus catecúmenos y que sus vidas fueran ejemplares, no milagrosas, para que nunca fueran tenidos como dioses por los indios. Este era un consejo muy pertinente en una tierra donde el politeísmo era la base de las religiones indígenas. Tampoco Dios quería que los nuevos predicadores de su fe cayeran el error de pensar que eran tan santos como los primeros apóstoles.[17]

En general, los modelos de masculinidad dependían de un cuerpo capaz de sufrimientos físicos, ya fueran auto-infligidos en prácticas ascéticas, o el producto de los incidentes y accidentes de la vida. Aún aquellos que sufrían enfermedades o impedimentos los podían controlar con su voluntad. Igualmente, los deseos sexuales debían ser controlados, aunque les costara muchas batallas. El cuerpo se atemperaría con el servicio a Dios y a la humanidad.[18] Los modelos de masculinidad eran pues, una mezcla de dinamismo y piedad, de dedicación a la observancia de la regla y amor a Dios, de servicio a sus hermanos de religión y a los indígenas. En mis estudios de modelos de perfección femenina entre las monjas, he encontrado algunas de estas “virtudes masculinas,” como el estoicismo durante las enfermedades, el castigo corporal como medio de purificación, el rigor en la observancia de las reglas. No creo que se pueda hablar de un modelo andrógino de virtudes compartidas por hombres y mujeres, aunque si es importante señalar que hay virtudes femeninas compartidas por los hombres y virtudes masculinas elogiadas en las mujeres. Sin embargo, debido a su enclaustración, las mujeres dependían mucho más de la afectividad de su fe y de sus relaciones con sus confesores o directores espirituales. Tenían más visones y escribían más sobre las mismas. En el discurso elaborado por los hombres sobre las mujeres religiosas, esas características se veían como peculiares de ese sexo. Quizás por esta razón no fueron necesarias para construir modelos de masculinidad, ya que ambos sexos tenían que ser diferentes, como había sido la voluntad de Dios

 

2.      El fraile no santo y el deseo sexual

 

El retrato del hombre santo fue una construcción intelectual. Las biografías doraron los modelos humanos y eliminaron los detalles que pudieran revelar debilidades humanas. Al nivel personal, muchos frailes estaban muy lejos de ser los modelos pintados en las historias de las órdenes. Las dos fuerzas más destructivas en la construcción, real o imaginada, de un fraile perfecto, fueron: el deseo sexual y el deseo por el poder. Veamos entonces, la realidad no santa de aquellos cuyas debilidades han sido recogidas por el más implacable de todos los tribunales eclesiásticos: La Inquisición. Aunque no fue el único tribunal a cargo de justicia eclesiástica, el Santo Oficio fue donde se airearon muchos de los casos de masculinidad sexuada.[19]

Establecida en Nueva España en 1571, la Inquisición comienza a examinar la vida y comportamiento de los frailes y clérigos en detalle, para la década siguiente, el  gran número de frailes que llegaron a la Inquisición corrobora que el celibato y la castidad fueron retos que muchos no pudieron sostener. No en balde aquellos que morían en presumida virginidad, eran enterrados con una palma en las manos. Hay más de 2,000 casos de intemperancia sexual eclesiástica recogidos en el Archivo General de la Nación, que son aquellos cuyas actividades fueron denunciadas. Muchos no llegaron jamás al Santo Oficio o se dirimieron en otros tribunales. Romper y hollar el voto de castidad era un pecado capital expresado como “solicitación.” La solicitación se definía como la expresión de deseos sexuales en el confesionario. La confesión era parte del sacramento de la penitencia que todos los católicos debían ejercitar al menos una vez al año, y fue uno de los pilares de la Contrarreforma. El pecador que confesaba y se arrepentía sinceramente recobraba la gracia de Dios.

Para llegar a ser confesor, un hombre debía ser mayor de 40 años, que entonces se consideraba una edad madura, y haber sido nombrado por las autoridades episcopales para ese fin, tras demostrar conocimiento del proceso de confesión. Pero ninguna forma de entrenamiento preparaba a aquellos que no tenían una verdadera vocación para resistir el llamado de la carne. El fraile no santo que abandonaba su deber como padre espiritual e incitaba a sus “hijas de confesión” a pecar, fue una plaga para las autoridades eclesiásticas.[20] La Inquisición trató –aunque no con mucho éxito– de mantener ojo avizor con estos transgresores. No hubo momento alguno entre finales del siglo xvi y finales del xviii en que no se registraran casos, y aunque no hay estudios cuantitativos de los tres siglos no cabe duda que nunca faltaron candidatos para las investigaciones del Santo Oficio.[21] Los solicitantes podían ser denunciados por miembros de su orden o de otra orden; por otros confesores, por los padres o esposos de las solicitadas y por las propias víctimas. En este último caso, la denuncia podía ser espontánea o inducida por un confesor a quien la mujer había consultado al respecto. La mayoría de las solicitaciones ocurrían en el confesionario, cuyo espacio íntimo –a veces un mero cubículo– ponía a la confesante de rodillas y en relativa cercanía al confesor. El acto de confesión establecía una jerarquía física que reflejaba la espiritual. Técnicamente, la iglesia consideraba “solicitación” a un acoso de naturaleza sexual que tomaba lugar después de hacer el signo de la cruz, acción que comenzaba la confesión. Esta definición estableció que, en algunos casos, la solicitación no se considerara como tal, pues el acoso había tomado lugar antes de que la confesante iniciara el sacramento con el gesto que era la señal del inicio del proceso. La disparidad de jerarquías y autoridades en el acto de solicitación propiciaba el abuso. El confesor era un “padre” que de acuerdo con la definición de la época “estaba en lugar de Dios” y que en vez de asumir el papel protagónico de tan alta responsabilidad, expresaba su sexualidad en un momento en el cual la mujer estaba completamente a su disposición, confesando sus presuntas debilidades y en una posición espiritual y moralmente vulnerable.

Las solicitaciones comenzaban verbalmente, pero iban frecuentemente acompañadas de avances corporales, como tomar las manos o tocar partes del cuerpo de la confesante, actos insinuantes de una sexualidad fuera de control. La intención del confesor era la de dar a conocer su deseo a la confesante y sondear la voluntad de ella a acceder a sus requiebros y, posiblemente, arreglar un encuentro en un lugar más propicio, sorprendentemente, a veces la propia celda del confesor. Inevitablemente, algunas jóvenes fueron convencidas a acceder a una cita furtiva. Estos encuentros podían resultar en atentados frustrados de relaciones sexuales, en formas seudo-sádicas de expresión sexual, como azotes a la dama, o aún en violaciones.[22] No podemos asumir, sin embargo que todas las mujeres fueran inocentes. Indudablemente algunas fueron voluntariamente, quizás acicateadas por la curiosidad de saber cómo sería un encuentro con un monje. El meticuloso e impersonal proceso de investigación de la Inquisición nos permite separar a las víctimas de las cooperadoras. En 1614 la viuda Juana Ramos, residente en un pequeño pueblo de la provincia de Michoacán, declaró que diez años atrás había establecido una relación voluntaria con el franciscano fray Juan Gutiérrez, antes de que su marido muriera. La relación se volvió “escandalosa” pues parece que todo el pueblo estaba enterado. En su viudez, el franciscano la visitaba frecuentemente y ella cocinaba para él. Al mismo tiempo, fray Juan seguía siendo el confesor de Juana, a quien regularmente absolvía de su pecado dándole a ingerir una hostia no consagrada durante la comunión.[23]

En los pequeños pueblos de provincia las mujeres iban a confesarse anualmente alrededor de Semana Santa, y ésta era la oportunidad que aprovechaban los solicitantes para ejercitar sus artes. Las mujeres objeto de solicitaciones eran generalmente jóvenes pero también las viudas y las mujeres de dudosa virtud entraban en el círculo de las solicitadas. Una revisión de mis casos muestra que en los últimos años del siglo xvi las mujeres indias fueron el centro de la atención de muchos frailes que administraban pueblos de indios, mientras que ya entrado el siglo xvii parece haber una reorientación hacia las mujeres mestizas o blancas. Quizás este cambio haya sido resultado de cambios demográficos que dieron a los frailes una selección más variada de mujeres, especialmente dado los estragos causados por las epidemias entre la población indígena. Aunque estas hipótesis requieren mayor fundamentación, no cabe duda que las indígenas figuran en mucho menos número de solicitaciones en un muestreo de las secciones centrales de México para los siglos xvii y xviii. Este último ha sido estudiado con detenimiento por González Marmolejo, que confirma la inclinación hacia no-indias en el siglo xviii. Por otra parte, la situación para Yucatán difiere. Allí, John Chuchiak ha documentado ampliamente las solicitaciones entre la población maya-yucateca.[24] La edad de los solicitantes es raramente declarada, pero algunas de las descripciones que se incluían en los legajos insinúan que los solicitantes eran hombres entre los 30 y 50 años, algunos de los cuales peinaban canas cuando incurrieron en la trasgresión.[25]

Algunos ejemplos de solicitación sirven para ilustrar la naturaleza del comportamiento del religioso sexuado. En 1598, fray Alonso de Formicedo comenzó a llorar cuando una indígena que se confesaba con él le contó el acoso sexual a que había sido sometida por uno de sus hermanos en religión. Fray Alonso le aseguró a la mujer que no todos ellos eran iguales, y según su propio informe al santo Oficio sobre este caso, tomó cartas en el asunto, confrontando al otro fraile y rogándole que reformara su comportamiento por amor a la orden franciscana. Y, sin embargo, un año más tarde, Formicedo aparece acusado de solicitación.[26] Sospecho que la acusación fue fabricada por algún enemigo personal, situación infrecuente pero posible, y que la Inquisición tenía que tener en cuenta. A mediados del siglo xviii, en la región minera de Zacatecas, el dominicano fray Francisco de Cuadra solicitó a Javiera Silva Portillo, mujer blanca y casada. Le ofreció su amor eterno y pagar el alquiler de la casa. No sabemos cuál fue la respuesta de Javiera, pero fray Francisco visitó su casa un poco más tarde el mismo día, y le volvió a recordar su oferta veinte días después. Sabemos de fray Francisco porque otras mujeres se resolvieron a testificar sobre su aparente inclinación a las solicitaciones múltiples. Algunas de ella entraron en detalles sobre lo que ocurría en el confesionario, y declararon que fray Francisco les hacía preguntas sobre sus deseos sexuales, las formas específicas de como sentían urgencias en la carne, y aún sobre si tenían curiosidad sobre su cuerpo y tocaban sus partes con propósitos eróticos.[27] Es obvio que no toda solicitación perseguía un objetivo abiertamente sexual, sino una titilante provocación erótica con ribetes de voyerismo psicológico.

El caso de fray Buenaventura Pérez, denunciado en 1758 por un número de novicias conventuales y sus sirvientas, expone cómo momentos de eroticismo visual parecían satisfacer las urgencias sexuales de los solicitantes. Fray Buenaventura pedía a sus hijas espirituales que le enseñaran los pechos como un acto penitencial, cuyo mérito residía en llevarlo a cabo mientras más le costara sufrir a la confesante. Alegaba que Cristo había expuesto su pecho por todos, y ellas debían devolver el sacrificio ante él. Algunas resistieron, pero otras obedecieron, alegando que lo que les pidiera su padre espiritual tenía que ser correcto, y no se preocupaban por sus consecuencias morales, ya que el padre sabía lo que hacía.[28] Quizás no es arriesgado especular porque estas mujeres sucumbieron a la tentación espuria de la atención de un “padre.” Eran jóvenes y reclusas en un mundo donde la atención de un hombre era en sí, una aventura.

La forma más transgresora de solicitación fue aquella dirigida a las monjas, las esposas de Cristo. Solicitar a una esposa de Cristo era traicionar a Dios mismo, pero la osadía de tal comportamiento no parece haber impresionado a quienes lo cometieron, que realmente no son muchos. De ellos sólo dos resultaron en relaciones sexuales. En la última década del siglo xvi, una monja del convento dominico de Santa Catarina de Sena y un fraile agustino entablaron relaciones sexuales en un caso que al fin se juzgó por la Inquisición, que estuvo tan interesada en investigar las posibles ramificaciones de alumbradismo como en la relación sexual. El agustino se hizo sospechoso cuando comenzó a hablar de las cualidades visionarias de su amante, quizás para prolongar la posibilidad de seguirse encontrando con ella. El segundo caso, un siglo después, ocurrió con una monja en el convento de Jesús María, uno de los más aristocráticos de México, y otro fraile agustino emparentado con la élite dominante dentro de la orden. En este caso, las relaciones resultaron en embarazo y una niña, cuyo destino se desconoce. En ambos casos las monjas fueron encarceladas de por vida dentro del convento, y los frailes expulsado de Nueva España.[29]

El resultado de estas y otras pesquisas sobre solicitación nos informan sobre la actitud ambivalente de la iglesia sobre la trasgresión sexual de sus miembros. Hubo varias opciones de resolución. Una de ellas fue el abandono de la causa. La denuncia de un agustino cortejando una mujer de mala reputación en 1637, llegó finalmente al registro inquisitorial en 1669.[30] En otras instancias las denuncias meticulosamente registradas carecen de documentación que indiquen el curso de la investigación. Sin embargo, en aquellos casos que llevan el proceso a su término, los veredictos contienen las más acerbas condenaciones, describiendo al culpable como vicioso, escandaloso, lobo engañador de almas a su cargo, traidor a su ministerio, su orden y su religión. El solicitante era encerrado en la cárcel inquisitorial durante el período de investigación, pero cuando el veredicto lo hallaba culpable, el mismo no implicó la expulsión de la orden o la iglesia. Los castigos usuales fueron: 1. La anulación del permiso de confesar mujeres 2. Exilio por varios años del convento en una jurisdicción alejada 3. Encierro en el convento por un año. 4. Privación de voz y voto en la comunidad por un año.[31] Las órdenes usualmente representaban a sus miembros ante el Santo Oficio pidiendo remisión del castigo o, por lo menos, la oportunidad de hacerse cargo del mismo con el sigilo más prudente. Si la solicitación no era en el confesionario (la forma más culpable por romper un sacramento y la única a cargo de la Inquisición) la causa era enviada a otras autoridades eclesiásticas para su resolución. Los frailes se podían proteger los unos a los otros pidiéndoles a la ofendida y sus familiares que cejaran en sus intentos, o simplemente ocultando la conducta de las “ovejas descarriadas.” La mediación y la falta de efectividad en el castigo caracterizan la historia de la solicitación.

Los inquisidores estuvieron muy conscientes de la tentación carnal y estaban preparados a examinar los casos intensamente. El proceso permanecía anónimo y secreto, ya que su propósito no era crear un cuerpo de prescripciones para un desenmascaramiento público de los culpables. Tampoco estaba orientado a hallar modos de controlar el deseo sexual a nivel personal. El proceso inquisitorial era un ejercicio casuístico orientado a resolver las circunstancias específicas de cada caso, en cada ocasión, y separa a los culpables o comprometidos. Pero no podía eliminar la naturaleza sexuada de sus miembros, aunque se reconocía que el voto de castidad no garantizaba una conducta ejemplar. Así el deseo sexual siguió agazapándose y expresándose en los confesionarios.

  

3.      El deseo del poder

 

Quizás el deseo de poder es uno de los resortes más comunes detrás de todos los eventos históricos, y en Nueva España la lucha por el poder entre los hombres de Dios fue multifacética y complejísima. Esta lucha envolvió a órdenes contra órdenes, órdenes contra el episcopado y la Corona, y criollos contra gachupines dentro de cada orden. Dado el amplio espectro de comportamientos me concretaré a ilustrar dos formas de estas apasionadas luchas por el poder: el de los regulares y la iglesia secular, y más brevemente, el de los peninsulares o gachupines y los criollos por el control de las elecciones dentro de cada claustro.

Cuando las órdenes mendicantes llegaron a Nueva España en las décadas de 1520 y 1530, la tarea evangelizadora les fue asignada por una excepcional decisión papal. En Europa las órdenes no estaban a cargo de esta tarea, pero el nuevo mundo parecía ofrecer una ocasión sui generis para renovar las premisas de la primitiva cristiandad, cuya memoria era ya bastante remota. Además, parecía que el fin del tiempo y la llegada del reino de Dios estaban quizás más cercanos de lo que se esperaba y había que acelerar la incorporación de esas almas antes del juicio final. Aunque esta visión no era la de todos los cristianos, ni tampoco la de aquellos que pasaron al nuevo mundo, el final de la reconquista de la península de los musulmanes significó para muchos de sus habitantes la decisión de Dios de hablar a la humanidad con la voz del Catolicismo. Un proceso de conversión obligatoria de los musulmanes que quedaron en la península estaba ocurriendo dentro de España y la apertura de los nuevos territorios no podía indicar otra cosa que la voluntad del creador.

Carlos v envió un grupo de hombres inspirados por una visión casi utópica de su destino a cristianizar a los indígenas de Nueva España, donde se ensayaría un proceso después repetido en otros lugares del continente. Pero cuando Felipe ii ascendió al trono en 1556 sus objetivos eran los de restablecer el modelo español en el cual la Corona y la iglesia episcopal serían los principales entes de gobierno en el imperio. Nombró obispos y arzobispos con amplias facultades y jurisdicciones para que establecieran la supremacía de la iglesia secular sobre las órdenes. Para 1580, después de 30 años de monopolio virtual del proceso de evangelización por los regulares, la hegemonía de éstos comenzó a desmoronarse lentamente. Este proceso no terminaría sino hasta mediados del siglo xviii y aún entonces, los regulares siguieron conservando su autoridad en zonas lejanas y poco pobladas del imperio. La fecha decisiva para la terminación de la hegemonía regular fue 1749, año en que Fernando vi autorizó a los obispos y arzobispos a tomar posesión de todas las parroquias gobernadas por los regulares y transferirlas ipso facto al clero secular.

Así, entre 1580 y 1749, el clero secular y las órdenes mendicantes mantuvieron una lucha por el poder que implicaba el control de los cuerpos y las almas de los indígenas. Esta lucha estuvo caracterizada por toda clase de actividades de dudosa ejemplaridad religiosa en las cuales estos hombres se enfrentaron unos a otros con una animosidad inusitada, pero que yo caracterizo como una forma de expresar “su masculinidad.” La Corona misma era partidaria en esta lucha porque también el rey estaba empeñado en rescatar su propia autoridad y patronato real sobre las actividades de la Iglesia, independientemente  de que rama de la Iglesia se tratara. Sin embargo la Corona no llegó a expresar este deseo de recobrar su autoridad claramente sino hasta las últimas décadas del siglo xvii y aun más, durante el siglo xviii.

Uno de los episodios más prolongados y aún pintorescos de este conflicto entre la autoridad episcopal y las órdenes fue el creado por el obispo de Puebla, Juan de Palafox y Mendoza con la Compañía de Jesús. Pero por no haber incluido a los jesuitas dentro de mi estudio, me eximo de analizarla. Pero Palafox que fue, brevemente, virrey de Nueva España en 1642, durante su tenencia obispal también involucró a los franciscanos en su deseo de reducir la autoridad de los regulares.[32] En 1640 Palafox sacó a los franciscanos de 34 doctrinas, dejándoles sólo siete que, de acuerdo con las alegaciones de la orden, estaban en las áreas más pobres del obispado. Los agustinos y dominicos también perdieron doctrinas, pero en menor número. El objetivo palafoxiano fue el de reducir el poder de los franciscanos, que habían ocupado el área de Puebla desde 1603.[33] En 1641 la orden franciscana comenzó una litigación jurídica contra el obispo, contando con el apoyo de la Audiencia. Se trataba de una lucha entre hombres que tomó ribetes muy personales. Una vez que fueron expulsados de sus doctrinas, los franciscanos enviaron sus representares a la corte con lo que la iglesia episcopal dio en llamar cuentos “siniestros y fingidas dudas”. [34] El sucesor de Palafox, el obispo Diego Osorio y Escobar, se empeñó en demostrar la pobre administración de almas y fondos de la orden, y envió visitadores para comprobar irrefutablemente ambos cargos y la decadencia moral de la orden. El abuso de los tributos que imponían a los indígenas por ofrecer sus servicios espirituales fue un punto álgido en la investigación. También acusó a los regulares de no hablar las lenguas regionales y, por ende, no poder evangelizar adecuadamente. Este asunto de la lenguas indígenas fue uno de los argumentos que las iglesias metropolitanas continuaron usando en su lucha contra los regulares hasta el final de la contienda secularizante, ya que la comprensión de los sacramentos era esencial para la salvación de sus almas.

En 1659 la Corona ordenó al obispo de Puebla que visitara a los franciscanos y los examinara en lenguas. Como todos los franciscanos, excepto uno, se resistieron a obedecer la orden real, el obispo procedió a expulsarlos de sus parroquias y reemplazarlos con clérigos seculares. El obispo también colectó una serie de testimonios en las doctrinas de indios, en las cuales tanto indígenas como españoles testificaban sobre la “rapacidad” de los franciscanos en extorsionar servicios y tributos de sus doctrinas. Los franciscanos fueron acusados de mantener obrajes en sus conventos, todos a cargo de mano de obra indígena. Los frailes ni siquiera usaban sus hábitos: usaban ropa secular, se desplazaban a caballo y algunos mantenían relaciones con mujeres públicamente. Sabiendo lo que sabemos sobre frailes y sus fragilidades el obispo no puede haber sido sorprendido por esta información. En su informe al rey, el obispo también envió noticias sobre las transgresiones morales de dominicos y agustinos, Entre estos últimos se destaca la historia de uno que había encerrado a una joven india en su casa, de la cual ella se escapó por una ventana. Enfurecido, el fraile llamó a la madre a la iglesia, donde le propinó una paliza. Las dos mujeres se fugaron del pueblo.[35] No hay que fiarse de que todos los cargos fueran ciertos, pues en estas contiendas se buscaban testigos favorables, y es precisamente este proceso el que vicia la presunción de vidas perfectas de los hombres de Dios.

La larga lista de cargos y contra-cargos y las declaraciones de los testigos nos hablan de una complejísima historia de rivalidades entre seculares y regulares que se puede ampliar ad infinitum si incluyéramos otras provincias eclesiásticas. El concepto que formó la base de este enfrentamiento entre obispos y regulares fue el de “desacato a la autoridad episcopal”, base de la lucha por el poder bajo la pretensión de orden social y beneficencia para los indios. El obispo Osorio argüía que los franciscanos estaban en desacato de la autoridad real, del Concilio de Trento de su propia orden y de su autoridad. Esta letanía de jerarquías legitimaba su postura. Entre estos hombres de Dios, era esencial que cada quien y cada grupo comprendiera cuáles eran las fuentes de su poder y delante de quien debían inclinar la cerviz. El mantenimiento de jerarquía era la forma más eficaz y directa de establecer su propia identidad contra otras fuentes rivales de autoridad. Esta argumentación los consumía en una búsqueda de los medios de cómo establecer y asegurar su sentido del honor personal y corporativo, y los deponía a luchar para restañar las heridas en sus propios “egos” y crear otras en los de sus “enemigos.”

El guante lanzado por el obispo de Puebla necesitaba una respuesta. En 1666 el Comisario General de la orden franciscana, fray Hernando de la Rúa, llega a la Nueva España, poseído de una rígida actitud peninsular de que la situación de su orden necesitaba ser corregida. Estaba dispuesto a entablar una lucha contra el obispo Osorio. Reabrió el caso reclamando las doctrinas confiscadas y siguiendo la iniciativa de su cabeza, los franciscanos se reapropiaron de un coro de indígenas usando el muy masculino proceder de una batalla a puñetazos en la villa de Topoyanco. Este tipo de incidentes –el uso de la fuerza de manos– fue bastante común en la resolución de problemas dentro de los conventos de frailes, incidentes que no podemos pormenorizar aquí, pero que fueron parte de la cultura de resolución de conflictos que fue parte de la expresión de masculinidad en esos tiempos.[36] La confrontación de La Rúa con el obispo de Puebla se extendió al arzobispo de México y el obispo de Nueva Vizcaya, en todos los casos instigando a los franciscanos a desobedecer cualquier orden episcopal que los desposeyera de sus doctrinas, y apoyando a los dominicos y agustinos en causas similares.[37]

En estos conflictos la Corona favorecía al arzobispo y las autoridades seculares tratando de fortalecer sus derechos de patronazgo, mientras que el Virrey y las autoridades locales debilitaban la política real favoreciendo a las órdenes. Por ejemplo, después de la orden de expulsión de los franciscanos dada por Palafox, los mismos retuvieron muchos de sus edificios por el apoyo ofrecido por los virreyes Duque de Escalona y Conde de Salvatierra Y así la historia se alargó por décadas. Hubo intermedios de mutuo entendimiento y cooperación, como la cesión voluntaria de las doctrinas dominicas en el istmo de Tehuantepec en 1712.[38] Otras veces la autoridad episcopal evadió fricciones, como cuando el arzobispo José Lanciego y Eguilaz (1717-1728) decidió que los frailes podrían permaneces en sus doctrinas en el arzobispado porque los clérigos seculares no llenaban sus requerimientos en cuanto a eficiencia en la administración de las parroquias indias. Notó que aunque los indios podían hablar el castellano, preferían confesarse y hablar a “sus superiores” en su propia lengua, y que los frailes manejaban las lenguas mejor que los seculares.[39]

 Así, la transferencia final fue demorada hasta mediados del siglo xviii, cuando la monarquía borbónica, alentada por sus ministros, decidió reiniciar el proceso de crear una iglesia aliada y al servicio de sus intereses, respetando la independencia de la autoridad espiritual de los ministros de Dios. La confrontación que comenzó en el siglo xvi terminó oficialmente con el pase de las cédulas de 1749 y 1753, que establecía que todas las parroquias a cargo de los regulares pasaran a manos de clérigos seculares. Esta orden fue llevada a cabo vigorosamente, con una pujanza atlética y viril por parte de las autoridades seculares y con la colaboración entusiasta de obispos y arzobispos. Esta orden fue el ensayo de otro acto de aserción de autoridad y poder: la expulsión de los jesuitas en 1767. El arzobispo de México en 1749, Manuel Rubio y Salinas, no se tomó el trabajo de notificar con anticipación a los mendicantes aún es posesión de sus doctrinas. Simplemente envió pelotones de soldados para tomar iglesias y conventos bajo órdenes estrictas de que los frailes abandonaran los edificios en 24 horas, llevando consigo sólo sus posesiones personales, y dejando intactos todo el menaje de las iglesias y claustros, que servirían, de entonces en adelante, a sus futuros ocupantes: el clero secular.

Los regulares elevaron voces angustiadas, pero, dado el carácter terminante de la orden real, la resistencia fue mínima. Apelaron al virrey Güemes de Horcasitas, conde de Revillagigedo, un hombre poco amistoso y convencido de la equidad de la corona. También enviaron cartas al Consejo de Indias y a Fernando vi, urgiéndolos a comprender la magnitud del desastre que podía implicar una secularización tan rápida. Faltarían las confesiones para los indios por la ineptitud lingüística de los nuevos pastores. Además, la calamidad sería personal. ¿A dónde irían los frailes expulsados de sus doctrinas? ¿Con que se mantendrían?[40] Los franciscanos de Michoacán invocaron la sangre que sus mártires habían perdido por la causa de Cristo y el rey. Aquellos hombres santos y perfectos del pasado fueron resucitados para defender a sus hermanos de religión, que sufrían una situación completamente inimaginable doscientos años atrás. Pero ningún argumento logró su objetivo. La orden real prevaleció.[41]

La secularización fue testigo de algunas demostraciones de protesta contra los soldados a cargo de ejecutarla. En Cupulac, una doctrina agustina, el capitán a cargo de su ejecución tuvo que sacar a relucir sus armas de fuego. Esta fue una de las pocas doctrinas en las cuales un fraile tuvo la iniciativa de organizar un protesta entre los indios del lugar, o, como fue descrito en un informe, atentó “la seducción” de los mismos, metáfora de carácter sexual muy apropiada para describir a un elemento feminizado, el indígena, disputado por dos facciones de hombres contendiendo por su posesión. En pago de su incitación, el fraile fue enviado prisionero a Veracruz con órdenes de ser deportado a España.

El virrey Revillagigedo no solo prestó oídos sordos a las súplicas de los regulares, sino que escribió largos y detallados informes a la corona en apoyo de la secularización, en los cuales invitaba a los frailes a retornar “a la santidad de su destino,” una frase que parecía haber sido prestada de alguna “vida ejemplar” del siglo xvii. En su proceder demostró total falta de interés por la suerte de los regulares, pero una obvia complacencia en el ejercicio de su autoridad sobre el destino de los regulares. Así, bajo el manto de la disciplina, el orden, la obediencia y el respecto, los obispos y arzobispos, con la ayuda del virrey, procedieron a poner las cédulas en efecto, usando el código de honor personal y espiritualidad de las órdenes. Y para remachar la situación, el rey prohibió cualquier demanda ante las autoridades seculares que se opusiera a la orden de secularización. El absolutismo real del siglo xviii puso punto final a este proceso con una elocuente expresión de dominio masculino sobre sus contrincantes. En el mismo, la comunidad indígena, “el cuerpo” disputado por las facciones, ganó una relevancia que parecía haber sido olvidada por mucho tiempo. Los edictos reales reconocían los esfuerzos y el trabajo que los indios habían puesto en la construcción de enormes y extravagantes templos en el pasado y decidía que no se les podía seguir pidiendo más. De entonces en adelante, dijo el rey, esos edificios serían “suyos” -de los indígenas- para disfrutarlos bajo la guía de “sus verdaderos pastores.” El golpe a las órdenes no podía haber sido más duro, porque envolvía acusaciones de falta de respeto a sus propias Reglas y la explotación de la mano de obra indígena. En una carta al rey, el virrey llamó a los frailes “los piojos de los pobres indios.” Esta manipulación de los sujetos indígenas por las órdenes, la iglesia, el virrey y aún la corona misma, debe estudiarse más profundamente como expresión de un juego de poder entre hombres en el cual se le pretendía dar un boleto de entrada a un nuevo elemento étnico

Muy brevemente insinuaré el otro tópico que se presta a la indagación de cómo se jugaban los roles masculinos dentro de las órdenes mendicantes. Si retornamos a la bien conocida práctica de la alternativa creo encontraremos una rica veta de posibilidades. El plan para elegir priores y consejeros entre gachupines y criollos trató de contener un creciente sentimiento de alteridad entre los criollos y de defensa de “su” identidad entre los peninsulares. Pero, en el fondo, fue también otra manifestación de una lucha por el poder. Estaban en juego no sólo el gobierno de cada comunidad sino el de la provincia de la orden religiosa. Con un número de conventos dentro de cada provincia, cada provincia se atenía a un Prior y su Consejo de cuatro religiosos elegidos en capítulos trienales. Estos puestos estuvieron en manos de peninsulares hasta comienzos del siglo diecisiete, cuando la configuración demográfica de casi todas las órdenes comenzó a cambiar. Un número creciente de criollos ingresó a las órdenes religiosas, mientras que muchos peninsulares pasaban a las Filipinas. Algunas órdenes como la Carmelita trataron de mantener la primacía de los gachupines restringiendo el número de admisiones criollas. Otras, como la agustina, pronto se vieron colmadas de criollos.

En la orden agustina, que tomo como ejemplo, para 1627 el número de criollos, 402, contrastaba con los 43 peninsulares que se localizaron en la provincia de México. La inevitable guerra entre ambas facciones se puso en evidencia con formas de violencia personal y “orgullo étnico,” que no se circunscribía a esa provincia, ni a esa orden. Tomemos las palabras de un dominico de la provincia de Chiapas de Guatemala, en carta dirigida al rey. Alrededor de 1646, fray Raimundo de Peramato, esgrime la pluma en acida diatriba contra los criollos.[42]

Furioso contra el rey el Vaticano por haber aceptado la alternativa expresa que el buen gobierno de la Provincia dominicana sólo puede alcanzarse bajo el mando de los peninsulares. En el oficio de Provincial, en cuyo buen gobierno y religioso celo consistía la conservación de virtud y buen ejemplo, debía caer en sujetos de prendas y méritos de religión y prudencia. En éstos excedían “los religiosos que han pasado de España, como personas que se crían en mayor obediencia, en más rigor, estudios, y que pasaron con tanto celo a mejorarlos en tan loable empleo, como es la administración de las almas de tantos Indios reducidos a nuestra Santa Fe, y reducir otros muchos, que aún no lo están, como consta de información auténtica.” Dadas las circunstancias, hasta entonces no habían habido religiosos criollos en el dicho oficio, “porque aunque sea tolerable haya algunos priores criollos, como los hay, no lo será, sean Provinciales, habiéndose de conservar la dicha provincia en la religión y observancia que hoy tiene.” En su opinión los factores que conspiraban contra los criollos eran de carácter y crianza.

“Los criollos nacidos en ellas, es gente sumamente flaca, de poco vigor para la virtud, y rigor que profesa el estado religioso, de menos fondo y gravedad, dados mucho al ocio. Y muy inclinados a tener regalo y comodidades temporales, sin que les cueste trabajo, ni diligencia mucha; y porque esto, a quienes no tienen muy preferentes las obligaciones de su instituto, les es fácil en las religiones que tienen a su cargo doctrinas de Indios. Nada desean más los deudos y padres que ver sus hijos en dichas religiones, y según se experimenta, no parece ser otro el motivo con que los más toman el hábito en ellas.” ¿Cómo podía confiarse en gentes con esas cualidades y que profesaban sin convicción?

La riqueza y utilidad de las Indias consistía en que continuamente pasaran de España personas que descubran y beneficien minas, asistan a las granjerías de ganado, comercio, tratos y contratos, etcétera. “por ser rarísimo el criollo que asiste a nada de esto, ni sea para ello...” Si les faltase el pasar españoles, las Indias serían las más desventurada y pobre tierra del mundo.[43] Esa auto-percepción de superioridad mantuvo a los gachupines en actitud de constante defensiva dentro de las órdenes, atizando las más increíbles luchas por el poder dentro de las mismas. Dentro de la orden agustina apareció un poderoso grupo de criollos hacia 1630 que crearon un sistema de dominación bajo la dirección de un llamado “monarca”.[44] Esta fue la respuesta de los criollos cuando tuvieron la oportunidad de capturar el poder, aunque hubo “monarcas” peninsulares. En cualquier caso, el trasfondo fue el deseo de poder. El “monarca” usualmente provenía de una familia criolla de distinción, se reelegía frecuentemente y jugaba el papel de patrón distribuyendo regalos y prebendas, no sólo entre miembros de su orden sino entre las autoridades reales. La actuación del “monarca” no tuvo nada de ejemplar; usualmente era la antítesis del modelo de perfección religiosa pintado en las crónicas y sermones fúnebres. El monarca silenciaba a sus enemigos enviándolos a localidades remotas, y distribuía oficios en subastas abiertas entre sus colaboradores durante las elecciones trienales. El ascetismo, la oración, la renuncia de los placeres del mundo, no eran tópicos de ninguna vigencia en este mercado de poder personal, uno de cuyos objetivos era la eliminación total de los gachupines en los asuntos de la orden.

En el tercer cuarto del siglo xvii llegó a la Nueva España un pequeño grupo de agustinos peninsulares (con algunos canarios) que reforzaron la pequeña cuadrilla residente en la capital. Entre sus propósitos estaba, los de restaurar la alternativa y hacer obedecer las órdenes reales en cuanto a la misma. La petulancia de la facción criolla era tal que en 1666 el provincial fray Hernando de Sosa, criollo y monarca de turno, decidió ignorar la real orden de restaurar la alternativa. En esta decisión contaba con el apoyo del virrey la Audiencia, que a posteriori, decidió que desde 1660 la alternativa se había legítimamente suspendido por falta de peninsulares.[45] Con mucho esfuerzo de parte de los peninsulares y apoyo real y del Vaticano, la alternativa fue restaurada en 1670 con sólo once peninsulares en disposición de acceder a puestos de gobierno, contra los 90 criollos con ese derecho. Contando con el apoyo de un visitador real, el sistema funcionó por once años más, pero entre 1681 y 1705, el poderoso, Diego Velázquez de la Cadena, miembro de una familia con títulos de nobleza, restauró el poder del monarca en su persona. Para la elección de 1684, compró 92 de 101 votos, y en 1687 “vendió” el puesto de provincial por 10,000 pesos a un individuo cuyas manipulaciones entre los agustinos eran bien conocidas en la ciudad. La única oposición a estos hombres la encarnó un gachupín reformista, fray José Sicardo, que defendió su causa con una pasión obsesionada. Irónicamente, fue uno de los más ardientes defensores de la beatificación de un agustino criollo y mártir del Japón, fray Bartolomé Gutiérrez, de quien escribió una biografía. Se podía escribir hagiografía en medio de luchas que hablaban más de pasiones humanas que angélicas.[46] Sicardo fue descrito como un hombre de “disposición ardiente’ y tuvo que dejar la provincia en 1684 bajo acusaciones de apostasía y excomunión fabricadas por sus hermanos en religión. Aunque se lograron algunas leves mejoras en este sistema bajo el patronato del estricto arzobispo Francisco Aguiar y Seijas, que permitió que cuarenta y cinco peninsulares estuvieran ya en México para 1700, el sistema de monarquía continuó en el siglo xviii. Y esta no fue su única mácula. A la corrupción política se añadían representaciones teatrales dentro de los conventos y fiestas de cumpleaños para los monarcas, en las cuales se presentaban los bastardos de algunos frailes sin empacho alguno. La provincia agustina de Michoacán también estuvo profundamente afectada por desórdenes similares, y a principios del siglo xvii, entre los dominicos de Puebla, las elecciones había degenerado en luchas abiertas en la que algunos padres pedían votos para sus facciones, como declaró un testigo: “Que le consta de cierta ciencia que Juan de Gorozpe había pedido votos y pretendido captarlos con agasajos y amenazas y que sabe haber ofrecido a cierto religioso cuyo nombre esta pronto a decir quinientos pesos por votarle a su favor en una elección ...”[47] Una de las razones de acciones descritas como “sediciosas’ era el deseo de uno de los cabecillas que se les diera Vicario de “la nación española.” En los disturbios que siguieron durante la primera década del siglo xviii, padres “arrebatados y calientes” se trasladaron a México para argüir contra las elecciones y los electos para el convento de Puebla. Quienes trataban de poner algún orden y paz en la provincia recurrían a metáforas en la cuales la orden era representada como femenina madre sufriente que, sin embargo recibiría amorosa a los facciosos, mientras que los frailes locales eran aquellos prohijados en el vientre de la provincia. Moldes de masculinidad y feminidad son alternados en esta representación de la lucha por el poder en la cual la provincia es siempre la madre que todos respetaban en teoría, y que como la virgen María extendía su amor a los hijos que no hacían otra cosa que comportarse como retoños difíciles de sufrir, a despecho de sus sotanas.

Y aquí pongo punto no final, sino suspensivo a esta aproximación al tema. Hasta ahora se va percibiendo un mundo muy complejo en el cual alternan representaciones de masculinidad con realidades que nada tenían que ver con esos arquetipos que servía de inspiración para mantener una fe intelectual en la supervivencia de un modo de vida –la religión–que era uno de las pocas opciones que tenían los hombres de entonces. Los frailes no podían escapar su configuración biológica., como tampoco los elementos culturales que los inclinaban a adoptar ciertos valores como el honor en la jerarquía y nacimiento. Examinando el lenguaje de las numerosas apelaciones y contra-apelaciones, se detectan valores escondidos en el mismo que son nuestra clave para ir deshaciendo la madeja de este imaginario masculino. Por ejemplo, no se puede “injuriar” la alternativa, porque era una práctica aprobada por el Papa y a la que los frailes que se creen sus defensores le conceden una naturaleza honrosa, porque sólo la honra se puede injuriar.

El concepto de que existe una honra religiosa, unívoca e irrevocable que se expresa en la conducta, ya está vigente en los primeros historiadores y tiñe la enunciación de argumentos en todos los documentos oficiales.[48] En Puebla, los dominicos “díscolos,” en rebeldía contra sus superiores, “han quebrantado todos los reparos de la modestia y han sacudido el yugo de la obediencia; han faltado a todas las leyes de la observancia...” y al descargar sus acusaciones contra su superior “se ceban en su honra y denigran su buena fama hasta llegar a imputarle falsamente del torpísimo vicio de ebrio.”[49] Existe el desacato a los preceptos morales de la religión y a los de la observancia conventual, pero los conceptos culturales que conforman el juicio sobre la conducta personal permanecen para definir lo que es justo o recto. ¿Qué es lo que define la esencia o esencias de la masculinidad entre los regulares? Por el momento hay que reconocer que existían ciertas formas de crear vínculos entre los miembros de esas comunidades que refuerzan su hombría en común, que los definían como “hermanos” dentro de una familia virtual, la Orden. Hasta el tercer cuarto del siglo xvi, el número de frailes es relativamente pequeño, y la dispersión de los mismos en conventos que siguen multiplicándose en una vasta región, obliga a mantener una estrecha vinculación entre ellos. Pero con la llegada del siglo xvii comienza una superabundancia de religiosos que va minando el espíritu de orgullo en su comunidad que definitivamente tuvieron los fundadores, y van introduciendo toda clase de corruptelas, en especial las sexuales y las de deseo de poder y dominación entre sí, sin mencionar el afán de riquezas y comodidad que comienza a atizar la rivalidad entre las órdenes. Añádase la política real que introduce la rivalidad con los seculares y se van aumentando los factores que sacarían a relucir conductas eminentemente seculares y masculinas. En la escritura de las historias de las órdenes y la creación de arquetipos de hombría santa, hay posiblemente, un deseo de reafirmación de comportamientos e ideales que se hacen más difíciles a diario, pero que sirven para afianzar el vínculo espiritual que era necesario para la perpetuación de las órdenes y su servicio dentro del cuerpo de la iglesia.[50]

Los elementos que cementaron una cultura masculina dentro de las órdenes son complejos, pero podemos iniciar su recuento con la asunción de misoginismo implícita en el celibato pero idealizada en metáforas femeninas como la madre iglesia y el culto espiritual de la Virgen María. A pesar de repetidas caídas, la reafirmación de la virginidad masculina es una reafirmación de la capacidad de los hombres de Dios de controlar su propia identidad biológica, esfuerzo esencialmente viril en ese contradictorio concepto. También se puede ver un cultivo de la hombría en el deseo de martirio o sacrifico personal exaltado en las biografías de los fundadores, quienes en la sumisión a los deberes de la Regla prueban como para ser varón en religión, era necesario predicar continuamente, caminar sin cansancio, vivir con lo mínimo y sufrir lo máximo. Aún a finales del siglo xvii, la hagiografía refuerza ese modelo. La biografía de fray Antonio Margil de Jesús, predicador franciscano en olor de santidad, elogia en su vida ver renovadas “las huellas de los primitivos varones apostólicos, que con desnuda planta transitaron lo ásperos caminos de estos vastísimos reynos”.[51] Seguir en la búsqueda de esas complicadas huellas culturales es nuestra tarea para el futuro.



[1] Investigadora del Departamento de Historia de la Arizona State University.

[2] Tomado de la monografía “Los hombres de Dios. Aproximación a un estudio de la masculinidad en Nueva España”, en Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, 31, Bogotá 2004, 283-309.

[3] Pete Sigal, Ed, Male Homosexuality in Colonial Latin America, The University of Chicago Press, Chicago 2003; Federico Garza Carvajal, Butterflies Will Burn. Prosecuting Sodomites in early Modern Spain and México University of Texas Press, Austin 2003.

[4] Caroline White, Early Christian Lives, Penguin Books, London 1998; Thomas J. Heffernan, Sacred Biography. Saints and Their Biographers in the Middle Ages, Oxford University Press, New York 1988; Sandro Stica, editor, ”Saints. Studies in Hagiography”, en Medieval ad Renaissance Texts and Studies, Binghamton, N.Y 1996; Isabelle Poutrin, Le Voile et la plume. Autobiographie et sainteté dans L’Espagne moderne, Casa de Velázquez, Madrid 1995.

[5] Agustín Dávila Padilla, Historia de la fundación y discurso de la Provincia de Santiago de México, de la Orden de Predicadores, 2a edición, 1625, en William Agustin Mahan, Padre Island, Treasure Kingdom of the World, Texan Press, Waco 1967. Para una visión general de la historiografía de la iglesia en Hispanoamérica, ver, Asunción Lavrin, “Misión de la Historia e Historiografía de la Iglesia en el período colonial americano,” Historiografía y Bibliografía Americanista, Suplemento de Anuario de Estudios Americanos, Vol. xlvi, No. 2, Sevilla 1989, pp. 11-54.

[6] Juan de Grijalva, Crónica de la Orden de N. P. S. Agustín en las provincias de la Nueva España, en quatro edades desde el año de 1533 hasta el de 1592, Imprenta de Ioan Ruyz, México 1624.

[7] Antonio Rubial García, La santidad controvertida, Fondo de Cultura Económica / UNAM, México 1999. Rubial subraya la importancia de la producción hagiográfica en la beatificación del franciscano fray Antonio Margil de Jesús. Ver, pp. 287-297.

[8] Gerónimo de Mendieta, Historia eclesiástica indiana, tomo ii, Biblioteca de Autores Españoles, Madrid 1973, p. 130.

[9] Ibíd., 141.

[10] Baltasar de Medina, Crónica de la santa Provincia de San Diego de México de Religiosos Descalzos de N.S.P.S Francisco en la Nueva España. Vidas de Ilustres y Venerables Varones que la han edificado con excelentes virtudes, Juan de Ribera, México 1682, passim.

[11] Jerónimo de Mendieta, Historia eclesiástica, 227.

[12] Ibíd., 228-250.

[13] Ibíd., 143-44.

[14] Ibíd., 204-05.

[15] Francisco de Abreu, Panegírico Funeral. Honras que la Santa Provincia de N. P. S. Francisco celebró a su venerado y más digno padre fray Antonio Gamón, Lector que fue de Philosophia y Theología, dos veces definidor, Vicario y Ministro Provincial, Joseph Bernardo de Hogal, México 1736; Baltasar de Medina, Crónica de la Santa Provincia de San Diego de México, de religiosos descalzos de N.P.S. S Francisco en la Nueva España. Vidas de ilustres y venerables varones que la han edificado con excelentes virtudes, Juan de Ribera, México 1682. Los dieguinos rechazaban los milagros aunque aún así, reclamaron algunos entre sus miembros. Prefirieron evocar las habilidades de sus miembros de dedicarse a las letras y los estudios, y su humildad y obediencia. Igualmente elogiaban la castidad y la devoción a la oración.

[16] Isidro Félix de Espinosa, El peregrino septentrional: Atlante delineada en la ejemplarisima vida del venerable padre fray Antonio Margil de Jesús, Joseph Bernardo Hogal, México 1737.

[17] Mendieta, Historia eclesiástica, p. 130.

[18] Alonso Franco, Segunda Parte de la Historia de la Provincia de Santiago de México, Orden de Predicadores en la Nueva España, Imprenta del Museo Nacional, México 1900.

[19] Jorge E. Traslosheros, Iglesia, justicia y sociedad en la Nueva España. La Audiencia del Arzobispado de México, 1528-1668, Editorial Porrúa, Universidad Iberoamericana, México 2004.

[20] Para la solicitación en España, ver, Stephen Haliczer, Sexuality in the Confesional: A Sacrament Profaned, Oxford University Press, Oxford 1996.

[21] Los más recientes estudios sobre solicitación en México son los de Jorge René González Marmolejo. Ver, “El delito de solicitación en el obispado de Puebla durante el siglo xviii”. Tesis. Escuela Nacional de Antropología e Historia, México, 1982”, “Correspondencia amorosa de clérigos del siglo xviii: El caso de José Ignacio Troncoso y María de Paula de la Santísima Trinidad,” en Amor y desamor en Nueva España, UNAM, México 199?), y Sexo y confesión. La Iglesia y la penitencia en los siglos xviii y xix en la Nueva España (Conaculta-INAH/ Plaza y Valdés, editores, 2002).

[22] AGN, Inquisición, 544, exp. 27 (1701) fol. 518-37. En este caso la confesante fue tocada ad turpiam antes de la confesión. Tras la confesión ella declaró haber sido “convencida” de ir con el fraile a su celda, donde el mismo la besó, pero cuando ella comenzó a gritar, el fraile la echó de la misma.

[23] AGN, México, Inquisición, Vol. 295, (1615) 105-115v. He estudiado doce casos de este legajo, muestra de los que se informaron para 1615. En esta etapa preliminar de mi investigación he buscado ejemplos significativos de casos entre 1580 y 1800, sin tratar de establecer una cuantificación metódica, que será llevada a cabo en el futuro.

[24] John Chuchiak, “The Secrets Behind the Screen. Solicitantes in the Colonial Diocesis of Yucatan and the Sexual Conquest of the Yucatec Maya, 1570-1700”, de próxima publicación en Susan Schroeder y Stafford Poole, C.M., editores, México’s Transformative Church: Colonial Piety. Progroms and Politics, Scholarly Resources, Newark, Delaware 2005. Este volumen se publicará en 2007 pero con diferente título: Religion in New Spain.

[25] A modo de ejemplos cito algunos de los volúmenes de Inquisición que he consultado, dejando sentado que mi muestreo es más amplio: vol. 748, exp. 2; vol. 1303, exp. 6. fol. 49; vol. 244, fol. 154-154v; vol. 244, fol. 33-54v 37; vol. 485, exp. 29 fol. 285-86; vol. 458, exp. 28, fol. 283-284;  ol. 366 exp. 30, fol. 357-357v;  ol. 767, exp. 9, fol. 214-35;  ol. 520, exp. 42, fol. 59v-61;  ol. 1159, exp. 15, fol. 323-328;  ol. 122, que cubre todos los casos de 1580; University of Texas, Ms collection, Nettie Lee Benson Library G 164 El Señor Inquisidor Fiscal del Santo Oficio de México vs. Manuel Martínez religioso del orden de San Francisco de esta provincia del Santo Evangelio, por solicitante, 1732.

[26] AGI, Inquisición, vol. 244, fol. 254-54v and 33-54v.

[27] AGN, Inquisición, vol. 759, exp. 5.

[28] AGN, Inquisición, vol. 1957bis. (1758) fol. 366-84. Era el confesor de varias monjas y seculares del convento de Santa Clara y San Juan de la Penitencia. Fray Buenaventura pertenecía a la orden dieguina de los franciscanos.

[29] AGI, México, 316 (1693); Antonio Rubial García, “Un caso raro. La vida y desgracias de Sor Antonia de San Joseph, monja profesa en Jesús María,” en Manuel Ramos Medina, coord. El Monacato Femenino en el Imperio Español: Monasterios, beaterios, recogimientos y colegios, Condumex, México 1995, 351-57; Antonio de Robles, Diario de sucesos notables, 3 vol., Editorial Porrúa, México 1972, 2:19, 140; AGN, Inquisición, vol. 186, passim.

[30] AGN, Inquisición, vol. 384 (1637).

[31] Este fue el castigo aplicado al franciscano Joseph de Oliva, a mediados de 1690. Ver, AGN, Inquisición, vol. 527, fol. 28-67 (1692).

[32] AGI, Audiencia de México, 348, 719, 722, 815, 1936, 260, 721; Antonio Rubial García, “La mitra y la cogulla: La secularización palafoxiana y su impacto en el siglo XVII”, 239-272.

[33] Genaro García, Don Juan de Palafox y Mendoza, Vda. De Ch. Bouret, México 1906; Christiana de la Cruz Arteaga, El obispo Palafox y Mendoza, Ateneo, Madrid 1960.

[34] Biblioteca Nacional de Madrid, Sala Cervantes, Manuscritos. Ms 3048 Memoriales del estado eclesiástico del obispado de la Puebla de los Ángeles sobre diferencias ocurridas con los franciscanos doctrineros, fol. 231-34, sin fecha. Toda la información sobre este caso esta sacada de esta fuente.

[35] El obispo anotaba que la orden franciscana había renunciado a sus doctrinas en el Consejo General de Toledo en 1654. En ese año, la orden había declarado que el gobierno de esas parroquias era perjudicial para la disciplina interior y el deseable estado de pureza del estado religioso.

[36] Antonio Rubial, “Votos pactados. Las prácticas políticas entre los mendicantes novohispanos,” en Estudios de Historia Novohispana, vol. 26 (enero-junio 2002),51-83. Los ataques físicos personales fueron bastante comunes. Palos, puños, y armas blancas no fueron ajenas a la dirimición de elecciones en todas las órdenes mendicantes.

[37] Manifiesto a la Reyna Señora en su Real Consejo de las Indias… en que se hace notorio el continuo y estraño movimiento que ha padecido y padece el Nuevo Mundo, y Provincias de la Nueva España el día que tomo posesión de el Oficio de comisario General de la Seraphica Familia de estos Reynos fray Hernando de la Rua, México 1671. Impreso sin paginación o imprenta: AGI, Audiencia de México, Leg. 348.

[38] AGI México, 2712. Testimonio del compromiso y convenio hecho entre los religiosos de la Provincia de San Hipólito del Valle de Oaxaca del Orden de predicadores en la administración de sus curatos, 1752. Recordaba el acuerdo de 1712.

[39] AGI México, 2712 Cartas sobre secularización de doctrinas 1750s.

[40] AGI, México, 2712. Cartas.

[41] AGI, México 2712, El Procurador de la Provincia de Michoacán, de la Orden de San Fran cisco. Firmado al margen por fray Diego Ortiz de Osada, Enero 31, 1753.

[42] Biblioteca Nacional de Madrid, Sala Cervantes de Manuscritos. Ms 3048, Papeles Varios, 218v-221 “Contra criollos.” Antonio Rubial estima que las pugnas causadas por la alternativa eran más por el poder que por defender la base étnica, pues había criollos que se aliaban a los peninsulares y viceversa. Ver, Antonio Rubial, “Votos pactados. Las prácticas políticas entre los mendicantes novohispanos”. Aunque estoy de acuerdo con la premisa de que el deseo de poder era la clave de las “prácticas políticas” de los mendicantes, soy de opinión que la identidad peninsular y la criolla estaban muy íntimamente ligadas a la alternativa, a pesar de que algunos se pasaran a las filas de los otros por conveniencia, Cuando le pareció oportuno, la Corona siguió enviando peninsulares aún en el siglo xviii para mantener una línea de representación puramente hispana, lo que indica, a mi juicio, que ser peninsular contaba para algo en este controvertido proceso.

[43] Biblioteca Nacional de Madrid, Sala Cervantes de Manuscritos, Ibíd.

[44] Antonio Rubial, Una monarquía criolla. La Provincia agustina en el siglo xvii, CONACULTA, México 1990.

[45] AGI, Audiencia de México, Leg. 348, 706.

[46] Antonio Rubial, La santidad controvertida, 147-152 AGI, Audiencia de México, Leg. 708.

[47] AGI, Audiencia de México, Leg. 1033; Henry A. Monday Collection, Library of Congress. En la colección de microfilm de la Universidad Estatal de Arizona, Película 9366, Rollo 14 Provincia Dominicana de San Miguel y los Santos Ángeles.

[48] Así lo sugiere Francisco Solano sobre Jerónimo de Mendieta. Ver Jerónimo de Mendieta, Historia Eclesiástica Indiana, 2 Vols. Biblioteca de Autores Españoles, Madrid: Atlas, 1973, p. xxv.

[49] Ibíd. ante.

[50] Francisco Solano, apunta como en sus últimos años, Mendieta, posiblemente proyecta su inconformidad con el tono político de su provincia franciscana y su deseo de volver a una vida más observante, propiciada por su alumno fray Juan Bautista Viseo, proyecto que lo inclina a una vida eremítica y la creación de la memoria ideal del religioso misionero de sus inicios. Ver, comentarios introductores de Francisco Solano, en Jerónimo de Mendieta, Historia Eclesiástica Indiana, p. xxxvii.

[51] Isidro Félix de Espinosa, El Peregrino Septentrional, Atlante delineado de la ejemplarisima vida del venerable Padre Antonio Margil de Jesús, Joseph Bernardo de Hogal, México 1737, p. 117.

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