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Excluidos pero fieles

La respuesta de los insurgentes frente a las sanciones de la iglesia, 1810-1817 (2ª parte)

 

 

Ana Carolina Ibarra González[1]

 

 

Concluye la enjundiosa investigación de una autora que ha escudriñado a fondo los diversos recursos que implementaron los ministros sagrados que se involucraron en el proceso por la emancipación de lo que hoy es México[2]

 

3.      Preservar el funcionamiento de la Iglesia: una necesidad y una tentación

 

La profunda adhesión a la fe católica que manifestaron los insurgentes, los obligó a buscar la manera de preservar el funcionamiento de la Iglesia y sus servicios en el campo insurgente. La religiosidad de la gente no podía concebirse en un ambiente alejado del culto, del ceremonial y de la impartición de los sacramentos. Estos asuntos, de orden cotidiano, tuvieron que ser resueltos por la insurgencia.

Marginados de la Iglesia, los líderes y sus seguidores se vieron en la urgencia de resolver el problema de la administración de los sacramentos. Habiendo tantos curas en sus filas, era difícil pensar que los contrayentes quedaran sin recibir el matrimonio, los recién nacidos sin bautizarse y los fieles sin escuchar misa. Imaginar las festividades sin sermones, sin Te Deum, suena como algo imposible en este contexto. Olvidándose de los tintes ultramontanos de su defensa de la verdadera religión, los insurgentes, pragmáticamente, optaron por una salida que los colocó justamente por encima de la Iglesia instituida. Crear la figura de un vicario general castrense, que hubo de tomar a su cargo las tareas eclesiásticas dentro del campo de batalla, como lo determinaron los rebeldes, significó subordinar el funcionamiento de la Iglesia a la política insurgente. Visto de esta manera, los insurgentes incurrieron en una contradicción entre su discurso y sus acciones. Argumentaron su causa con un discurso de fidelidad apostólica, en tanto pusieron en práctica medidas que hicieron pensar en una Iglesia insurgente.

Años más tarde, Morelos se refirió ampliamente a este asunto durante el proceso de la Inquisición. Cuando se le acusó de usurpador de la autoridad eclesiástica, protector de insultos y robos, y profanador de los sacramentos, en su descargo explicó que intervino en el nombramiento de eclesiásticos para que en la insurgencia no se careciese de atención espiritual. Lo hizo fundado en razones: los sacramentos existen para beneficio de los hombres y esa potestad de jurisdicción en circuns­tancias extraordinarias es suplida por la misma Iglesia.

La guerra es una de estas circunstancias, y siendo justa, sus jefes no cometen usurpación, si agotados los medios para conseguir una administración regular, permiten o favorecen una atención espiritual fuera de los cauces ordinarios.[3] Esta fue la línea de la insurgencia en materia de socorros espirituales para sus tropas. Se enunció desde el comienzo y se mantuvo hasta el final, como veremos más adelante.

A partir de esta creencia fue que Morelos se sintió con el derecho de designar a José Manuel de Herrera como vicario general castrense. Se trataba de un vicario, es decir, de alguien en quien se delegaba una autoridad en ese momento ausente o lejana. No se aclaró de quién era esta facultad. En sentido estricto, esta facultad era de competencia del obispo o, en todo caso, de la mitra. Pero al empeñarse la autoridad episcopal en no atender a la feligresía insurgente, hubo una situación excepcional. De tal forma que una decisión política y coyuntural, en tiempos de guerra, dio lugar al nombramiento. De esta forma, los insurgentes solucionaron el problema derivado de las necesidades religiosas de la feligresía que les era adicta. Si la jerarquía eclesiástica se había negado a administrar los sacramentos entre sus simpatizantes, los insurgentes supieron cómo defenderse.

Herrera era cura de Huamostitlán y se había incorporado a las filas rebeldes en Chiautla, en 1812, después de haber sido capellán del ejército realista. Aunque parece que no obtuvo el grado, lo llamaban doctor tal vez por ser uno de los intelectuales más reputados. En aquellos años aportó a la insurgencia opiniones diversas en torno al tema de la Iglesia, muchas de las cuales serían recogidas en El Correo Americano del Sur, periódico en el que vertió muchas de sus reflexiones. Así que, es probable que Herrera, más allá de cumplir con las tareas relacionadas con la impartición de los sacramentos, fuera como lo fue más adelante, uno de los cerebros de la insurgencia.[4]

Por otra parte, desde el inicio de su campaña Morelos había tomado a su cargo decisiones relacionadas con asuntos eclesiásticos en las zonas que habían caído bajo su control. Como conquistador de una demarcación, reivindicó el derecho a disponer de los diezmos, como lo hizo en Coaguyutla y otros sitios de la Nueva Provincia de Tecpan. “Los diezmos de este partido son comprendidos en las rentas nacionales de las que soy administrador por el excelentísimo señor general don José María Morelos”,[5] requirió Ignacio Ayala a la Nueva Ciudad de Guadalupe. Más tarde, el propio Morelos explicaba: “en la provincia de Tecpan y siguientes, se están cobrando los diezmos para que la Iglesia no los pierda, llevando cuenta individual para que los pague la caja nacional por estar sirviendo estos frutos a las tropas”.[6] Aunque Morelos siempre quiso erigir un obispado nuevo en Tecpan, previendo su separación del de Valladolid de Michoacán,[7] planteó distintos acuerdos con esa mitra y sus emisarios para la recaudación de los diezmos en la costa sur de la Nueva España. Ignoro hasta qué punto se hayan llevado a cabo, pero lo cierto es que siempre estuvo en favor de la colecta, puesto que de ello dependía la preservación de la Iglesia.

Tengo la impresión de que en la medida en que Morelos fue avanzando, logrando más éxitos y ampliando sus conquistas, se sintió con derecho a beneficiarse de una suerte de patronato, tomando decisiones de jurisdicción eclesiástica. No hay, o al menos no ha llegado a mis manos, ningún documento que reivindique explícitamente este derecho por parte de Morelos. Sin embargo, administrar el diezmo, reorganizar la geografía episcopal y designar un vicario castrense, ¿no eran acaso medidas que lo colocaron como autoridad en materia de asuntos eclesiásticos?

Algunas cosas cambiaron cuando Morelos entró a Oaxaca en 1812. Esa fue la única ciudad que se logró conquistar por un periodo de tiempo significativo (de noviembre de 1812 a marzo de 1814). Al ser la capital de la intendencia y sede del gobierno episcopal, nuevas posibilidades estuvieron en manos del gobierno americano.

Gracias a la colaboración del cabildo catedralicio, fue posible establecer una relación con las élites y grupos de poder local, logrando que la ciudad se convirtiese, por un instante, en un foro de discusión en torno a los grandes temas del momento, y se abriese la posibilidad para el movimiento de legitimarse ante la crisis de la Junta y en la víspera del Congreso de Chilpancingo.[8] Aunque hacia fines de 1813 la popularidad del gobierno decreció y cobró fuerza una contrarrevolución orquestada desde el Arzobispado -por intermediación de algunos miembros conspicuos del cabildo eclesiástico- durante el lapso que duró la oportunidad, hubo ocasión para desplegar lo que puede considerarse la política insurgente hacia la Iglesia.

Estos 16 meses permiten apreciar el lugar privilegiado que ocupó para Morelos la administración eclesiástica. Así pues, si en el discurso del caudillo destaca un pensamiento de profundas raíces religiosas, el tener la mitra oaxaqueña en sus manos le permitió expresar su interés y cuidado por la preservación y funcionamiento de la institución. Se cuenta que durante las semanas que permaneció en la ciudad, Morelos gustaba de sentarse en el presbiterio de la catedral, reunido con los canónigos, para discutir y dar instrucciones al provisor, en una suerte de vice-patronato que de manera natural ejercía.[9]

Las actas capitulares[10] recogen las medidas que cotidianamente resolvió Morelos para la administración de la mitra. La correspondencia entre Morelos y el cabildo, una vez que éste abandonó la ciudad para avanzar en la campaña de hostigamiento de Acapulco, es también una fuente para conocer sus planes y su dedicación a la responsabilidad que había contraído con el cabildo: mantener funcionando el gobierno mitrado. Morelos no aspiró a desplazar al cabildo en aquel momento en sede vacante por la partida del obispo, únicamente supervisó el cumplimiento de sus responsabilidades. Era notoria su preocupación porque los fieles comulgaran, escucharan la misa y la prédica. La provisión de curatos, la impartición de los sacramentos, el respeto a la inmunidad eclesiástica y la colecta del diezmo estuvieron entre sus preocupaciones. Desde allí, Morelos soñó con redefinir la geografía episcopal en función de una organización más justa; había recorrido varias diócesis durante la guerra y sabía muy bien de la complejidad que revestían para su administración. Aunque tal cosa no pudo llevarse a cabo, vale la pena recordarlo para preguntarnos acerca del alcance de los proyectos de Morelos.

El gobernador de la mitra, Antonio Ibáñez de Corvera,[11] mantuvo una relación muy estrecha con el caudillo, a tal punto que posteriormente le fue abierta una causa de infidencia, en el año de 1816, por su colaboración con los ocupantes. Fue exonerado y posteriormente promovido a mejores cargos dentro del cabildo de Oaxaca. En su causa obra correspondencia entre él y Morelos que expresa, por un lado, la colaboración de aquel con las fuerzas de la ocupación y, por el otro, la preocupación de Morelos por los asuntos del gobierno mitrado.[12]

Ahora bien, si es cierto que Oaxaca representó el lugar en el que Morelos con mayor soltura pudo expresar sus proyectos y sus preocupaciones en torno a los asuntos de la Iglesia, es también verdad que allí, por primera vez, el caudillo se confrontó con un gobierno eclesiástico bien constituido. El cabildo en sede vacante, aunque un poco mermado,[13] era la instancia de decisión y, aunque pareció haber sido bastante tolerante en algunos momentos respecto a las iniciativas de Morelos, no tenía porqué aceptar sus orientaciones ni avalar sus planteamientos en materia de asuntos de la Iglesia.

Morelos había entrado a la ciudad el 25 de noviembre de 1812. Al día siguiente, los capitulares se presentaron ante el caudillo y, pocos días después, presidieron las fiestas y ceremonias con que se celebró la victoria insurgente. El caudillo entabló una relación de colaboración con la corporación y particularmente con algunos de sus miembros: el canónigo magistral, Jacinto Moreno y Bazo, había sido profesor suyo en San Nicolás, en tanto que el lectoral, José de San Martín, le manifestó desde muy temprano su simpatía. Otros canónigos que estaban más ligados al arzobispado lo recibieron con recelo, aunque, de cualquier forma, la corporación se tornó en uno de sus instrumentos para acercarse a las elites criollas locales. Sin embargo, el acuerdo fundado en posibles beneficios comunes no fue duradero. Pronto afloraron las divergencias, algunas se expresaron particularmente en el ámbito de los asuntos eclesiásticos.

Aunque el impacto de la presencia de Morelos era notorio, hubo un cierto disimulo para tolerar algunas actitudes en el breve lapso en que permaneció en la ciudad. Por su parte, él tampoco pudo omitir una consulta acerca de un asunto trascendente como era el de la vicaría castrense. Sin duda, los beneficios de una respuesta favorable del cabildo hubiesen tranquilizado al caudillo y restablecido su relación formal con la Iglesia. De allí que Morelos pensara que era esa la ocasión propicia para analizar el tema del vicariato castrense.

En los primeros meses de 1813 la ciudad vivió un clima de discusión abierta en los distintos foros creados a iniciativa de los dos cabildos (municipal y catedralicio). No dejó de haber suspicacia en torno a estos debates, sin embargo, éstos fueron un acontecimiento completamente inusual en el contexto de la guerra de Independencia. De allí que valga la pena llamar la atención sobre las posibilidades que brindó el espacio oaxaqueño como sede de encuentros de esta naturaleza. Se discutió todo lo relativo a la elección del quinto vocal de la Junta Nacional Americana, elemento destinado a destrabar la difícil relación que imperó entre los cuatro miembros de la misma.[14] Se discutió también el proyecto constitucional presentado por Carlos María Bustamante. Los debates sirvieron para medir fuerzas y sentar posiciones.

Los cabildos se convirtieron en promotores, por iniciativa de Morelos, de esta serie de reuniones. Pero la gente que participó en ellas tuvo diversas opiniones en torno a los distintos temas. En el asunto del quinto vocal, resultó elegido, con la oposición de algunos, el intendente de la ciudad José María Murguía y Galardi, criollo muy popular en Oaxaca. En cuanto a la discusión sobre la Constitución, el proyecto no consiguió apoyo para ser impulsado. La insurgencia no obtuvo el con­senso indispensable para hacer avanzar el proyecto constitucional.[15]

En este ambiente, se pensó desahogar el delicado asunto de la vicaría castrense, no sólo por considerarlo algo apremiante, sino también para aprovechar la participación del gobierno del cabildo con sede vacante. Morelos se mostró optimista cuando convocó a la celebración de las reuniones. Expresó: “Ya es tiempo de hablar con libertad, que antes no teníamos”.[16]

Un oficio cursado a Ibáñez de Corvera estableció la fecha y lista de personas, canónigos, eclesiásticos seculares y regulares, funcionarios y destacados criollos de la ciudad, que habrían de concurrir a esta serie de reuniones que comenzaron el 27 de marzo de 1813. Un poco más de 20 personas, algunas de la ciudad y otras de las regiones cercanas.

La discusión del asunto que ocupó a este selecto grupo se extendió hasta mediados de agosto. Fueron varias las reuniones. No todos los invitados concurrieron siempre, pero hubo voces que se hicieron notar inevitablemente. A estas alturas, la relación entre Morelos y una buena parte de los miembros del cabildo se había deteriorado. Además, la vida colegiada de la corporación se fracturó: sus integrantes se habían ido manifestando de manera individual frente a las circunstancias, durante los primeros meses de la ocupación. En los extremos se situaron José de San Martín y Mariano Vasconcelos; el primero, cada vez más cercano a los insurgentes; mientras que el segundo estaba en franca oposición a sus planteamientos. La relación entre Vasconcelos y Morelos se tensó a tal punto, que el canónigo exigió garantías para poder manifestar libremente sus puntos de vista en las reuniones. Vasconcelos temía a las represalias del gobierno insurgente. No se equivocaba: de hecho él y Moreno y Bazo serían expulsados de la diócesis hacia fines de ese año.[17]

El registro de las sesiones que tuvieron lugar en la catedral para determinar el sentido y límites de un vicariato castrense, constituye un testimonio importante para conocer los debates en torno al tema de la Iglesia.[18] Aunque muchos de los asistentes actuaron con cautela (no puede saberse si se cuidaban de la reacción de Morelos, quien no estaba presente, o si se cuidaban de no manifestar públi­camente actitudes que disimulaban), las voces y opiniones que pudieron escucharse permiten conocer el nivel de discusión que tuvo el clero de la época. Como se dijo, claramente se manifestaron dos voces: por un lado, la voz intransigente de José Mariano Vasconcelos, canónigo de gracia de la catedral, que acusó a la insurgencia de cismática al querer romper con la Iglesia oficial; y la que defendió el vicariato, la del presbítero José Sabino Crespo, que muy pronto abrazaría la causa insurgente.[19] Crespo no sólo avaló la posibilidad de crear el vicariato en razón de la constante negativa de los obispos de brindar los socorros espirituales debidos a los partidarios de la insurgencia, sino que puso también en el tapete de la discusión el tema de la legitimidad de la misma. Para ello, esgrimió razones sencillas, de las que se habían valido en más de una ocasión los insurgentes. Ellos eran fieles cristianos, a quienes los obispos habían fustigado con la espada de la excomunión de manera injusta. Tales excomuniones eran, comentó Crespo, ilegítimas, indignas de ser temidas, si no es por los mismos que las habían fulminado. En plena guerra, excomulgados de forma injusta, los insurgentes se hallaban en una situación excepcional. A ojos de Crespo, “todos los presbíteros y clérigos, hombres y mujeres de todas clases que siguen el partido de la nación americana, componen una verdadera Iglesia de Jesucristo”[20]. En consecuencia, esa Iglesia tenía que ser atendida por sus pastores.

Esa Iglesia es el pueblo santo, la comunidad del Señor y, por lo tanto, “necesita de la suprema potestad de su jurisdicción y de todos los medios [...] con los mismos derechos a la abundante redención del Salvador que las demás iglesias [...]”.[21] Crespo puso de relieve la necesidad de la Iglesia de conservar la salud espiritual de los hombres por vía de los sacramentos, pero eludió en su discurso tocar el tema de las verdaderas propiedades de la Iglesia de Cristo: el ser una sola, de unidad visible para todos; el ser santa y, el ser católica, es decir universal, y el ser apostólica. ¿A qué se refería Crespo con “las demás iglesias”?

Explicó: la jurisdicción que reclama la insurgencia no puede concederla el papa (por la imposibilidad de comunicación entre ambos), ni tampoco los obispos que le han dado la espalda a su rebaño. Es sólo la autoridad de los presbíteros que actúan al lado de la causa, de donde puede provenir la delegación de esta facultad.

 

La suprema jurisdicción que de justicia reclama esta Iglesia [¿reside?] según todos los derechos, en el cuerpo de presbíteros que se hallan unidos a ella. Pruébese que por dere­cho divino ya que se sabe que, en defecto de los obispos, los presbíteros son a quienes tiene Dios encomendada la grey [...][22]

 

Además, dado su carácter castrense, según Crespo, existió una situación de emergencia. Por lo tanto, no se trató de una iglesia marginal. La respuesta de Vas­concelos atacó la propuesta calificándola de cismática. Comparó a Crespo con el Barón de Kramer, acaso el

 

[... ] permitir esos medios de atención espiritual ¿no será incurrir en la destrucción del edificio de la Iglesia que se funda en la unidad por la unión indisoluble de sus partes, no será justificar un camino que va derecho al cisma? Este camino significaría abrir la puerta a cualquier grupo de facciosos que quisieran conservarse dentro de la Iglesia, porque él les facilita tascar el freno de la lealtad de la justicia y de la obediencia a los superiores temporales [...][23]

 

Con sagacidad, el canónigo de gracia de la catedral descubría la intención subyacente del debate: la legitimación de la causa insurgente. La respuesta que resultase favorable a validar la creación de la vicaría castrense bajo los argumentos de Crespo, equivaldría a otorgar un aval a dicha causa. Y los ánimos no estaban para eso. Muy por el contrario, si bien hubo entre los participantes varios simpatizantes de la insurgencia, una parte importante de la concurrencia sentía un gran rechazo. La actuación de los canónigos que asistieron ofrece una buena muestra: ni Guerra y Larrea, ni Moreno y Bazo, ni Maniau, ni por supuesto Vascon­celos, aceptaron la validez de la vicaría. De los capitulares presentes, sólo San Martín votó en apoyo a la propuesta de Herrera.

La relación de Morelos con el cabildo se había desgastado y los meses que siguieron fueron de una gran tensión entre ambos. A finales de año, fueron expulsados de la diócesis Vasconcelos y Moreno y Bazo. La mayoría de los prebendados restantes procuraron ocultar su disgusto, pero éste era manifiesto. Sólo Ibáñez de Corvera se mantuvo como interlocutor dispuesto a mediar en una situación difícil. San Martín, por su parte, fue llamado a atender al Congreso de Chilpancingo en donde fue nombrado precisamente vicario general castrense en lugar de Herrera. Con esta medida, la insurgencia le hacía a San Martín un recono­cimiento por su labor, en tanto dejaba atrás las conclusiones del debate de Oaxaca.

 

4.      En los confines, desarrollo y continuidad de los argumentos

 

Años después, a las orillas del lago de Pátzcuaro, en el fuerte de Jaujilla, la última junta revolucionaria retomó la discusión de Oaxaca. Se hallaba allí el canónigo San Martín como presidente de la Junta Nacional Americana. De hecho, San Martín había corrido con mala suerte cuando solicitó el indulto tras la derrota del gobierno americano en Oaxaca y, en consecuencia, había optado por volcarse de lleno a las filas de la revolución. Hallándose en la meseta purépecha, luego en la ciénaga de Zacapu, fundó el último bastión insurgente y el último periódico con la única prensa que le quedó a la revolución.[24] Destaca entre sus escritos un extenso expediente, en algunas partes mutilado, conocido como el “Reglamento Eclesiástico Mexicano”.

El “Reglamento Eclesiástico Mexicano formado en consecuencia de la irreli­giosa negativa de socorros espirituales que hizo a los americanos la mitra de Valladolid”, que fue recuperado en la segunda causa de infidencia del lectoral San Martín, es un expediente integrado por tres documentos. El primero es justamente la representación de la Junta de Jaujilla a la mitra de Valladolid, solicitándole los medios para proveer de auxilios espirituales a los americanos que se hallaban en el campo de batalla. El segundo, lo conforma la respuesta de la mitra. El tercero, que es el más extenso y revelador, son las notas que añadió el gobierno eclesiástico a su represen­tación y que, de hecho, parecen haber sido elaboradas después de la respuesta.

A mediados de 1817, el gobierno en Jaujilla reunió apenas un reducido grupo, un puñado de insurgentes, que buscaron por todos los medios hacer sentir su influencia. Ya he hablado de la actividad de propaganda, que aunque breve, fue significativa. La expedición de Francisco Javier Mina vio en la Junta de Jaujilla la única instancia legítima de la revolución y a ella se sujetó incondicionalmente. A su vez, la Junta colaboró y apoyó la expedición de Mina, hasta donde se lo permi­tieron sus posibilidades.

Esta última junta revolucionaria estaba aislada y asediada, muy pronto tendría que abandonar el fuerte para desplazarse hacia sitios en que inevitablemente sus integrantes fueron aprehendidos. Uno de sus últimos esfuerzos fue precisamente el tratar de establecer comunicación con el gobierno mitrado y recuperar el alegato de Crespo en Oaxaca para solicitar un vicario que impartiese los sacramentos entre la tropa: “un vicario que además cuide la conducta del clero, el cumplimento del precepto pascual de la tropa y el arreglo espiritual de todos los que siguen en el partido insurgente”.[25] En consecuencia, la representación dirigida a la mitra de Valladolid llevaba implícito el reconocimiento de que era ésta la instancia de autoridad para facultar a dicho vicario. Por otra parte, en la propuesta del gobierno de Jaujilla se precisó que el vicario debía estar alejado de todo asunto político y que, de ninguna manera, podría influir en la feligresía para apoyar a uno u otro partido.Como parte de esta garantía, la insurgencia se comprometió, mediante su solicitud, a preservar la neutralidad del vicario: el vicario designado haría un juramento inviolable de mantenerse alejado de cualquier postura política; de vulnerar este juramento, sería retirado inmediatamente de su cargo.

En la misma línea de otros escritos insurgentes que insistieron en la necesidad de deslindar los asuntos terrenales de las cuestiones espirituales, queda la sensa­ción de que la insurgencia buscó ofrecer todas las seguridades para restablecer su relación con la Iglesia. Aún así, la representación quiso hacer patente también que la insurgencia no ignoraba que existían otras opciones:

 

[...] bien pudiera el gobierno americano omitir este ocurso, y conformarse con las divinas leyes que dicta la necesidad y la salud espiritual de los fieles [...] Sin sujetar sus admirabilísimos efectos al capricho o arbitrariedad de los soberanos temporales o algunos obispos en lo particular: bien podría omitirlo fundando en las incontestables doctrinas de un Febronio, de un Bousset, de un Suárez, de un Natal Alexandro, del sabio Van Espen y en las solidísimas de santo Tomás.[26]

 

La representación aclara que los católicos insurgentes no desconocían aquellos ejemplos de la historia en que algún pontífice u obispo tuvo que retractarse: Paulo v en favor de los párrocos venecianos; Benedicto xiii acerca del Duque de Parma a mediados del siglo xviii; el arzobispo de Maguncia ante José ii, con la célebre participación del Barón de Kramer, pero

 

[...] ni remotamente intenta este gobierno seguir las pisadas de aquellas naciones, antes por el contrario sólo pretende impedir cualquier sospecha contra su religiosidad, quitar el escándalo de los débiles y concordar los intereses temporales con los bienes espirituales.[27]

 

Curiosamente, el documento asoció dos temas distintos: el de la relación Iglesia-Estado y el de la religiosidad. O más bien, el gobierno eclesiástico mexicano, autor del documento, justificó su actuación y pretensiones con base en su religiosidad.

De allí que haya una dosis de ambigüedad en su discurso: por un lado, San Martín expresó su fidelidad a la verdadera religión y, por el otro, declaró que la insurgencia tendría derecho a establecer su postura acerca de los asuntos eclesiásticos, pero que no quería seguir los pasos de los cismáticos. Quedaba claro que conocía bien otras opciones para reivindicar su actitud, pero prefirió, por lo visto, insistir en una actitud conciliadora, no de ruptura con la Iglesia representada en este caso por la mitra michoacana. Esta es la singular postura de la insurgencia frente a la Iglesia en ese momento. Recuperó los argumentos y el bagaje teórico de los eclesiásticos insurgentes y también su voluntad de estar en orden con la Iglesia por medio de la mitra.

La representación obtuvo respuesta de la mitra. Ésta lamentó que los insur­gentes se mantuvieran en tales posturas y les negó de manera categórica su disposición de auxiliarlos en esa materia. Podemos adivinar que los insurgentes abrigaban la ilusión de hallar una respuesta favorable. Los cabildos, y en este caso se trataba de un cabildo con sede vacante, no eran corporaciones monolíticas. Pudo haber alguna señal que animó a San Martín a redactar esta petición. No se sabe. Sin embargo, la respuesta fue negativa. La insurgencia no parece haberse conformado con estar alejada de la Iglesia. No se concebía a sí misma como cismática, a pesar de que conocía muchos ejemplos que justificaron el cisma. Pero en los hechos, estaba aparte de la Iglesia y la única forma de legitimar su postura era proporcionando argumentos contundentes al respecto. Entre éstos insistió en la ilegitimidad de las medidas impuestas por los obispos de la Nueva España. Las excomuniones eran ilegítimas e inmerecidas. La legitimidad de la revolución insurgente era una garantía más de la justicia de la causa.

Las notas a la representación que los insurgentes enviaron a la mitra forman la tercera sección del expediente. Parecen, sin duda, elaboradas después de la res­puesta de la mitra. Su actitud es menos conciliadora, su argumentación más clara:

 

En una nota, no se puede analizar y probar todas las proposiciones de esta parte, pero ellas contienen la doctrina general de los sabios, de los pp. [padres] y de los concilios. El abate Fleuri en el discurso sobre la dulzura de la Iglesia y sobre censuras, Suárez en la disp. 4, secc. 6 n. 4, el sabio jurista Van Espen en el cap. 8, sobre excomuniones y San Agustín en la epístola a Macedonio, señalan fundamentalmente las raras ocasiones, los grados y el tino con que se ha de proceder para juzgar y proferir aquella terrible sentencia [...] el tiempo y el modo en que deben usar los señores obispos de la censura, de esta llave de discreción, como la llama Inocencio iii.[28]

 

Con estas palabras hizo la defensa de los curas y los feligreses insurgentes. Aparte del apoyo de citas que es muy rico, en la base del argumento está la idea de que las censuras fulminadas inoportunamente producen males mayores, ocasionan el endurecimiento de los ánimos y no logran más que vilipendiar la autoridad de la Iglesia: “Escuchamos con dolor y sentimiento sus declaraciones pero nuestras conciencias permanecerán seguras y tranquilas, mientras los defensores y aduladores de España no prueben que es injusta la insurrección mexicana”.[29]

Aunque se trata de un documento sumamente abigarrado (pleno de argumen­tos apoyados en muy diversos autores, desde los padres de la Iglesia hasta teóricos cismáticos o pensadores regalistas), recoge y desarrolla algunas ideas que no son nuevas, sino que tienen que ver con los lineamientos que orientaron la actitud y ar­gumentos de la insurgencia hacia la institución eclesiástica. ¿Cuáles fueron estos argumentos? Principalmente, la legitimidad de la causa insurgente y, en función de ésta, la ilegitimidad de las sanciones impuestas. En segundo término, la acusación a los obispos que no supieron acercarse a sus feligreses, que no cumplieron con su deber de pastores por motivos terrenales y políticos. En relación con ello, su inca­pacidad para discutir y convencer, en lugar de fulminar excomuniones, de lanzar dicterios, de abusar de la extorsión y de la injuria. En tercero, se reitera la deslealtad del gobierno español ante el papado, sus semejanzas con respecto al gabinete de Saint James. Y, finalmente, el documento acusa a los obispos de defender una empresa de dominio y esclavización: la colonización española, con la conquista brutal, los latrocinios de sus monopolios y su ignorancia.

Pero, veamos cómo lo explica el documento: para el autor de las notas, la verdad o falsedad de la postura episcopal depende de la legitimidad de la insurrección. Porque entonces, si la causa es justa no hay pecado y por lo tanto, no tiene por qué haber censura. Si no puede probarse que la insurrección sea ilegítima, no hay motivo para las censuras. Así, “la sentencia injusta, la debe tener el que la impone”.[30]

Más grave aún es el hecho, explica el documento en las notas, de que los párrocos se negaran a impartir los sacramentos entre las tropas. ¿Acaso no era una conducta criminal la de los ministros de esa Iglesia? Caso por caso, el relato va comentando las múltiples ocasiones en que los curas les negaron los sacramentos a los partidarios del gobierno americano, las veces que anularon matrimonios, bautizos y confesiones que los feligreses recibieron de los curas insurrectos.

En este contexto, San Martín pensó que era mejor recurrir a las enseñanzas de san Pablo. La exhortación del apóstol a que procurasen los obispos tener buen concepto no solo entre los fieles, sino trabajar para que aún aquellos que estuviesen fuera del seno de la Iglesia, pudieran elogiar su conducta. Según sus máximas, “¿no debían los señores obispos atraernos con la exhortación, ganar nuestros corazones con suavidad y dulzura, reprendernos como padres amorosos, curar nuestras llagas y condiciones hasta el redil sobre sus propios hombros si fuera necesario?”.

No sin cierta ironía, el lectoral, ahora presidente de la Junta, incitó a los obispos de la Nueva España a “que se empeñan en descubrir nuestros errores, y que sin acrimonia, dicterios y sarcasmos [a que] nos hagan ver la injusticia de nuestra causa. Somos dóciles si nos llegan a convencer por el camino de la razón”.

Como puede apreciarse, en las notas, más que en la propia representación a la que aluden, el autor prefirió basarse en los padres de la Iglesia. Inobjetables argumentos y ejemplos brindaron san Pablo, san Agustín, santo Tomás de Aquino y san Esteban. San Martín recorrió una a una sus experiencias para justificar su proceder y reclamos. Por último, el Reglamento expresó:

 

La justicia está de nuestra parte. Los fines viles y mercenarios, el modo bárbaro, capcioso y engañador con que los gachupines conquistaron este reino, la peligrosa crisis en que estábamos el año de diez, las leyes despóticas, irracionales, opresoras o impolíticas con que nos han gobernado, la codicia, ambición y latrocinios de los visires de México, los monopolios, rapiñas y robos de sus subalternos, la ignorancia de las artes y de las ciencias con que nos han observado en la guerra actual, prueba que nuestros reclamos son más justos que cuantos refiere la historia.[31]

 

La conquista y los tres siglos de opresión que la siguieron, justificaban plenamente la rebelión y la necesidad de luchar por la independencia. La esclavitud que pesó sobre los indígenas, los excesos de los peninsulares y su ignorancia eran razones suficientes para que la insurgencia contase con argumentos para no atender a las impugnaciones de la mitra michoacana.

La justicia de la causa era el fundamento de la línea que justificó que la insurgencia resolviese internamente sus problemas con la Iglesia. No es raro, entonces, que el argumento de San Martín coincidiera con las palabras del propio Morelos a la hora en que la Inquisición lo acusó de favorecer la herejía:

 

[...] las autoridades eclesiásticas de la Nueva España no podían imponer a su antojo ninguna pena sobre la revolución mientras no se demostrara que era una rebelión injusta. Al contrario, demostrada la tiranía del gobierno colonial, tanto por la opresión que ejercía como por las usurpaciones con que se había impuesto aquí y en la Península, no había fundamento para calificar la insurrección como pecado de rebeldía y menos, como delito censurable.[32]

 

Según lo dicho, los obispos no podían nulificar la atención espiritual a los fieles, y las medidas adoptadas por los insurgentes tenían un carácter provisional ya que aguardaban el establecimiento de una relación directa con el papa para regularizar su situación y el triunfo de la independencia que era a todas luces una causa justa, por todos los motivos expresados por ellos.

Tal cosa ocurriría al consumarse la independencia promovida por el Plan de Iguala en 1821, bajo las garantías de unión, religión e independencia. En ese momen­to, el clero de la Nueva España se colocó en su conjunto en favor de su consumación. El plan trigarante puso fin, al menos parcialmente, a las divisiones. Aún los obispos coincidieron en respaldar sus consignas.[33]

Los acontecimientos de la metrópoli, en donde sobrevino la revolución de Riego, el triunfo liberal y el restablecimiento de la Constitución de Cádiz, pusieron en riesgo los fueros y los privilegios del clero. La sombra de la Revolución francesa amenazaba España, y muchos pensaron que en América podrían evadir las consecuencias. Esto explica que el clero se uniera en torno a un plan de defensa del orden y los valores establecidos. Fruto de una serie de reuniones entre los más altos prelados de la Igle­sia mexicana, la aristocracia española y criolla y los militares realistas, fue la elaboración del Plan de Iguala que postuló la independencia del país bajo el signo de la unidad entre los españoles y los criollos y la defensa de la religión católica.

Todos los eclesiásticos saludaron la propuesta. No terminaría allí, sin embargo, el debate en torno a lo que sería el futuro de la Iglesia en la vida independiente: la discusión sobre el patronato, la relación con Roma y las influencias de otras iglesias, abren un nuevo capítulo en el que el clero habría de confrontar disyuntivas, por cierto no menos difíciles de resolver que las de la época precedente.

 

Conclusiones

 

En este artículo he tratado de estudiar las principales implicaciones y respuestas de los insurgentes frente al confinamiento que les impuso la jerarquía eclesiástica, desde el momento en que excomulgó a los partidarios de la insurrección. El análisis de esta situación revela tres puntos clave. El primero, la importancia de los temas de reli­giosidad y de los asuntos de la Iglesia como aspectos que no pueden ser ignorados al estudiar la Guerra de Independencia. La participación y liderazgo de los curas, en uno y otro bando, el discurso y los argumentos y la religiosidad de la gente, corroboran su importancia. El segundo, tiene que ver con el interés permanente que mostró la insurgencia en los temas relativos a la Iglesia y a la religiosidad y la continuidad de una serie de argumentos manejados fundamentalmente por los curas insurgentes, que avalan su derecho a escuchar una serie de asuntos relacio­nados con el funcionamiento de la Iglesia en el campo insurgente. El tercero, se refiere a las ideas expresadas en torno a la relación Iglesia-Estado a las que apunta tanto la argumentación como la actuación de la insurgencia respecto a cuestiones eclesiásticas, durante el lapso que va de 1810 a 1821.

No cabe duda, como lo señalé al comienzo de estas páginas, que la religión y la religiosidad formaron parte del contexto en el que se desenvolvió la insurgencia, pero además fueron aprovechadas como armas de lucha, por uno y otro bando. La fuerza de esta circunstancia obligó, inevitablemente, a que la insurgencia tuviera que pronunciarse sobre lo que pensaba respecto a las relaciones que debía tener la Iglesia con el Estado y la monarquía, la Iglesia con respecto a la política, y la Iglesia con respecto a los insurgentes, fieles católicos todos (salvo alguna rara excepción). Estos pronunciamientos fueron expresados coyunturalmente, frente a la ofensiva de la iglesia realista que los confinó al decretar su excomunión y la de sus partidarios. Sin embargo, no por ello carecen de coherencia. La insurgencia reivindicó su lealtad a la verdadera Iglesia representada por el Papa; en esa me­dida condenó las posturas anglicanas y galicanas, y aún el regalismo de la monarquía española. La insurgencia reivindicó la necesidad de deslindar los asuntos espirituales de las cuestiones políticas y de los asuntos terrenales; por tanto, acusó con ese argumento a los obispos de subordinar su deber de pastores a los intereses materiales y conveniencia personal.

En ese sentido, los insurgentes se sintieron con derecho a condenar la actuación de la jerarquía y la ilegitimidad de sus procedimientos. Por lo mismo, se sintieron también con el derecho de no apartarse de los sacramentos y a preservar el funcionamiento de la Iglesia en los territorios que lograron mantener bajo su control. Así, recolectaron el diezmo, preservaron la inmunidad eclesiástica, impartieron los sacramentos, intervi­nieron en cuestiones jurisdiccionales y crearon la figura de un vicario general castrense que se hiciera cargo de cuidar la salud espiritual de la tropa.

A pesar de esto, los insurgentes no sintieron que estaban fuera de la Iglesia ni que su actuación pudiera calificarse de cismática. Conocían bien los casos y los argumentos empleados por sus autores en diversos momentos. Aun así, no quisieron situarse en esta postura. Argumentaron para ello la legitimidad de su causa y la imposibilidad de tener alguna comunicación con el papado.

Ciertamente, no fueron ajenos a estas influencias. Éstas y otras muy variadas, muestran su vasta cultura teológica y la cantidad de recursos intelectuales que tuvieron a su alcance.

Es evidente que su insistencia de nombrar a un vicario general y la elaboración de un Reglamento Eclesiástico (que no era realmente un reglamento sino un con­junto de peticiones y argumentos, como se señaló en el apartado correspondiente), acercan a las ideas insurgentes sobre la relación Iglesia-Estado a las de pensadores anglicanos, galicanos, cismáticos, etcétera. La contradicción entre, por un lado, establecer un vicariato y, por el otro, argumentar la defensa de los derechos pontificios, defensa que además vincularon con la defensa de la verdadera religión como fundamento de la insurgencia —nada más y nada menos— parece evidente. Aún así, este pensamiento no puede llevarnos a creer que los insurgentes desearan fundar una Iglesia nacional. Aunque parezca contradictorio, este no fue el caso.

Los insurgentes reclamaron para sí una situación de emergencia y de guerra, de carácter coyuntural. Pero, sobre todo, defendieron la justicia de su causa. Es la coyuntura la que exige una solución provisional que les permita observar los pre­ceptos, impartir los sacramentos, etcétera. Pero no es lo que desean como propuesta a futuro, es decir, una vez ganada la Independencia. Para eso recogen ejemplos de la historia en que enfrentamientos semejantes terminan ganándose la comprensión y rectificación de algunos papas. Asimismo, la historia de sus propues­tas para restablecer la relación entre la Iglesia y la insurgencia, narrada en las páginas de este artículo, da cuenta de distintos esfuerzos suyos por proponer fórmu­las de solución al conflicto abierto entre ambos por la insurrección y la guerra. No sorprende, en consecuencia, que a la hora de la consumación de la Independencia las garantías de unidad y religión conciten el apoyo del clero en su conjunto.

El tema de la religiosidad de la gente es apenas en este trabajo un contexto, ineludible por cierto, pero que merece un estudio aparte. La religiosidad ilustrada, la religiosidad popular, el cristianismo barroco; su influencia y relación en la guerra de Independencia, constituyen vetas desarrolladas en los trabajos de Brading, Gruzinski, Lafaye y otros autores, pero que bien pueden llevarse a estudios de caso referidos a la época de la independencia. Hay material para ello.

Queda mucho por descifrar también en torno a otros temas. Aún no conocemos lo suficiente acerca del clero realista. Lo que conocemos de los obispos, que con­forman la jerarquía, es apenas un esbozo que a veces parece un retrato unidimensional de los personajes. Sin duda, su discurso y el tono melodramático de algunas fuentes insurgentes que aluden a los prelados, favorece esta imagen. Hace falta conocer mejor su trayectoria, su formación intelectual, sus aportes a la vida cultural de sus diócesis, entre otras tantas cosas. Sobre los cabildos eclesiás­ticos, que no eran monolíticos, conocemos apenas algunos casos, pero falta conocer más acerca de estos grupos que a veces aparecen como ambiguos y acomodaticios durante la guerra de Independencia.

Hay algunos estudios relacionados con el clero en general y la variedad de condiciones que se presentaron en distintas regiones. Existen aportes importantes, como el de William B. Taylor acerca de Guadalajara y su arquidiócesis, pero falta mucho para que podamos tener una panorámica clara del conjunto de las diócesis, no se diga en torno a la forma de pensar de los eclesiásticos en aquél entonces y su formación e influencias.

En lo que se refiere a las ideas de los insurgentes en materia de su relación con la Iglesia, también se ha escrito poco. Este es un acercamiento a un tema que como tal casi no ha sido tratado, y en la medida en que se basa en el estudio de fuentes escasamente exploradas, aspira a llenar un vacío y a constituir un punto de partida para futuras investigaciones.


 



[1] Doctora en Historia por la UNAM, miembro del Instituto de Investigaciones Históricas de esa institución.

[2] Este trabajo se publicó en la revista Signos históricos, enero-junio, No. 7, de la Universidad Autónoma Metropolitana – Iztapalapa, México, Distrito Federal, pp. 53-86.

[3] Carlos Herrejón, op. cit., 1985, pp. 115 y 116.

[4] Recuérdese que Herrera sería después diputado por Tecpan en el Congreso de Chilpancingo y uno de los autores de la Constitución de Apatzingán. Seguramente contó con la confianza de Morelos, ya que el caudillo le encargó a su propio hijo en uno de sus viajes a Estados Unidos. Indultado más tarde, el obispo Pérez le concedió una cátedra en el Seminario de Puebla. Iturbide lo designó para ocupar el ministerio de asuntos exteriores.

[5] “Por nombramiento de Morelos, Ignacio Ayala exige cuentas de los diezmos”, 10 de agosto de 1811, en Carlos Herrejón Peredo, Morelos. Documentos inéditos de vida revolucionaria, México, El Colegio de Michoacán, 1987, p. 111.

[6] “Noticias dadas por Morelos sobre diezmos”, 13 de agosto de 1811, en Ibíd., p. 113.

[7] La creación de la provincia de Tecpan respondió a la necesidad de “comenzar la conquista del sur con algún pie de gobierno” en el que los ciudadanos tuvieran un asilo seguro. Y como los ciudadanos del sur habían llevado el peso de los acontecimientos, Morelos decidió dotarlos de independencia: convertirlos en sede del Congreso y además en un obispado. Para una consulta más amplia al respecto, véase Ana Carolina Ibarra, El cabildo catedral de Antequera de Oaxaca y el movimiento insurgente, México, El Colegio de Michoacán, 2000, p. 166.

[8] Una explicación acerca del sentido e interés de la política insurgente en Oaxaca, se desarrolla con mayor amplitud en Ana Carolina Ibarra, op. cit., 2000.

[9] Son variadas las fuentes que permiten corroborar el interés y actuación cotidiana de Morelos en este sentido. Al respecto véase “Correspondencia entre Morelos e Ibáñez de Corvera”, 1813, Archivo de Indias (en adelante AGI), Ramo Indiferente General, 1492; documentación reunida en Archivo General del Estado de Oaxaca (en adelante AGEO), Ramo Obispado de Oaxaca, Curia de gobierno y Administración. Provee de expedientes interesantes acerca de los asuntos de la mitra en el período de la ocupación.

[10] Pueden consultarse en el Archivo de la Arquidiócesis de Oaxaca, reorganizado y abierto al público recientemente.

[11] Antonio José Ibáñez de Corvera quedó como gobernador de la mitra en sede vacante al huir Bergosa y Jordán. Era miembro de una familia de la elite local, y colaboró con el gobierno de Morelos en Oaxaca.

[12] Véase “Causa del cabildo eclesiástico”, en José Hernández y Dávalos, op. cit., 1877-1882, t. 6.

[13] El cabildo de Oaxaca nunca contó con todos los miembros que tuvieron catedrales de mayor importancia. De tal forma que era un cabildo reducido: una docena de miembros en el mejor de los casos. Al arribo de las fuerzas insurgentes, el deán del cabildo se declaró enfermo y no volvió a salir de su casa, dejando en manos de Ibáñez de Corbera el gobierno de la mitra. Se hallaba fuera de la ciudad uno de los canónigos, dos cargos más estaban vacantes. De allí que Morelos fuera recibido solamente por ocho prebendados. La evolución de la integración del cabildo catedral de Oaxaca a partir de mi investigación en diversos repositorios (AGI, AGEO y AGN) está presentada en Ana Carolina Ibarra, op. cit., 2000.

[14] Recuérdese que en ese momento la rivalidad entre Verduzco, Liceaga, Rayón y el propio Morelos (que eran los cuatro integrantes) habían llevado a la junta a un callejón sin salida. Morelos pensó que la incorporación de un quinto vocal podría agilizar su desempeño.

[15] La documentación precedente y el desarrollo de las reuniones queda asentado en las Actas Capitulares que se hallan en el Archivo de la Arquidiócesis de Oaxaca. Existe copia de las actas del cabildo eclesiástico de Oaxaca en el Archivo Histórico del INAH (en adelante ADHINAH), serie Oaxaca, rollos 73 y 74. Una parte de éstas se encuentran recogidas en la causa del cabildo eclesiástico, en José Hernández y Dávalos, op. cit., 1887-1882, t. 6, y de hecho estas evidencias provienen de los papeles que tenían consigo los rebeldes capturados en Tlacotepec.

[16] “Morelos a don Antonio Ibáñez de Corvera”, 8 de mayo de 1813, en Ernesto Lemoine, op. cit., 1991, p. 291.

[17]Véase “Causa de infidencia del cabildo eclesiástico”, Ibíd., p. 562.

[18] Lamentablemente no he podido contar con el acta completa de la sesión, que parece estar reservada en una colección privada, la cual no es accesible. Al respecto, véase José Luis González, “El obispado de Oaxaca y la vicaría castrense”, en Álvaro Matute, Evelia Trejo y Brian F. Connaughton (coord.), Estado, Iglesia y sociedad en el siglo XIX, México, Miguel Ángel Porrúa, 1995. Por mi parte, he tenido acceso a información relacionada con ello, que me ha permitido reconstruir una parte de los acontecimientos. La información proviene de un par de repositorios: el Archivo del Arzobispado de Oaxaca, y la serie Oaxaca del ADHINAH.

[19] Crespo resultó triunfador en las elecciones para 5° vocal de la Junta Nacional Americana, que tuvieron lugar en Oaxaca. Quedaría como suplente de Murguía y Galardi y en esa calidad acudió a Chilpancingo meses más tarde.

[20] Citado por José Luis González, op. cit., 1995, p. 129.

[21] Ibid.

 

Ibid.

Ibid., p. 132.

[24] Acerca de San Martín, véase Ana Carolina Ibarra, op. cit., 2000.

[25] Véase el “Reglamento Eclesiástico Mexicano, en la causa de San Martín”, en José Hernández y Dávalos, op. cit., 1877-1882, vol. 6.

[26] Ibíd.   

[27] Ibíd.

[28] Ibid.

[29] Ibíd

[30] Ibíd

 

Ibid., p. 409.

[32] Carlos Herrejón Peredo, op. cit., 1985, p. 95.

[33] En 1821 quedaban cinco obispos peninsulares y dos criollos. Los criollos: Antonio Joaquín Pérez Martínez, de Puebla y Francisco Castañiza, de Durango; y los peninsulares: Juan Ruiz de Cabañas, de Guadalajara, Manuel Isidoro Pérez, de Oaxaca, Pedro Agustín Estévez, de Yucatán y fray Bernardo del Espíritu Santo de Sonora, se adhirieron todos con mayor o menor entusiasmo al nuevo orden que proclamaron estos sucesos. Únicamente el arzobispo de México, Pedro José Fonte, buscó la forma de retirarse hasta que consiguió trasladarse a la metrópoli.

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