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La Iglesia y la Nación en la historia mexicana del siglo XIX

 

Emilio Martínez Albesa[1]

Concluye en esta colaboración las tres partes en las que fue dividido un estudio susceptible de ello, para formar con él tres piezas que se pueden leer en conjunto o separadas

 

1.      La fractura de los bandos y el papel de la Iglesia en México

 

La prensa política, convertida en órgano de propaganda ideológica de los partidos políticos, adquirió, a mediados del siglo xix afinidad en su acción y real disciplina interna, acomodándoseles bien por tanto el nombre de partidos. Los liberales contarían principalmente con los periódicos capitalinos  El Monitor Republicano, radical o puro, y  El Siglo XIX, moderado primero y radical después. El Partido Conservador (fundado en 1849) contaría sobre todo con El Universal en la capital del país. Durante los dos años de la presidencia de Mariano Arista, los liberales puros (radicales) ganan terreno en el congreso y en el gabinete gubernamental sobre los moderados. Los conservadores, que habían contado con algún ministro en época de Herrera, se ven prácticamente desplazados de la escena y denuncian en la prensa los peligros del socialismo. En este tiempo es cuando Luis Gonzaga Cuevas, destacado conservador, ministro de Bustamante y de Herrera y ahora miembro del Consejo de Gobierno, publica (1851) los dos primeros tomos de su obra Porvenir de México, que con el tercer tomo (1857), será pieza fundamental para el pensamiento conservador mexicano, remitiéndose a las tres garantías iturbidistas.[2] A consecuencia del guadalajarense Plan del Hospicio (12 de octubre de 1852 con correcciones del siguiente día 20), que logra adhesiones en la mayor parte del país, Arista renuncia a la presidencia el 5 de enero de 1853. El 17 de marzo se declara presidente a Antonio López de Santa Anna, a quien Lucas Alamán escribe una carta el 23 de ese mes exponiéndole las expectativas de los conservadores. Si la presidencia de Arista había significado el fracaso del moderantismo liberal, la última de Santa Anna representará el fracaso del conservadurismo aliado al santanismo. Suspendido el orden constitucional de la segunda República federal, Santa Anna, en su presidencia supuestamente provisional, no tardó en iniciar un gobierno evidentemente personalista[3] y los líderes conservadores, decepcionados y opacados por la camarilla santanista, fueron progresivamente distanciándose de él.

 

2.      La evolución histórica de los proyectos de Nación y de los conceptos de Iglesia

 

Desde su respuesta al primer anticlericalismo liberal de las décadas de 1830 y 1840, los obispos y los apologistas católicos reivindicaron la independencia de la jurisdicción eclesiástica frente a las intromisiones del Estado en sus asuntos, alegando que la Iglesia tenía una propia soberanía, y exigieron, al mismo tiempo, la protección del Estado a la Iglesia apoyados en que el bien espiritual era preeminente sobre el bien temporal. Mediante los conceptos de soberanía eclesiástica y supremacía de lo espiritual sobre lo temporal, avanzaron superando la vieja eclesiología regalista, la cual tendía a hacer de la Iglesia una dependencia del Estado para asuntos religiosos, y acogiendo la nueva eclesiología autonomista característica del pensamiento católico decimonónico, que afirmaba que el Estado no debía decidir sobre asuntos eclesiásticos. Los pensadores católicos denunciaban el regalismo como incompatible con la religión católica dándose cuenta de que, en el nuevo contexto de una nación contractualista, es decir, entendida como el conjunto de los individuos que por un pacto libre, espontáneo y convencional deciden constituirla, tal regalismo entrañaba una negación de la libertad de la Iglesia y una puesta en cuestión del catolicismo del Estado, porque dejaba a la religión oficial a merced del arbitrio de la voluntad de unos gobernantes civiles que no reconocían otro límite a su autoridad que el ajustarse a los requisitos legales con que la nación les habría confiado el ejercicio de su soberanía.[4]

            Entre 1855 y 1857, el gobierno nacido de la Revolución de Ayutla promulgaba las primeras tres grandes leyes reformistas: la Ley Juárez (de supresión del fuero eclesiástico), la Ley Lerdo (de desamortización de bienes eclesiásticos) y la Ley Iglesias (para el arreglo del cobro de derechos parroquiales). Justificadas por los ministros gubernamentales y por la prensa liberal desde una eclesiología regalista, estas leyes fueron interpretadas por los pastores de la Iglesia como una negación del carácter católico del gobierno, un desconocimiento de la soberanía de la Iglesia por parte de un gobierno totalitario y una reafirmación del regalismo estatal, dado que el Estado manifestaría que no renunciaba a intervenir en el régimen de la Iglesia.

            Los diputados liberales del Congreso Constituyente de 1856-1857 pretendían purificar a la Iglesia reformando al clero, al que consideraban ignorante, traidor a la patria, ambicioso y opresor. Como los moderados y los radicales no lograron un acuerdo, el resultado del congreso para la cuestión religiosa fue confuso, pues ni se afirmaba la confesionalidad del Estado ni tampoco se declaraba la libertad de culto. Curiosamente, el único punto de acuerdo quedó recogido en el artículo 123, que reservaba a las autoridades federales la facultad de intervenir de forma regalista sobre el culto y la disciplina eclesiástica. En aquella época, los obispos se oponían a una concesión de libertad del culto para todas las religiones, en un país de aplastante mayoría católica, por considerar que implicaba la adopción del indiferentismo religioso como fundamento para edificar la vida pública nacional, negando que el catolicismo fuera un bien de la sociedad que hubiera que custodiar. No creían que tal libertad respondiese a la voluntad de garantizar la libertad de conciencia para los creyentes de otras religiones porque éstos no estaban asentados en el país. En general, la reducción de la libertad al igualitarismo, característica de esta etapa del liberalismo, propiciaba la confusión entre libertad de los cultos y neutralidad del gobierno nacional para con ellos.

            Desaparecida la confesionalidad del Estado y habiéndose consolidado una imagen contractualista de la nación, lo que tiene su hito fundamental en la Constitución de 1857, la eclesiología autonomista mexicana pasa de su fase soberanista a su fase societaria. Hasta ahora los pensadores católicos apoyaban la autonomía de la Iglesia respecto del Estado sobre la idea de que debía gozar de  “soberanía “ en su esfera propia; a partir de ahora, subrayarán más la idea de que la Iglesia es una  “sociedad perfecta “ y, por tanto, no necesita del Estado para desenvolver su actividad propia. Al mismo tiempo, no dejarán de recordar que la sociedad civil tiene deberes para con Dios que, según ellos, habría de cumplir mediante el rendimiento de un culto verdadero y público de parte del Estado. En este contexto, el obispo Clemente de Jesús Munguía presenta la eclesiología autonomista de México más madura anterior al Concilio Ecuménico Vaticano i. Para él,[5] la Iglesia es una sociedad divina en su origen y en la naturaleza de los vínculos que la constituyen, misional en su razón de ser, independiente de toda otra sociedad y preeminente sobre todas las realidades sociales en cuanto a la sublimidad del fin sobrenatural que procura. Además el cristianismo viene visto como necesario para que las naciones alcanzaran un grado de civilización digno del hombre; éstas estarían llamadas a congregarse en la Iglesia, y el Estado de toda nación católica debería garantizar que se rindiese a Dios el culto social debido. Según Munguía, entre la Iglesia y el Estado, debería haber independencia, respeto, reconocimiento y protección recíproca.

            La Constitución disgustó a los católicos y no satisfizo a los liberales puros. Por ello, la guerra (1858-1861) brindaría la ocasión, a los primeros, de cancelar el régimen constitucional a la sombra de un gobierno conservador restaurador de los derechos de la Iglesia y, a los segundos, de obtener lo que no habían alcanzado en el texto constitucional, es decir, la separación de la Iglesia y el Estado conforme a su propia ideología política y eclesiológica, dando origen a lo que podemos calificar como Estado laico reformista. Como sabemos, la guerra se cerraría con el triunfo de los liberales puros, encabezados políticamente por Benito Juárez. Ideólogo destacado de este grupo liberal reformista fue Melchor Ocampo;[6] para él, identificando la nación con el Estado, todo lo público habría de ser estatal y, siendo deísta en su religiosidad personal, la jurisdicción de la Iglesia habría de reducirse al culto ritual bajo supervisión y control del Estado. Para los reformistas, el Estado era un instrumento del cambio social y nacional; por tanto, habría de legislar para transformar la sociedad en función de la que ellos consideran la sociedad ideal. Además, para éstos, la religión sería únicamente una dimensión de la vida individual y no de la vida comunitaria; de manera que no entendían que la Iglesia pudiera reclamar una presencia en la esfera pública. La Reforma, que alcanza su máxima expresión ya durante la guerra con los decretos juaristas de 1859-1860, tenía por objetivo precisamente la remoción de la Iglesia del lugar que había ocupado en la nación tradicional; y, para esto, el regalismo ofrecía una eclesiología suficientemente útil: todo lo material habría de ser competencia de la potestad estatal y a la Iglesia no habría de quedarle otra vía de influjo en la nación que la de la predicación de la virtud individual a los súbditos del Estado. Las Leyes de Reforma son así fundamentalmente la concreción de un regalismo secularizado, en el que el Estado-nación ya no se concibe como católico. Esta interpretación regalista de la Iglesia en el contexto de un Estado contractualista y secularizado fue sentida por los católicos –principalmente por los obispos– como una negación de la dimensión pública de la fe, puesto que el Estado se apropiaba de todo lo que la sociedad podía considerar suyo, confinando en consecuencia a la fe católica en el ámbito de lo privado.

            Obispos como Munguía o Pelagio Antonio de Labastida[7] y laicos como Bernardo Couto o José Joaquín Pesado fueron muy conscientes de este trasfondo y reivindicaron la publicidad de la fe como derecho del pueblo mexicano, al que concebían ciertamente como católico. Desaparecido el Estado católico, sentían la necesidad de buscar nuevas bases para la publicidad de la fe. Pesado, por ejemplo, denuncia el peligro de despotismo inherente al relativismo ético del liberalismo, porque sin el reconocimiento de los principios morales el derecho se sacrificaría a la arbitrariedad de la ley; está convencido de que los tiempos avanzan hacia una separación de la Iglesia y el Estado, que él ve útil para la libertad de la Iglesia, y reivindica sobre todo, como fundamento de la vida pública, la justicia, entendida como respeto a los preceptos de Dios.[8] Para el Arzobispo Lázaro de la Garza, si la verdad de la religión se destierra al ámbito privado, la sociedad se desquiciará y reinará la anarquía; los intereses públicos no serían por tanto separables de la verdadera religión. Superando las dos vías clásicas de la soberanía de la Iglesia y de la preeminencia de lo espiritual sobre lo temporal, él reivindicará la publicidad de la fe a partir de la plena independencia de la Iglesia y de la necesidad del bien espiritual para la plenitud del bien temporal.[9] Los católicos consideraban que los políticos liberales cerraban los ojos a la realidad, la mente a la verdad y la conciencia a los imperativos de la moral objetiva cuando defendían un ejercicio del gobierno indiferente al hecho social religioso y se negaban a reconocer la existencia de la Iglesia tal cual ésta era, es decir, una sociedad universal radicada en la nación mexicana.

            Los conservadores mexicanos, cada vez más decepcionados de la República y proclives a la opción monárquica, intentarían sin éxito hacer de la intervención extranjera la ocasión para introducir el gobierno conservador que la victoria liberal de la guerra había impedido. La Francia de Napoleón III había decidido su intervención en México por iniciativa propia; no obstante el joven mexicano José Manuel Hidalgo Esnaurrízar, enterado, obtuvo del emperador de los franceses el amparo para el proyecto monárquico conservador. Con el triunfo de la Intervención francesa, una asamblea de notables mexicanos había declarado, el 10 de julio de 1863, la adopción de la monarquía adjetivada como moderada, hereditaria y con príncipe católico, ofreciendo la corona imperial a Maximiliano de Habsburgo.[10] Pero, cuando Maximiliano tome el poder en 1864, decepcionará las expectativas de los conservadores y las peticiones de los obispos en orden a la construcción de un Estado católico no regalista.[11] La separación operada por las Leyes de Reforma se mantendría. Además, los proyectos regalistas del emperador encontraron decidida repulsa por parte de un episcopado y de unos fieles católicos ya más que escarmentados de regalismo. Las cartas pastorales de los obispos en los umbrales del Imperio lo habían desconocido, dando por supuesto su incompatibilidad con el catolicismo. El  “todo con la aprobación de Su Santidad, nada sin ella “de una carta de Francisco de Paula de Arrangoiz a Maximiliano (13 de abril de 1865) resulta elocuente.[12] El Imperio fue sentido como la oportunidad perdida de edificar un Estado católico no regalista y su ruina, como la puesta en entredicho de la nacionalidad mexicana, para la cual el catolicismo era considerado elemento esencial.

            En 1867, el grupo liberal juarista obtiene la doble victoria sobre el Imperio y sobre los conservadores, conquistando el Estado. La República federal reanuda su curso. A partir de este momento, los conservadores quedan prácticamente excluidos de la vida política nacional[13]y el Estado será monopolio de los liberales. Sin embargo, no dejarán de producirse escisiones dentro del bando liberal ni alzamientos populares contra la política gubernamental. Entre los levantamientos contra el gobierno de Benito Juárez, cabe recordar la insurrección del coronel Máximo Molina en Tampico, de mayo de 1871, y la rebelión del general Jerónimo Treviño en Nuevo León, a la que se sumó Donato Guerra en Zacatecas y otros jefes militares del norte, entre septiembre de 1871 y julio de 1872. La división de los liberales en las facciones juarista, lerdista, iglesista y porfirista produciría también enfrentamientos armados a consecuencia de las rebeliones de Porfirio Díaz contra Juárez y contra su sucesor, Sebastián Lerdo de Tejada. Así, la rebelión del Plan de la Noria se extendió de noviembre de 1871 hasta la muerte de Juárez y la revolución constitucionalista del Plan de Tuxtepec fue decidida en septiembre de 1875. No sólo las desavenencias entre las facciones políticas liberales daban al traste con la soñada edad mesiánica del liberalismo a partir de 1867, sino que también seguirían estallando revueltas populares contra las medidas de estos gobiernos, ya contra medidas anticatólicas de las Leyes de Reforma, ya a favor de reivindicaciones agrarias e indígenas[14]. En respuesta a la adición de las Leyes de Reforma a la Constitución bajo el Presidente Sebastián Lerdo de Tejada en 1873, estalló la insurgencia religionera, que tomaba forma a partir de la sublevación del Plan de Nuevo Urecho y se extendió por Michoacán, Querétaro, Jalisco y otros Estados entre 1874 y 1876.[15]En la historia futura, estas leyes constituirían una espada de Damocles en manos de los gobernantes para esgrimirla ante la Iglesia cuando lo retengan conveniente.

            En noviembre de 1876, Lerdo de Tejada hubo de abandonar la capital del país diez días antes de que terminara su periodo de gobierno ante el progreso de la revolución de Porfirio Díaz. Por su parte, José María Iglesias, a la sazón presidente de la Suprema Corte de Justicia, pasaría a considerarse presidente interino legítimo. No obstante, Díaz logró hacerse con la presidencia de la República y tanto Iglesias como Lerdo, en enero siguiente, habrían de marchar a los Estados Unidos. La inestabilidad política, primero, y la actitud más tolerante de Porfirio Díaz, después, hicieron que no siempre las Leyes de Reforma fueran urgidas por las autoridades y que ciertas actividades religiosas pudieran ir normalizándose e incluso volviera a contarse con religiosos y religiosas en México, si bien de manera clandestina. La Iglesia mexicana siguió contando, y cada vez con mayor interés, con el compromiso de los fieles laicos, quienes establecieron distintas iniciativas a favor de la educación social, del servicio a los necesitados y de la normalización religiosa.En la adaptación de la Iglesia a las nuevas circunstancias, fue crucial el liderazgo del Arzobispo Labastida, quien, desde su retorno en mayo de 1871, con prudencia y oportunidad supo reconciliarla con los tiempos, abriendo a los laicos la posibilidad de participar en la vida pública sin problemas de conciencia por la excomunión decretada a quienes juraran la Constitución, promoviendo su participación en asociaciones piadosas, modernizando la administración eclesiástica, entrando en arreglos con los compradores de los bienes que habían sido eclesiásticos y velando por la formación y trabajo de los párrocos.[16] La no urgencia de las Leyes de Reforma durante el Porfiriato permitió avanzar en una progresiva distensión y un relativo acercamiento entre las autoridades eclesiásticas y el Presidente Porfirio Díaz, como fruto de su política de conciliación.[17] La nueva actitud del Estado fue especialmente sentida a partir de 1892 y sería aprovechada por la Iglesia para operar de modo más acelerado una recomposición de sus cuadros. En los dos últimos decenios porfiristas,  “se reorganizan las estructuras eclesiásticas, se renueva la vida espiritual de las comunidades, despierta en el laicado una urgencia por hacer sentir sus compromisos en la transformación de la patria”,[18] y la Iglesia puede realizar una importante labor a favor del mundo obrero y campesino entre 1890 y 1913. En esta misma época, se advierte un cambio generacional en los cuadros del pensamiento católico: hombres como Alejandro Arango y Escandón, Ignacio Aguilar y Marocho, José María Roa Bárcena, Tirso Rafael de Córdoba o los prelados Labastida, Díez de Sollano e Ignacio Montes de Oca dejan paso a otros como Trinidad Sánchez Santos, Victoriano Agüeros, Francisco Elguero o el sacerdote y futuro obispo Emeterio Valverde Téllez.[19] De algún modo a caballo entre ambas generaciones, estaría José de Jesús Cuevas (1842-1901), presidente de la Sociedad Católica, consejero de Pío ix en Roma, escritor y propagandista católico en México hasta su muerte.

            De cualquier forma, el resultado de la consolidación de la legislación reformista, que buscaba expresamente en su origen castigar al clero, aislarlo de la sociedad y someterlo a la supervisión estatal, fue crear una dicotomía en México entre su sociedad, católica, y su Estado, anticlerical, que lo condujo a una especie de disociación nacional, cerrando puertas al diálogo abierto y constructivo y reduciendo buena parte de la actividad religiosa a una innecesaria y lamentable clandestinidad, hasta que exigencias de modernización de todo tipo han venido a exigir un cambio, iniciado en 1992. La construcción de un Estado de Derecho en México pasa necesariamente por la afirmación de una libertad religiosa que permita a las personas vivir públicamente su fe tanto a nivel personal como a nivel comunitario.

 

3.      Entre liberales y conservadores, el clero en la política. Unas reflexiones

 

El clero mexicano contó con representantes que jugaron un papel político activo y protagónico de diverso signo en la conformación del México independiente y republicano durante la década de 1820, como fueron Miguel Ramos Arizpe, fray Servando Teresa de Mier, José Miguel Guridi y Alcocer, José Manuel Herrera, José de Jesús Huerta, Juan Cayetano Gómez de Portugal, José Miguel Ramírez y tantos otros. Posteriormente, a partir de 1830, la cuestión religiosa sirvió para aglutinar a los oponentes del gobierno de Anastasio Bustamante y su ministro Lucas Alamán, formándose un frente liberal que tomaría como bandera precisamente la remoción de la Iglesia de su lugar en la sociedad. En tal contexto, se acusó de clericalismo a lo que no parece que pasara de ser la simple restauración de la vida eclesiástica en la nación y su consiguiente visibilidad en la misma, como fue el recibimiento de seis obispos en 1831 después de que México se había quedado sin ninguno. Si inicialmente, en 1831, gracias al pensador José María Luis Mora, que del sacerdocio había pasado a la política, la crítica al papel social del clero del incipiente partido liberal se abrió camino mediante el utilitarismo,[20] pronto, aduciendo algunos hechos aislados de ciertos clérigos –como las conspiraciones del padre Joaquín Arenas y del Cura de Zacapoaxtla Francisco Ortega–, comenzó a repetirse una y otra vez la idea de que el clero era, no sólo una rémora para el progreso socioeconómico, sino un peligroso para la estabilidad política del país.

            En realidad, el clero disminuyó su presencia numérica en los congresos a medida que la nación fue contando con más miembros de profesiones liberales, principalmente abogados. Por ello, la pugna política entre liberales y conservadores será fundamentalmente una pugna entre laicos, en la que el clero como tal tuvo mucho menos que ver de lo que suele imaginarse. Los conservadores tenían sus propios líderes seglares para las cuestiones políticas. Continuaría de vez en cuando destacándose, entre los líderes conservadores, alguna figura eclesiástica, como la fundamentalísima del obispo y arzobispo Labastida y la deFrancisco Xavier Miranda; pero no puede interpretarse el partido conservador mexicano como un partido clerical al modo como sí lo sería por ejemplo en Chile, donde el arzobispo de Santiago era el jefe del partido.[21]

            La oposición entre el clero y los liberales se hará evidente y abierta en el horizonte de 1857. El clima de la época era de enorme desconfianza mutua entre los obispos y los políticos liberales, quienes habían ocupado prácticamente todos los asientos del Congreso Constituyente inaugurado en 1856. Publicada la Constitución, los obispos leyeron con lupa esta Constitución, tratando de descubrir las puertas que los diputados habrían dejado entreabiertas a la política anticlerical, y prohibieron su juramento. Hay que recordar, sin embargo, que no se oponían a ella en su conjunto, sino específicamente a doce de sus artículos en tanto en cuanto pudieran interpretarse en contra de la religión católica. De entre éstos, el artículo 123, consagrando la libertad de intervención del poder civil en asuntos eclesiásticos, consignaba la desconfianza de los diputados hacia el clero y, a su vez, ofreció una base de justificación para la de éste hacia ellos. No obstante, la lectura del texto de la Constitución no nos basta para comprender el porqué de la guerra civil entre conservadores y liberales que se desataría poco después de las agitaciones que siguieron a su promulgación y juramento. Es un texto que, en la terminología de entonces, puede calificarse de moderado. En la historia posterior, esta Constitución, aunque no se aplicará sino en muy pequeña medida, resultará reivindicada de algún modo por casi todos. Desde luego, los liberales la tomarán por bandera e incluso, en la Revolución, el nuevo texto constitucional de 1917 seguirá rindiéndole homenaje. Por otra parte, en plena Guerra Cristera, el general de los cristeros Enrique Gorostieta invocará también la Constitución de 1857 en su Plan de los Altos del 28 de octubre de 1928. Sin embargo, en 1857, los conservadores no iban a resignarse a una constitución en cuya redacción no habían tenido parte y los liberales radicales no iban a conformarse con un texto que, por su moderación, no recogía todo su programa de reforma de la presencia social de la Iglesia. Quizá tenemos aquí una gran lección para nuestros días: las construcciones políticas que no se edifican sobre un diálogo sincero y abierto entre todos los sectores sociales en búsqueda del bien común de la nación están condenadas al fracaso.

            El tema que más se debatió en el Congreso Constituyente, sin llegar a aprobarse, y que más preocupaba a los obispos era el de la libertad de culto. Quienes defendían la libertad de culto alegaban la libertad de conciencia de los individuos, la necesidad de eliminar el influjo del clero sobre la vida social, la de aumentar la moralidad de la sociedad, la de favorecer la inmigración extranjera, el ejemplo de otras naciones, la compatibilidad de la libertad de cultos con el cristianismo y la falsedad de que México gozara de unidad religiosa. Quienes impugnaban la libertad de culto se fundaban en la soberanía popular, en la compatibilidad del exclusivismo legal del catolicismo con la libertad de conciencia, en la agitación social que produciría su según ellos innecesaria declaración, en el derecho de la nación a su unidad religiosa y en los deberes religiosos de los gobernantes. En realidad, unos y otros tenían un concepto de libertad religiosa muy pobre y la debatida libertad de culto no se identificaba con ella, sino que más bien era, en aquel contexto, la indicación de una determinada política a seguir para con la religión católica. En una época en que el igualitarismo era moda, podía fácilmente confundirse la libertad con la igualdad y sacrificar la primera en aras de la segunda. La libertad de culto, así hipotecada en igualdad de los cultos, no sería ya una exigencia de la libertad religiosa de las personas, sino que se limitaría a indicar una supuesta competencia del gobierno para la neutralización de las expresiones religiosas confesionales en la vida social, como forma de asegurar que ningún culto tuviera una presencia social singular. Los obispos no creían que la libertad de culto, concedida por legisladores católicos para un pueblo católico, respondiese a la voluntad de garantizar la libertad de conciencia para los creyentes de otras religiones porque éstos no estaban asentados en el país; más bien, esta propuesta hecha por unos legisladores que criticaban duramente al clero, que manifestaban repulsa hacia las manifestaciones de culto populares y que insistían en la necesidad de limitar el influjo de las doctrinas religiosas al interior de cada individuo, era juzgada por los pastores de la Iglesia como una imposición despótica del indiferentismo religioso en la vida pública nacional.

            La polémica en torno a la Constitución del 1857 entre sus detractores y sus defensores puso en evidencia, de una parte, las reticencias de los apologistas católicos a apoyar la legitimidad de la ley únicamente sobre la voluntad popular expresada por los representantes de la nación con independencia de la moral enseñada por la Iglesia, y, de otra, el apego involucionista de los liberales a la eclesiología regalista del Antiguo Régimen dieciochesco incapaz de reconocer a la Iglesia su carácter de sociedad perfecta dotada de independencia respecto del Estado.[22]

            El interés principal del alto clero mexicano no era político, sino pastoral. Ahora bien, en el conflicto que se hará guerra civil (1858-1861), los obispos reconocerán al gobierno conservador, el que dominaba en Ciudad de México y tenía inicialmente el mayor control del país, y lo secundarán tanto por su costumbre de reconocer a los sucesivos gobiernos de hecho como por considerarlo además un baluarte frente a las amenazas del bando liberal juarista, que fue tomando un carácter claramente anticlerical. La Reforma liberal de Benito Juárez, prescindiendo aquí de indagar sus intenciones, fue de hecho anticatólica e incluso antirreligiosa; basta recordar la aplicación histórica de sus disposiciones y sus consecuencias: destrucción de conventos, templos y bienes sacros, parte del patrimonio artístico y cultural de la nación; nacionalización de los bienes eclesiásticos; prohibición de ingresar a la vida religiosa, de vivir en comunidades religiosas (las cuales fueron disueltas a la fuerza) y de emitir votos religiosos; supresión de los cabildos catedralicios; disolución de las asociaciones de fieles católicos; imposición de limitaciones para expresar en público el propio credo y actuar el culto; proscripción de vestir ropa clerical o religiosa en público; control ideológico de la educación; imposición del matrimonio civil; ruptura de relaciones diplomáticas con la Santa Sede; expulsión de los obispos, y hasta muerte de algunos sacerdotes a manos de extremistas. Todas estas medidas en nada beneficiaron a la soberanía nacional ni a la libertad religiosa de las personas. Por ejemplo, el Estado fue incapaz de sustituir con eficacia a la Iglesia en el campo educativo, y la educación sigue siendo hoy una asignatura pendiente en México para los poderes públicos y para la sociedad en general.No era ciertamente una época en la que dominara la razón.

            La Iglesia, en definitiva, sufrió la legislación reformista que le impuso el empobrecimiento, la pérdida de todos sus inmuebles y la incapacidad de poseer en el futuro; el ostracismo del mundo educativo y de casi toda el área de la beneficencia; la supresión de las órdenes y congregaciones religiosas en el país, y el destierro de sus obispos. Los tiempos inmediatamente sucesivos fueron sumamente difíciles para la Iglesia en México; de una parte, se vio con las manos atadas para ejercer ciertas funciones al servicio de la sociedad, como la educación, la atención a los enfermos y a los necesitados; de otra parte, pudo sólo limitadamente continuar ejerciendo el servicio de los sacramentos y de la liturgia, usufructuando los templos y manteniendo precariamente a sus sacerdotes, quienes además con gran dificultad podrían contar con el sostén de los obispos y deberían formarse en seminarios muchas veces clandestinos y pobremente dotados.

            Frente a lo que la opinión pública cree, no fue el clero en cuanto tal quien escogió y trajo al emperador Maximiliano a México, sino los conservadores. En el intento de orientar la Intervención hacia la sustitución del gobierno republicano liberal por una monarquía conservadora, sí tuvo entonces un papel notable la figura del todavía obispo Pelagio Antonio de Labastida.[23]El episcopado en general, que había sido expulsado del país por Juárez, aprovechó la coyuntura de la Intervención francesa para regresar y algunas altas personalidades clericales participaron junto a políticos conservadores en la Regencia; no obstante, debemos recordar que el nuevo arzobispo Labastida, miembro de esa Regencia, chocó frontalmente con la política de los generales franceses en México, siendo por ello excluido de esa institución, y que, posteriormente, ni los obispos ni el nuncio se entendieron con Maximiliano, cuyo gobierno fue bastante conflictivo con la Iglesia, pese a que en sus últimos meses procuró un acercamiento hacia ella. Los prelados trataron ciertamente de aprovechar el cambio de gobierno que produjo la Intervención para que la Iglesia recuperara en México la libertad, mediante la derogación de la legislación de la Reforma, y para que el catolicismo de la nación mexicana fuera reconocido públicamente como religión del Estado; pero, como está sobradamente documentado, las relaciones de la Iglesia con las cabezas de la Intervención fueron conflictivas y las relaciones de la Iglesia con Maximiliano fueron también enormemente difíciles.[24]

            La adición de las Leyes de Reforma a la Constitución por parte de Sebastián Lerdo de Tejada decretada el 25 de septiembre de 1873, en un contexto en que el régimen liberal estaba asegurado y en que, por debajo del agua, podía abrirse paso un diálogo entre representantes del gobierno y de la Iglesia, representa un momento de autoafirmación liberal, en cuanto que el reformismo adquiere carácter constitucional –e incluso en cierta forma se consolidará con la supresión por el Congreso de las Hermanas de la Caridad (1 de diciembre de 1874), única congregación permitida por Juárez–; pero, contemporáneamente, al consolidarse, asume ya un límite preciso y reduce algo de su radicalidad, como lo demuestra el hecho de que esta adición constitucional, a diferencia del decreto del 12 de julio de 1859 (que nacionalizaba sin excepción los bienes eclesiásticos) y del decreto del 4 de diciembre de 1860 (que dejaba en manos de las sociedades religiosas la economía pero no la propiedad de los templos), permita al clero poseer en propiedad los bienes inmuebles destinados directamente al objeto de su institución y por tanto los templos (recuperando lo ya establecido en el art. 27 de la Constitución). Éste es un aspecto que los historiadores habíamos tenido olvidado y merece ser considerado. Será sólo con la Revolución, cuando en la Constitución de 1917 se dará un paso atrás, negando de nuevo todo derecho de propiedad de bienes raíces a las comunidades religiosas.

            Fijándonos en los límites de las dos posturas principales en los tiempos de la Reforma, podemos concluir que, de una parte, el alto clero mexicano tuvo una visión demasiado clericalizada de la Iglesia, una visión del Estado como “brazo secular” de la Iglesia y poca claridad para distinguir el orden natural y el orden sobrenatural. De otra parte, los políticos liberales reformistas persistían en una visión anticuada de la Iglesia (la propia de antes de la independencia), en una idea de que el Estado era un instrumento suyo para transformar a su antojo a la sociedad y en la idea de que la religión debía ser del todo invisible en este mundo.

            En consecuencia, la independencia entre la Iglesia y el Estado, anticipada por los defensores de las inmunidades eclesiásticas desde 1812, fue adoptada por los liberales sólo en un sentido unilateral, es decir, como separación de la Iglesia del Estado pero no del Estado de la Iglesia, el cual seguiría aduciendo su derecho a intervenir en lo eclesiástico y renunciaría a ejercerlo únicamente en la medida en que la Iglesia fuera quedando despojada de su relevancia social. Es cierto que también los eclesiásticos de la primera mitad del siglo XIX entendían unilateralmente la separación, pretendiendo a su vez separar el Estado de la Iglesia pero no la Iglesia del Estado; no obstante, hay que reconocer que evolucionaron en su pensamiento hacia una independencia recíproca de manera mucho más rápida que los liberales. Así los obispos mexicanos, dialogando desde el Evangelio con los tiempos, en la época final de la Reforma, expresan que basta que los gobernantes buscar el bien común temporal con sinceridad para que la Iglesia encuentre suficientemente garantizada su justa libertad y, en tiempos de Maximiliano, piden a sus sacerdotes no pretender cargos políticos, cuando el derecho de la Iglesia universal todavía lo permitía.[25] En este sentido, desde la década de 1870, la actitud del arzobispo Labastida orientada a conciliar a los católicos con las nuevas difíciles circunstancias de la vida pública se manifestará precursora de la que más tarde adoptarán los Papas en Italia.[26] Por el contrario los liberales, petrificados en su ideología, seguirán permanentemente reclamando a la Iglesia que renuncie a ocupar un lugar en la vida pública de la sociedad si quiere verse libre del intervencionismo estatal.

            En la opinión de los liberales reformistas, el clero sería siempre peligroso, por lo que debía estar sometido a una particular vigilancia y control, y además el Estado sería señor de todo lo visible en la sociedad. Estas dos ideas han sido un triste legado de la Reforma a la posteridad, que todavía al día de hoy México no logra superar del todo.



[1] Reseña de la entrevista Tiempos maduros de México permiten recuperar bagaje histórico de la Patria: Martínez Albesa, realizada por Felipe de Jesús Monroy González y publicada en la página del Sistema Informativo de la Arquidiócesis de México (SIAME) el 06 de enero del año en curso. Los ajustes a la redacción del género ‘entrevista’ al de ‘artículo’ fueron realizados por el propio autor para ser publicadas en este Boletín. Emilio Martínez Albesa es doctor en Historia de América por la Universidad Complutense de Madrid y doctor en Historia Eclesiástica por la Pontificia Universidad Gregoriana. Ha escrito La Constitución de 1857. Catolicismo y liberalismo en México, en tres volúmenes, México, Porrúa, 2007.

[2]Salvador Méndez Reyes, “El conservador Luis G. Cuevas y la crisis de la república mexicana”, en Marco Antonio Landavazo y Agustín Sánchez Andrés (coordinadores), Experiencias republicanas y monárquicas en México, América Latina y España. Siglos XIX y XX, Morelia 2008, pp. 43-72.

[3]Sobre las ideas y posición política de Santa Anna en esta época y hasta su final: Will Fowler, “La solución desesperada: el monarquismo renuente de Antonio López de Santa Anna (1853-1864)”, en Marco Antonio Landavazo y Agustín Sánchez Andrés (coordinadores), Experiencias republicanas y monárquicas en México, América Latina y España. Siglos XIX y XX, Morelia 2008, pp. 349-377.

[4] Emilio Martínez Albesa, La Constitución de 1857..., II, México 2007, pp. 1067-1156.

[5]Sobre Clemente de Jesús Munguía: Emilio Martínez Albesa, La Constitución de 1857..., III, México 2007, pp. 1251-1266 y 1401-1548.

[6]Sobre Melchor Ocampo: Ibidem, pp. 1180-1222.

[7] Sobre Pelagio Labastida y Dávalos: Marta Eugenia García Ugarte, Poder político y religioso, México siglo XIX, 2 tomos, IIS de la UNAM – Miguel Ángel Porrúa, México 2010.

[8]Sobre José Joaquín Pesadoy Bernardo Couto: Emilio Martínez Albesa, La Constitución de 1857..., III, México 2007, pp. 1693-1773.

[9] Sobre Lázaro de la Garza ante la Reforma: Ibidem, México 2007, pp. 1900-1929.

[10] Para la Intervención y el Segundo Imperio y el papel del Arzobispo Labastida: Marta Eugenia García Ugarte, Poder político y religioso, México siglo XIX, II, México 2010.

[11]Emilio Martínez Albesa, La Constitución de 1857..., III, México 2007, pp. 2005-2034.

[12]Ibidem, pp. 2045-2058.

[13]Sobre el pensamiento político católico en los años siguientes: Jorge Adame Goddard, El pensamiento político y social de los católicos mexicanos, 1867-1914, IIH de la UNAM, México 1981.

[14]Brian R. Hamnett, “La Iglesia católica en México y el desafío liberal, 1855-1876. Aspectos metodológicos e historiográficos”, en Hans-JürgenPrien (ed.), Religiosidad e Historiografía, Vervuert – Iberoamericana, Frankfurt am Main-Madrid 1998, pp. 169-185, pp. 172-181.

[15]Daniel Cosío Villegas (dir.), Historia Moderna de México, tomo La República Restaurada. La Vida Política, México 1955, pp. 306-311 y p. 329. También, Brian R. Hamnett, “La Iglesia católica en México y el desafío liberal, 1855-1876. Aspectos metodológicos e historiográficos”, en Hans-Jürgen Prien (ed.), Religiosidad e Historiografía, Frankfurt am Main-Madrid 1998, pp. 169-185, pp. 181-182.

[16]Marta Eugenia García Ugarte, Poder político y religioso, México siglo XIX, I y II, México 2010, pp. 38 y 1417-1548.

[17]Sobre la nueva relación entre el Estado y la Iglesia bajo la política de conciliación de Porfirio Díaz: François-Xavier Guerra, México: Del Antiguo Régimen a la Revolución, I, FCE, México ²1991, pp. 220-228. Romero de Solís, viendo en Porfirio Díaz el gran árbitro nacional que mantiene en equilibrio todas las fuerzas contrastantes de los distintos grupos políticos, sintetiza el sentido histórico concreto de la política de conciliación de Díaz. “Dadas las circunstancias, se concentran en el héroe de Puebla [Díaz] las expectativas de quienes pretendían un espacio y un poder. Espacio y poder que no les reconocen las leyes sino la voluntad política del Presidente de la República, quien las otorga según la necesidad del momento. Éste fue en el fondo el alcance de la política de conciliación respecto a la Iglesia y respecto a otros sectores de la sociedad”: José Miguel Romero de Solís, El aguijón del espíritu. Historia de la Iglesia en México (1892-1992), México 1994, pp. 85-86.

[18]José Miguel Romero de Solís, El aguijón del espíritu. Historia de la Iglesia en México (1892-1992), México 1994, p. 18.

[19]Jorge Adame Goddard, El pensamiento político y social de los católicos mexicanos, 1867-1914, México 1981, pp. 7-11 y 125-132.

[20] Sobre José María Luis Mora: Emilio Martínez Albesa, La Constitución de 1857…, II, México 2007, pp. 852-876 y 914-948.

[21] Sol Serrano, ¿Qué hacer con Dios en la República? Política y secularización en Chile (1845-1885), Fondo de Cultura Económica, Santiago de Chile 2008.

[22] Para todo lo relativo a la Constitución de 1857 y la polémica en torno: Emilio Martínez Albesa, La Constitución de 1857…, Tomo III, México 2007.

[23] Marta Eugenia García Ugarte, Poder político y religioso, México siglo XIX, II, México 2010, pp. 975-982.

[24]Ibidem, pp. 1054-1280.

[25] Remito a mi obra aquí repetidamente citada.

[26] Como sostiene Marta Eugenia García Ugarte en su obra aquí citada.

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