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Dura Lex[1]

 

Anónimo

 

Se ofrece ahora una reflexión, articulada al calor de los hechos que conmocionaron a México, a raíz del magnicidio consumado por el jalisciense José de León Toral el 17 de julio de 1928, en la persona del presidente electo de México, el caudillo Álvaro Obregón, que pone de relieve no sólo el sentir de la proscrita militancia católica en tiempos de la guerra cristera, sino también los frutos amargos de la espiral de violencia propiciada por el militarismo rampante

 

Y ahora entended, ¡oh, reyes! Aprended vosotros, ¡jueces de la tierra!

            El asesinato de Obregón puede considerarse como una tragedia política; pero es también una tragedia moral. Como tragedia política era algo que se esperaba fatalmente, porque toda política revolucionaria es mortífera; como tragedia moral, obedeció a una sentencia lapidaria de la Escritura que condena a perecer por el hierro al que ha usado el hierro para matar.

            La ley moral es la más dura de las leyes, porque no tiene apelación ni misericordia… ni inquina. Parece aplicarla la pasión de los hombres, pero en realidad es la conciencia popular la que ejecuta ese mandato y pone término en un día, en una hora, en un instante inesperado a las locuras de la mente o a las ambiciones monstruosas del espíritu.

            Obregón es nuestra política revolucionaria, pasaba como un mimado del destino, como un hijo predilecto del buen éxito; pero sus triunfos son una serie de tragedias, un reguero de sangre que va extinguiendo centenares de vidas y va tronchando ideales y esperanzas, principalmente en su provecho, hasta llegar a ser un día la imagen viva del lucro y de la muerte.

            El crimen ha suprimido un hombre vigoroso y entero, con sus afectos y apegos terrenales; pero ha suprimido también un ambicioso con sus bastos proyectos de dominio. Como pérdida humana toca sentirla justamente a sus parientes, a sus amigos, y a sus admiradores; como pérdida de un caudillo trágico y lleno de ambición, la historia abre sus páginas para hacer un balance de sus actos. En el dintel de esa puerta que da franca entrada a la vida inmortal, Obregón no se presenta con la conciencia limpia, la sangre de sus heridas quizá no baste para lavar sus culpas o para enmendar sus yerros, porque no es una víctima que cae por un idealismo o por un ensueño, sino un emplazado por la revancha apasionada de una multitud dolorida.

            Por eso la muerte de Obregón podrán lamentarla sus partidarios, pero la mayoría de la nación no derramará por ella una sola lágrima, porque Obregón ni era popular ni había conquistado con hechos generosos y desinteresados el corazón del pueblo mexicano.

            La revolución fue para él la satisfacción de todos sus impulsos, de todos sus antojos, de todas sus venganzas; gozó de sus placeres predilectos en la mesa de juego, donde perdió caudales; ejercitó sus instintos mercantiles en negocios disparatados y ruinosos, donde consumió millones que provenían del tesoro nacional; fusiló al por mayor a prisioneros de guerra, empleando algunas veces la ametralladora para ahorrar cartuchos, y se libraba de sus enemigos políticos empleando para ello, sin escrúpulo, todos los medios que le proporcionaban las ventajas del poder. Fue para él la revolución, aparte del incidente donde perdió su brazo derecho, casi un paseo triunfal, porque si no consumó grandes y geniales victorias, por lo menos no conoció derrotas y encontró siempre fácil el camino del éxito. En la guerra, que es con mucho un gran juego de azar, fue siempre afortunado, por lo cual se creía invencible y merecedor de todas sus ambiciones. Y fue la ambición de dinero, de honores, de poderío lo que movió toda su energía y donde encontró amplio campo de acción su prodigiosa astucia, su notable memoria y su inconmovible sangre fría rayana en una especie de locura homicida para suprimir a sus rivales.

            De Obregón lo extraordinario era el egoísmo, el sarcasmo, la vanidad y el desprecio para todos los peligros y todos los respetos. Para él, el honor era una mercancía que se compra, la amistad no existía, la justicia, la religión, los compromisos, la gratitud, podían pisotearse y violarse impunemente; corrompe a los hombres y luego los maneja como títeres y los desprecia; a su alrededor más que admiradores, sumisos que aplaudan sus proyectos, que celebren sus chistes y que se sometan a sus caprichos, fuera de sus arranques trágicos y sombríos, donde su pupila risueña se transforma en feroz, siempre vive de guasa, de broma, contando para que se le celebre todo género de licenciosas historietas; pero por una cruel y terrible ironía, la muerte lo sigue hasta allí, hasta el sitio del placer y la juerga… Su tragedia nada tiene de solemne ni de importante; no es el Senado, ni la Cámara, en Palacio, ni siquiera en la calle, sino en un merendero de rompe y rasga… en La Bombilla, remedo de aquella que en Madrid es paraíso de  manalas, chulapones y golfos. Y muere riéndose de su propia caricatura, porque el matador lleva hasta allá su audacia y su insólita sangre fría hasta ridiculizarlo con el lápiz antes de herirlo con la pistola; ahogado el ruido de los seis disparos que hacen blanco y los dolorosos lamentos de su breve agonía, por los acordes de una música jovial e indiferente a aquel derrumbamiento fulminante, definitivo, mudo, total, intransmisible de tanta fiebre de poder…

            Y ahora, aprended, ¡oh, reyes! Tomad instrucción vosotros jueces de la tierra, como gustaba de repetir Bossuet en una de sus oraciones fúnebres a uno de los soberanos de Francia. El asesinato político es un acto repugnante ciertamente, pero también una dura lección para los tiranos; los pueblos recurren a esa justicia bárbara, porque bárbaro también es el dominio que ejercitan los déspotas para quienes la ley suprema es su voluntad.

            Obregón ya hacía mucho tiempo que no se acordaba de otra cosa que de su egoísmo; nada le importaba el sacrificio del país, su despoblación, su miseria, su ruina, para la prosecución de sus designios y negocios; para él era letra muerta la dignidad nacional, porque estaba dispuesto a entregarla a cambio de protección, de armas y de alabanzas embusteras y cínicas, tan cínicas como el compararlo con Washington  y Jefferson, cuando el primero, si no tuviera otros méritos, le bastaría para inmortalizarlo, la renuncia de su puesto.

            Y Obregón lo que buscaba únicamente era la dictadura; había ya arreglado un congreso manejable como cera. Se había abrogado la facultad de nombrar ad perpetuam  magistrados y  jueces obedientes a sus consignas, suprimía los municipios libres y hechos suyos los jefes del ejército, para moverlos con dádivas cuantiosas. Su delirio era inaugurar, después de escribir con sangre en la Constitución del precepto de “No Reelección” e imbuirlo en la conciencia nacional, otro reinado tan largo y venturoso como el que tuviera Porfirio Díaz… y hubo alucinados que lo creyeron, miopes que lo daban por hecho, periodistas que lo alababan y hacían propaganda a tan peregrinas pretensiones, sin acordarse de que la verdad y la justicia son inmanentes y que  no pueden violarse sin castigo, porque la ley moral es la más dura y rigurosa de las leyes, pues aunque no está escrita en los códigos de los hombres, se cumple a pesar de la grandeza de las naciones, del poder del dinero, del poder de la prensa, de todos los poderes vanos y perecibles de la tierra, que nada pueden cuando llega la muerte, que es la más imperiosa de las realidades del mundo.

            Obregón desafiaba imperturbable la muerte, porque es patrimonio de los ambiciosos sentir para ella altanero desdén; pero su mismo poderoso egoísmo acercaba sus días. Por donde quiera iba regando odios, por donde quiera lo velaba un rencor y acechaba sus pasos un desquite. En el juego peligroso de las pasiones no es posible acertar todas las jugadas y destruir todos los enemigos. El que los siembra los multiplica y acaba por perecer entre sus redes. Tal es la dura ley en este combate inacabable en que vivimos los hombres y los tiranos de los hombres.

            Obregón ha muerto; sus admiradores, sus protegidos y los que esperaban de él y de su gobierno pingües ganancias materiales, podrán decir que con él cae un gigante y que su pérdida es algo irreprochable para México; pero es una mentira, no hay hombres necesarios para ningún pueblo. Su tragedia es triste, conmovedora y profunda; pero también la fueron y mucho más, las que perpetró su ambición y consumó su envidia.

            Si para él hubo una noche doliente, noche de espanto y de pavor que rodeó su cadáver, también lo fueron la de Tlaxcalantongo que cobijó el de Venustiano Carranza; la del Parral que hizo guardia a los restos de Francisco Villa; la del Río Bravo que contempló flotando el cuerpo apuñaleado del General Lucio Blanco; la de Cuernavaca que miró horrorizada el cuerpo de su amigo el General Francisco Serrano y sus infortunados acompañantes, muchos de ellos inofensivos, sólo poetas, como Otilio González, e inmerecedores de tan fiera crueldad… y las de tantos otros: Arnulfo Gómez, Francisco Murguía (que le dio triunfos decisivos), Maydotte (que le salvó la vida), Manuel M. Diéguez, Manuel García Vigil que también tenían quien los amara y los llorara con lágrimas inconsolables e impotentes. Obregón tenía una cita con sus muertos y sonó inexorable la hora de acudir a ella. Ha mucho tiempo que era un emplazado.

 



[1]  Tomado  del fondo Jesús Medina Ascencio de la biblioteca del Seminario Mayor de Guadalajara

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