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Los ataques del gobierno contra la población civil durante la guerra cristera: las reconcentraciones

 

Juan González Morfín[1]

 

Una de las estrategias implementadas por el Ejército Mexicano durante el gobierno Callista para suprimir el abasto de víveres a los campamentos cristeros fue la de reconcentrar, a partir de mayo de 1927, a todos los moradores de las aldeas y rancherías, en las cabeceras municipales en las zonas de presencia cristera. Promiscuidad, males endémicos, migración forzada y abandono en el campo fueron las causas inmediatas de la medida más brutal jamás implementada contra la población civil en toda la historia de México. De eso da cuenta en esta colaboración

 

Introducción

 

Determinar el número de mexicanos que murieron durante el periodo de la llamada guerra cristera, no ha sido tarea fácil, sobre todo porque en los años que se llevó a cabo no existió un registro que permitiera al historiador de nuestros días aproximarse con un mínimo de certeza a cifras verdaderas. Quizá lo más cercano a un dato “oficial” sea la información del licenciado Portes Gil, obtenida de la Secretaría de Guerra y Marina en su calidad de presidente de la República, en la que habla de que el número total de muertos fluctuaba entre 800 y 1,000 al mes.[2] Y aun este dato se puede poner en tela de juicio por convenir al interés del gobierno de disminuir la magnitud de los hechos.

Fueron primero los estudios de investigadores serios como Jean Meyer los que llevaron a hablar de unas 90,000 muertes ocurridas entre los efectivos militares: 55,000 entre los soldados federales y 35,000 entre las tropas cristeras.[3] Y, más tarde, el mismo autor de La Cristiada señalaría la posibilidad de que el número total de muertos a causa del conflicto haya sido 250,000.[4]

En apoyo a esta cifra se encuentra lo que afirmó el presidente Miguel de la Madrid en su informe presidencial del 1 de enero de 1985: “no olvidemos que aún en los años veintes 200,000 mexicanos perdieron la vida en una guerra religiosa”. Fue la primera ocasión que, de una fuente oficial, se hablara de un número de víctimas tan elevado. Esto ocasionó que, meses después durante un viaje a Francia, el mismo primer mandatario afirmara en entrevista a un diario francés: “De esto resultó en los años veinte una guerra de religión que causó 250,000 muertos”.[5]

Ahora bien, si de ese número a lo sumo 90,000 fueron caídos en batalla, ¿de dónde salen tantas víctimas civiles? Es un hecho que la resistencia armada se caracterizó por ser una guerra de guerrillas, en la que constantemente los levantados emboscaban a partidas militares en lugares serranos y que, aunque hubo combates en pequeñas ciudades, estos también se realizaban predominantemente entre las tropas rebeldes y los soldados federales. En esos tres años de guerra no hubo bombardeos de grandes núcleos urbanos, ni sitios prolongados que ocasionaran mortandad entre la población civil, ni siquiera, como acabamos de asentar, combates sangrientos de los que resultara un elevado número de civiles muertos… ¿Cuál fue, pues, la causa de la muerte de más de 150,000 mexicanos que no participaron activamente en la defensa armada? La respuesta no puede ser otra que los repetidos ataques del gobierno federal contra la población civil: toma de rehenes, aprensiones y ajusticiamientos de líderes connotados, deportaciones a las Islas Marías y, más que nada, un fenómeno al que todavía no se le ha dado su justa importancia: las llamadas reconcentraciones.[6]

Efectivamente, al no poder doblegar a los levantados, el ejército federal emprendió, en diversos momentos del conflicto 1926-1929, auténticas represalias contra la población civil que pudiera haber tenido cualquier relación de simpatía, parentesco o, incluso, vecindad con los levantados. Con esto los gobiernos, tanto de Calles como de Portes Gil, perseguían un doble objetivo: primero, castigar a los levantados, si no en su persona el menos en sus familias y propiedades y, segundo, amedrentar a todos aquellos que aún no habían optado por la defensa armada.

En este artículo se ofrecen algunas narraciones procedentes de fuentes diversas con el objeto de entender mejor qué fueron las llamadas reconcentraciones y estar en condiciones de establecer si pueden haber sido éstas las que ocasionaron el mayor número de bajas entre la población civil.

 

1. Las reconcentraciones en fuentes citadas por L’Osservatore Romano

 

En una época en la que escaseaban las noticias sobre México, en parte por la férrea censura que se ejercía sobre la prensa nacional y, en parte también por la “conjura del silencio” a la que se sumó una buena porción de la prensa internacional, el diario vaticano sirvió como un despertador de las conciencias que continuamente publicaba noticias sobre el acontecer nacional.[7] De esta fuente presentamos ahora dos relatos que, por cercanos en el tiempo, son de un alto valor documental:

 

1.1 Las reconcentraciones de 1927

 

De las reconcentraciones de 1927 el diario vaticano ya había dado cuenta ese mismo año señalando que el gobierno tomaba venganza de las insurrecciones meditante represalias salvajes. Y  especificaba: “La situación en torno a Ocotlán, La Barca y Atotonilco, es descrita como un verdadero reino del terror. En esta región fueron trasladados a campos de concentración los pobres habitantes de la región de Los Altos, mientras aeroplanos bombardeaban sus casas. Los prófugos han perdido todo y muchos de ellos resultaron muertos”.[8] Sin embargo, será en 1928 y citando como fuente a la revista América, cuando L’Osservatore narrará con más pormenores lo que fueron esas reconcentraciones.

Después de recordar que esta práctica inhumana ha sido ya empleada en otras ocasiones, como la recién terminada guerra mundial, siempre con repudio generalizado por parte de los hombres de recto sentir, el diario romano señala:

 

Ningún ejemplo de los campos de concentración que se han tenido en tiempos pasados puede competir en crueldad y brutalidad con los campos de concentración establecidos contra las inocentes e inermes poblaciones rurales de México, por la sola razón de su apegamiento a la fe religiosa del país.

Las señas que hemos conseguido han sido compiladas en forma sumaria, pero podrían ser ampliadas con abundancia de detalles que llevan a la compasión. Los lectores comprenderán entre líneas cuánta abyección se esconde detrás de los hechos que citamos”.[9]

 

Comenzaba esa breve historia inexplorada de los campos de concentración en México con el epígrafe “Reconcentraciones ordenadas en julio de 1927”. Éste era el contenido:

 

Los prófugos concentrados en torno a Tepatitlán eran más de 13,000; en Acatíc, más de 7,000; en Jalostotitlán, más de 800 familias; en Zapotlanejo, 200; en San Juan de los Lagos, 800 familias. A los concentrados no les era concedido llevar consigo nada de sus casas, y se encontraban, por ello, presa del hambre. A un grupo de personas se les dio la orden de dejar sus casas y trasladarse a una determinada ciudad, de no hacerlo así, serían muertas. Apenas habían hecho un pedazo de camino, cuando fueron rodeados por soldados y exterminados.

Los soldados incendiaron 37 pequeñas ciudades y rancherías, de los cuales se conocen los nombres. Las mujeres fueron ultrajadas.

El número de desplazados a los campos de concentración de Los Altos de Jalisco es el siguiente: de San Julián, 6,000; de Capilla de Guadalupe, 5,000; de San José de Gracia, 4,000; de San Francisco de Asís, 2,500.

Si alguno abandona el campo en busca de víveres es, en seguida, ejecutado.

Del campo de concentración en Valle de Guadalupe se tienen las siguientes informaciones: la reconcentración se tenía que hacer en cinco días; algunos que no pudieron obedecer fueron fusilados. Los concentrados eran 3,500; a éstos les fue prohibido moverse en un radio mayor de media milla, bajo pena de muerte; no existen tiendas de campaña contra el sol y la lluvia; las siembras fueron destruidas; las mujeres, ultrajadas; los hombres, asesinados; hubo niños que nacieron en el camino: las parturientas fueron obligadas a continuar la marcha. En Paredón fueron quemadas las casas y ultrajadas incluso las niñas antes de partir. En San Gaspar de los Reyes: saqueos, incendios, estupros… Los víveres durante la marcha, del todo insuficientes.

En Valle de Guadalupe fue arrestado don Juan González mientras recitaba el rosario en la Iglesia. Los verdugos, mientras lo asesinaban, lo insultaban diciendo: “Ahora sigue rezando tu rosario”“.[10]

 

Luego, el redactor del artículo ironizaba sobre declaraciones recientes del Ministro de Instrucción Pública en las que rechazaba que el gobierno persiguiera la práctica religiosa:

 

Si alguno de los niños que nació entre el polvo y el calor de la marcha en Valle de Guadalupe logra sobrevivir y alcanzar la edad viril, tendrá varias preguntas bien trepidantes para hacer al Dr. Manuel Puig Casauranc, quien ha dicho que es falso que el gobierno quiera arrancar del corazón de los mexicanos la devoción a la Virgen de Guadalupe. Hasta entonces se tendrán noticias exactas de todos aquellos peregrinos desplazados a Valle de Guadalupe que jamás pudieron regresar.[11]

 

1.2 En la denuncia del obispo Manríquez y Zárate

 

Junto con haber sido un sólido promotor de la causa de canonización del vidente del Tepeyac y un gran organizador de actividades catequéticas en todos los niveles,[12] don José de Jesús Manríquez y Zárate, obispo de Huejutla, se caracterizó quizá más por sus denuncias de los atropellos que se realizaban en México en contra de la libertad religiosa.

En marzo de 1926 dio al público su sexta Carta Pastoral, a la que tituló “Mensaje al mundo civilizado”. En ella buscaba llamar la atención de los países extranjeros sobre lo que ocurría en México. Y realmente lo consiguió, pues en pocas semanas e incluso antes de que se agravara el conflicto con la llamada Ley Calles del 2 de julio su “Mensaje” había sido ya traducido al inglés y al alemán y había encontrado eco en diversas publicaciones extranjeras.[13]

Posteriormente vendría, con el mismo objetivo, su “Nuevo Mensaje al Mundo Civilizado”, del que L’Osservatore Romano reproduciría algunos párrafos. Se ofrecen a continuación los que atañen al tema de este artículo y que permiten ver cómo la práctica de las reconcentraciones proseguía durante el gobierno de Portes Gil:

 

Hemos esperado pacientemente, algunos meses, para ver si el sucesor de Calles tenía la intención de dejarse guiar por sentimientos de justicia. Pero hemos sido engañados en nuestras esperanzas.

Todos creíamos que Calles era el autor principal de la persecución religiosa en México, y que el declive de este hombre debería significar el advenimiento de una era feliz o, por lo menos, de una tregua en la feroz, apocalíptica lucha contra los hijos de las tinieblas. Por desgracia no ha sido así.

Recientemente fue ordenada una nueva reconcentración en el estado de Jalisco. Estas ‘reconcentraciones’ significan en México, para los infelices reconcentrados, el despojo de todos sus haberes. La soldadesca procede brutalmente a expulsarlos de sus casas. Las mujeres lloran con amargura, los hombres enmudecen de la cólera y palidecen ante la impotencia de rechazar la agresión, los ancianos se lamentan por la perspectiva de un penoso viaje que significará probablemente su muerte, los niños espantados se estrechan contra sus madres y, así reducido, esa población de mexicanos atraviesa el propio país como el pueblo de Israel cuando se dirigía al desierto antes que a la tierra prometida.

En los últimos días del pasado mes de diciembre el sanguinario general Urbalejo visitó la región de Chalchihuites, en el estado de Zacatecas, cometiendo mil atrocidades contra los pacíficos ciudadanos cuya única culpa es vivir en las inmediaciones del estado de Durango, donde arrecia la rebelión.

Muchos de esos campesinos fueron colgados de los árboles; otros, despojados de sus pocos haberes y sus casas destruidas; a muchos más les fueron incendiadas sus siembras, o pisoteadas por los caballos de las tropas. Si alguno protestaba, era inmediatamente colgado.

Las mujeres de los que habían sido colgados fueron obligadas a marchar largas distancias con los pies descalzos por una soldadesca que insultaba a aquellas pobres mujeres, madres, esposas e hijas de las víctimas. A algunas ni siquiera les dejaron llevar consigo a sus pequeñuelos, puesto que los soldados no les dieron tiempo de recogerlos.

Todos los habitantes de Collano, El Hule y San Juan de Michis fueron arrestados por los soldados y concentrados en lugares lejanos.

No han faltado, por desgracia, los agravios más bestiales hacia las mujeres.[14]

 

2. El exterminio de San José de Gracia

 

Un testimonio de singular interés porque se sitúa dentro de la historia particular de un pueblo, sin pretender abonar a favor de la rebelión cristera o desacreditar el gobierno de Calles, es el relato que hace don Luis González en Pueblo en vilo sobre la reconcentración ocurrida en San José de Gracia, pues ahí se aprecia con toda crudeza una gran similitud con lo narrado en L’Osservatore Romano. Esta es la historia:

Alrededor de cuarenta hombres de San José de Gracia se habían levantado en armas en los primeros días de julio de 1927 en defensa de la libertad religiosa. Unidos a los de otras comarcas vecinas, el 30 de ese mes caen en Cojumatlán a la madrugada y atacan el regimiento callista de alrededor de un centenar de soldados. No logran hacerse de la plaza, pero causan 28 bajas entre las tropas del gobierno luego de cuatro horas de lucha.[15]

Para acabarlos, el gobierno envía al general Juan B. Izaguirre, quien evita hacerles frente y se decide ordenar una reconcentración peculiar encaminada a escarmentar a los de San José de Gracia. Lo describe un corrido popular: Se subió para la sierra / a acabar con los cristeros; / se bajó que peloteaba / porque vio muy feos los cerros. / Nuestro plazo era muy corto / para nuestra retirada. / Todos decían ¿para dónde? / si está la lluvia cerrada.[16]

 

“El 6 de octubre –narra Luis González–, los insurgentes de San José de Gracia salieron de la sierra con el propósito de volver a su terruño. En la madrugada del siete llegaron a él y recibieron la peor impresión de su vida ‘al verlo quemado, destruido y sin gente’ […]. El espectáculo de un pueblo sin ninguna voz, con paredones sin techo, escombros, cenizas, carbón, hierbajos, zacate verde en las calles y en las bardas, tizne en todas partes y aullidos de gatos hambrientos, los conmovió hasta la rabia”.[17]

 

Pero, ¿qué es lo que había pasado? “El responsable de la despoblación y la incineración de San José de Gracia había sido el general Juan B. Izaguirre. El gobierno de la República lo había despachado al frente de mil hombres con buenas armas, equipo y organización a que venciera a los rebeldes. Entró al occidente de Michoacán con lentitud y con el azoro de quien no conoce la tierra que pisa. Al parecer no aniquiló a ningún elemento insurgente. Se ensañó con la población pacífica.[18] A los mil habitantes de San José,[19] más de la mitad mujeres y niños, les ordenó que abandonaran su pueblo en un lapso de veinticuatro horas. Tenían que irse a poblaciones de cierta importancia.

“Quince familias más o menos pudientes fueron a refugiarse a Guadalajara y allá, a fuerza de préstamos que sus propiedades avalaban, pudieron sostenerse con privaciones y zozobras, pero sin los gruñidos del hambre. Alrededor de veinticinco familias, las más pobres, se fueron a Mazamitla en donde se encontraron con un letrero que decía: ‘Aquí no se admite gente de San José’. Con todo, don Refugio Reyes mandó borrar la frase y dio alojamiento a un centenar de desamparados. Otras personas buscaron acogida en Jiquilpan, La Manzanilla, Sahuayo y Tizapán. Dondequiera los veían como apestados, y aun los que se compadecían de ellos estaban temerosos de proporcionarles trabajo; temían la represalia del gobierno: “Izaguirre dio la orden / de que quemaran el templo, / y en el infierno arderá /

con todo y su regimiento. / Año de mil novecientos / el veintisiete a contar / fue quemado San José / por gobierno federal.

 

“El general condujo combustible suficiente para achicharrar al pueblo. Quemó casas al por mayor. Amontonaba muebles; los bañaba de petróleo y les prendía fuego; las llamaradas subían hasta los techos. También practicó el deporte de colgar cristeros en los árboles. Los soldados y la gente paupérrima de los lugares próximos se dieron gusto saqueando los escombros del pueblo. Como final de fiesta, Izaguirre sembró sal sobre las ruinas y arreó miles de reses a no se sabe dónde. La gente maltratada se creció al castigo. Los que no se habían atrevido a levantarse antes, lo hicieron ahora. El número de levantados subió a trescientos”.[20]

 

3. Las reconcentraciones en la obra de Jean Meyer

 

Una referencia obligada cuando se trata de la guerra cristera es la obra de Jean Meyer. En el tomo I de La Cristiada, este autor dedica algunas páginas para hablar de las reconcentraciones, primero como táctica aislada y luego como un programa de terror a gran escala.

En el primero de los casos, se menciona la irrupción del ejército en Santa Ana Tepetitlán, en marzo de 1927. El espectáculo, verdaderamente dantesco, completa el cuadro que ya habíamos vislumbrado en las anteriores narraciones:

 

“No bien llegada la medianoche, se dejan oír llantos de niños, carreras de personas, cierre de puertas. Los hombres encargados de dar el aviso llegaron gritando: que salgan inmediatamente, que el gobierno ya se acerca por el lado de Palos Verdes. Al aviso, la gente entredormida saltaba como resorte…, salíamos únicamente con los niños pequeños en los brazos, aquello era el día del juicio… [quienes podían] iban a los cerros a esconder sus jovencitas, que el ejército tanto codiciaba… Andaba no el ejército del gobierno, sino de Lucifer, y él mismo tal vez…”.[21]

 

Más adelante Meyer señala como esta maniobra se institucionalizó dentro de un enorme polígono de territorios afines a los cristeros. A los pobladores de éstos se les conminó a “reconcentrarse” en lo que a la postre se revelarían verdaderos campos de concentración sin ningún tipo de instalaciones ni servicios, bajo la amenaza de si no acudían voluntariamente a donde se les indicaba, correrían la misma suerte que los habitantes de Santa Ana.

Así, entre el 22 de abril y el 4 de mayo de 1927, toda la población de innumerables aldeas y poblaciones tenía que trasladarse a vivir a campo raso en un campo de concentración ubicado en las inmediaciones de San Miguel el Alto:

 

Para toda esa pobre gente ranchera que nunca había salido ni siquiera unos kilómetros alrededor de sus casas, ni jamás se habían movido de sus ranchos, se les hacía un imposible, un día del juicio pensar en aquello: ¿A dónde irían? ¿Quién les prestaría para vivir? Y además, tendrían que dejar todos sus bienes, sus provisiones y animales […]. Los enfermos morían en el camino, las mujeres daban a luz en las cunetas y morían con el ser que acababan de dar la vida […]. Al que le hallaban libros religiosos y rosarios, velas benditas o imágenes, los aventaban al suelo, los pisoteaban después de hacer toda clase de sacrilegios, abofeteaban a todos diciéndoles: ¡fanáticos!, ¡hipócritas!, ¿de qué les sirve todo esto?, a causa de todo esto andan sufriendo…[22]

 

No todos fueron reconcentrados en torno a San Miguel; también algunos serían desplazados hasta León, Guadalajara y Aguascalientes. Quienes se negaban a “concentrarse” eran salvajemente asesinados. A veces incluso por no haber alcanzado a llegar dentro del plazo establecido, como un grupo numeroso de personas que “se habían retrasado en el camino, como aquellos que el 6 de mayo bajaban a Atotonilco. Se detuvieron a descansar en el barranco de “Rincón del Molino”. Las familias comenzaban a comer unas gorditas cuando oímos un tiro de rifle y nos espantamos mucho, quisimos correr, cuando se cerró el sitio del gobierno… allí duró el tiroteo todo el día 6 de mayo, y toda la noche… Entonces, todos los que quedaron vivos [unos 50 hombres] se dieron de alta con los cristeros”.[23]

De los datos que aporta Meyer, quizá sólo haya que agregar que, en entrevista concedida por el general Joaquín Amaro a uno de los dos principales periódicos de aquella época, el Secretario de Guerra del gobierno callista, sin el mínimo pudor, calificó a las reconcentraciones como un “éxito militar”.[24]

 

A modo de conclusión

 

Rastrear a partir de qué se ocasionó la muerte de 160,000 mexicanos que no participaron en la resistencia activa durante los tres años que duró ésta es, todavía, tarea ardua; no obstante, los ataques contra la población civil, verdaderos delitos de lesa humanidad cometidos por los gobiernos de Calles y Portes Gil, apuntan a ser la causa, si no de todas esas muertes, al menos sí de un gran porcentaje de ellas.

Es verdad que se trata de una página oscura de nuestra historia, una de ésas que quisiéramos que nunca hubieran existido y que, tal vez por esto mismo, permanece aún poco explorada; sin embargo, como con otros sucesos poco conocidos de los sufrimientos por los que tuvieron que pasar quienes lucharon en la defensa de la libertad religiosa, es oportuno recordarla para valorar, en su justa dimensión, lo que se tuvo que pagar, si bien injustamente, para que los católicos gozáramos de un derecho inalienable.



[1] Presbítero de la prelatura personal del Opus Dei (2004) residente en Guadalajara, licenciado en letras clásicas por la UNAM, doctor en teología por la Universidad de la Santa Cruz en Roma, ha escrito La guerra cristera y su licitud moral (2004), L’Osservatore Romano en la guerra cristera y El conflicto religioso en México y Pío xi, (Minos, 2009).

[2] Emilio Portes Gil, Autobiografía de la Revolución Mexicana, Instituto Mexicano de Cultura, México 1964, p. 574.

[3] Cfr. Jean Meyer, Cristiada 3 – Los cristeros, Siglo XXI, México 1974, p. 266 y con él, por ejemplo, Héctor Aguilar Camín, Lorenzo Meyer, A la sombra de la Revolución Mexicana, Cal y Arena, México 1990, p. 103.

[4] Cfr. Jean Meyer, La Cristiada I-IV, Clío, México 1999, p. 173.

[5] Le Monde, 30-IX-1986, p. 6.

[6] Esta táctica ya había tenido antecedentes cercanos, aunque quizá no tan brutales, en la guerra de los boers en Sudáfrica, en las revueltas independentistas en Cuba y, en México, durante el gobierno de Victoriano Huerta contra los simpatizantes de Zapata en el estado de Morelos.

[7] Cfr. Juan González Morfín, “L’Osservatore Romano y la guerra cristera”, en Boletín eclesiástico CXXII (2011/7), pp. 25-39.

[8] L’Osservatore Romano, 24-VI-1927, p. 1. Las traducciones son del autor.

[9] L’Osservatore Romano, 20-V-1928, p. 1.

[10] Ib.

[11] Ib.

[12] Cfr. José de Jesús Manríquez y Zárate, “Acerca de la necesidad de trabajar ahincadamente por la glorificación de Juan Diego en este mundo”, en Boletín eclesiástico CXXII (2011/12), pp. 64-72.

[13] Cfr. Nicolás Marín Negueruela, La verdad sobre Méjico o Antecedentes, origen, desarrollo y vicisitudes de la persecución religiosa en Méjico, Casals, Barcelona (impreso en Santiago de Chile) 1928, p. 218.

[14] L’Osservatore Romano, 12-IV-1929, p. 1.

[15] Cfr. Luis González, Pueblo en vilo, Microhistoria de San José de Gracia, Colegio de Michoacán, Zamora 1995, p. 196.

[16] Ib., p. 199.

[17] Ib., p. 198.

[18] El subrayado es nuestro.

[19] L’Osservatore Romano (4-V-1928) señala que fueron 4,000 los desplazados, lo cual es verosímil, pues el censo de 1921 arrojaba que en San José de Gracia había 1,024 moradores, más 2,234 que habitaban en las rancherías que dependían de esa población.

[20] Luis González, Op. cit., pp. 199-200.

[21] Jean Meyer, La Cristiada I – La guerra de los cristeros, Siglo XXI, México 1973, p. 174.

[22] Ib., pp. 175-176.

[23] Ib., p. 177.

[24] Excélsior, 25-V-1927, cit. por Jean Meyer, La Cristiada I, p. 177.

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