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Infidencia, ambigüedad y memoria

Los eclesiásticos y la guerra de 1810 en la provincia de Veracruz

 

David Carbajal López

 

La sombra de la duda amargó la vida de la Nueva España y sus provincias, cuando a partir del Grito de Dolores, se desató una llamarada que nada pudo contener. En medio de este fuego cruzado quedaron los ministros sagrados, debido a su calidad de interlocutores entre el pueblo llano y sus necesidades apremiantes, y los sucesos que convulsionaron a España y al mundo a raíz de las pretensiones de Napoleón Bonaparte de convertirse, prescindiendo de Roma, en otro Carlomagno. De ello da cuenta este artículo[1]

 

La participación del clero en la guerra que estalló en 1810 en el reino de la Nueva España constituye uno de los temas clásicos de la historiografía mexicana, prácticamente desde el propio siglo XIX. Fue un tema tratado en obras clásicas de los contemporáneos mismos de la guerra como Lucas Alamán; revisado más tarde por la historiografía nacionalista de mediados del siglo, y reivindicado en la historiografía católica del siglo XX (Mariano Cuevas especialmente)[2], antes de convertirse en objeto de estudio de los especialistas en el último medio siglo, poco más o menos.            Hoy en día, las obras de José Bravo Ugarte, Nancy M. Farriss, William B. Taylor, Eric Van Young y Juan Ortiz Escamilla, entre otros, dan cuenta de la amplia exploración que la historiografía reciente ha realizado sobre la primera entrada posible de este tema: identificar las dimensiones de dicha participación y los posicionamientos de los eclesiásticos. Así, todos estos autores han realizado amplios recuentos de su número tanto entre los insurgentes como entre los realistas, advirtiéndose grosso modo tres líneas de interpretación. En principio, aquellos que, como Farriss, atribuyen mayor peso a la participación del clero entre los insurgentes, calificándola de una reacción ante las reformas eclesiásticas de los últimos monarcas de la Casa de Borbon. Enseguida, quienes como Taylor hablan más bien de una “mayoría neutral”, entre minorías militantes de insurgentes y realistas. En fin, Van Young, quien en su amplio estudio sobre la guerra de 1810 resalta sobre todo la lealtad de los párrocos a la Corona y su incapacidad para asumir el liderazgo de sus feligreses, salvo en casos excepcionales.[3]

Además de la información sobre las trayectorias personales de numerosos clérigos, especialmente curas párrocos y vicarios, que son los que más han retenido la atención de los historiadores, estos estudios nos muestran también la dificultad para abordar el tema. Como lo han mostrado, además de los anteriores, los trabajos del profesor Rodolfo Aguirre Salvador a partir de documentos del arzobispado de México, la situación de los eclesiásticos era especialmente comprometida, entre las exigencias de la Corona, las propias de su oficio y las de sus feligreses[4]. Las circunstancias de la guerra rápidamente podían obligar a curas leales a la Corona a convertirse en capellanes de pueblos insurgentes, o al contrario, a promover el indulto de sus parroquianos.

En ese sentido, más allá de determinar en que bando se situó la mayoría de los eclesiásticos, tema que hemos abordado en otro trabajo[5], nos parece relevante dar cuenta de la compleja situación que el conflicto planteó para la mayoría de ellos en el caso particular de la provincia de Veracruz. Para ello, este artículo se estructura en tres partes. En la primera, a partir de diversos procesos judiciales, sobre todo del ramo Infidencias del Archivo General de la Nación, que datan del período 1810-1812, daremos cuenta de las sospechas que el estallido del conflicto hizo recaer de manera casi automática sobre los eclesiásticos. Comandantes militares, autoridades civiles e incluso los propios fieles se erigieron entonces en severos vigilantes de la lealtad de sus pastores a la “buena causa” incluso antes de que la guerra alcanzara la provincia.

Enseguida, en la segunda parte, a partir de la correspondencia militar y de diversos expedientes de los ramos Clero regular y secular y Criminal del mismo archivo, trataremos de problematizar la participación de los eclesiásticos una vez iniciado el conflicto. La presencia alternativa de las fuerzas insurgentes y realistas en los pueblos, tan exigentes de la lealtad clerical como agresivas contra los parroquianos e incluso contra los mismos eclesiásticos, llevó a éstos por evoluciones inesperadas y situaciones ambiguas entre uno y otro bando. Siendo imposible dar cuenta de la experiencia vivida por todos los eclesiásticos de la provincia, nos limitaremos a algunos casos que nos parecen ilustrativos de las presiones y de las elecciones de los clérigos y frailes.

En fin, terminada la guerra y consumada la independencia, el nuevo gobierno requirió de los párrocos la información necesaria para reconstruir la que se había convertido en “gloriosa revolución” nacional. Las obras de cuatro párrocos de la provincia nos permiten acercarnos tanto a algunas de las experiencias de la historia, como sobre todo a una memoria de los eclesiásticos sobre la guerra, una memoria religiosa marcada, desde luego, por una visión providencialista y por preocupaciones tales como los bienes eclesiásticos, los símbolos y prácticas religiosas, muy acordes con su oficio pastoral.

Antes de entrar de lleno en la materia, debemos sin duda hacer algunas breves anotaciones sobre la estructura eclesiástica de la provincia de Veracruz. Siendo una extensa provincia costera del Golfo de México, su territorio por entonces estaba repartido entre tres jurisdicciones eclesiásticas ordinarias: la arquidiócesis de México al norte, la diócesis de Puebla al centro y la de Oaxaca al sur. En ellas se comprendían casi setenta parroquias y tres misiones atendidas por religiosos franciscanos. Los clérigos, concentrados en la ciudad de Veracruz y las villas centrales, las de Xalapa, Orizaba y Córdoba, alcanzarían un máximo de doscientos, mientras que los religiosos algo más de un centenar[6]. No había en todo el territorio ningún convento de religiosas, pero existía en cambio una importante presencia de órdenes terceras (franciscanas sobre todo) cofradías y hermandades en la mayor parte de las parroquias. Esos poco más de trescientos eclesiásticos que constituyen nuestro objeto de estudio, fueron pronto motivo de sospechas de diversos actores apenas iniciada la guerra de 1810.

 

1. Bajo la sombra de la infidencia

 

La crisis dinástica de 1808, agravada en la Nueva España por la destitución del virrey Iturrigaray, acabó por generar conspiraciones contra las autoridades virreinales, y finalmente, una guerra civil, que estalló en la provincia de Guanajuato en septiembre de 1810. La rebelión, como es bien sabido, estuvo comandada por un clérigo, el párroco del pueblo de Dolores, y como ya hemos dicho, contó con varios clérigos entre sus líderes. Esa presencia la advirtieron también las autoridades de prácticamente todo el reino, quienes, desde fecha muy temprana, al mismo tiempo que exigían a los eclesiásticos que cumplieran con su deber en el mantenimiento del orden, comenzaron a verlos –a veces de manera casi paranoica– como sospechosos de “infidencia”. Los eclesiásticos del actual territorio veracruzano, que tenían órdenes episcopales de mantener a sus feligresías en el respeto a las autoridades, no por ello dejaron de convertirse en víctimas de esas sospechas, especialmente respaldadas por el asesor del gobierno veracruzano, Pedro Telmo de Landero.

Irónicamente el primero de los acusados fue un religioso perteneciente a una de las órdenes más leales al régimen: fray Pedro de la Concepción, fraile carmelita del convento de Tehuacán, aprehendido a mediados de noviembre de 1810 en las cercanías de Otatitlán, cuando viajaba rumbo a ese Santuario en compañía de tres mozos armados. Según se confirmó mucho más adelante en la investigación, fray Pedro era navarro de origen, sacristán de su convento, había obtenido su secularización pero no el permiso episcopal para su ejecución, por lo que aprovechó el período de vacaciones que contemplaba la regla carmelita para salir en su busca, ya fuese de los obispos de Oaxaca o de Yucatán. Marchó pues por el territorio veracruzano escoltado de tres jóvenes, en dirección de Otatitlán, parroquia en los límites de las diócesis de Puebla y Oaxaca.

El religioso y sus acompañantes fueron detenidos al bajar de la balsa en que atravesaron el río Papaloapan, haciéndose sospechosos para los milicianos que guarnecían la región por motivos que hoy pueden parecer insólitos: en principio por sus armas y por las orientaciones que iban pidiendo por los pueblos, y una vez detenidos, por los ornamentos que llevaban para decir misa, por los papeles del fraile, por el generoso pago que dieron al balsero, porque el fraile cambió su hábito por chaqueta y cuello clerical (luego de haberse enlodado tras caer de su montura, según declararon los acusados), e incluso por llevar una imagen que inicialmente fue confundida con la de la Virgen de Guadalupe, aunque al final resultó ser de la Virgen de la Soledad de Oaxaca. En su reporte a sus superiores, el comandante de Córdoba, sugirió: “Quien quita que sea Hidalgo, pues éste, como que ha saqueado el convento de Celaya, Salvatierra y Toluca [sic], bien pudo vestirse de carmelita y llevar los papeles y ornamentos que se hace mención, y abrirse el cerquillo”[7].

El carmelita fue puesto en reclusión con grilletes por el comandante de las milicias realistas de Otatitlán, Pedro Ballecillo, a pesar de los intentos de defenderlo por parte del párroco del pueblo, Juan Crisóstomo Filio. Al llegar al gobierno de Veracruz la consulta del capitán Ballecillo sobre el procedimiento a seguir, el asesor Landero deploró la actitud del párroco, elogió el celo del oficial miliciano, y declaró que los reos, por tener “todas las apariencias” de ser insurgentes dispersos tras la batalla de Aculco, no gozaban del fuero eclesiástico. Con ese fundamento, los detenidos fueron sumariados y trasladados al Castillo de San Juan de Ulúa en diciembre de ese año. La sumaria despertó nuevas sospechas a Landero, que en un segundo dictamen ya declaraba al fraile apóstata y excomulgado, e incluso veía en el robo y reaparición de unos cojinillos, que fray Pedro había perdido al momento de ser aprehendido, una acción premeditada por el propio religioso para deshacerse de papeles seguramente sediciosos, razón por la cual también habían sido aprehendidos los implicados en el robo.

Al final, el propio Landero declaró la inocencia del fraile, luego de efectuar personalmente el reconocimiento judicial de todas sus pertenencias, diligencia que, según sus propias palabras lo “movió a compasión”. Después de diez días en San Juan de Ulúa, fray Pedro fue entregado a un religioso enviado por sus hermanos del convento de Tehuacán.[8]

Casi al mismo tiempo que fray Pedro, era investigado el párroco de Acayucan, el bachiller Joaquín de Urquijo. El gobierno veracruzano, sin duda siguiendo los dictámenes de Landero, aplicó el mismo procedimiento que contra el carmelita: se le levantó una sumaria en su lugar de residencia por la autoridad militar, en este caso el capitán José Garrote, y luego fue remitido a San Juan de Ulúa en diciembre de 1810. En las diligencias se acusaba al clérigo de haber proferido especies sediciosas, “sobre no ser hijo legítimo nuestro soberano el señor D. Fernando 7º”. A fines de enero de 1811 el obispo de Oaxaca protestó por haberse procedido sin su conocimiento, pero fue hasta junio de ese año que se decretó la libertad del párroco, luego de comprobarse, como alegaba éste en su defensa, que las acusaciones eran producto de su enemistad con el subdelegado de Acayucan. El funcionario civil, por su parte, al saber del regreso del párroco al curato, reclamó que se ordenara al clérigo que se abstuviera de insultarlo “con los odiosos títulos de tecomate criollo”.[9]

En esta causa intervino también el vicario foráneo de Veracruz, representante del obispo de Puebla en la ciudad porteña, Ignacio López de Luna, quien obtuvo del virrey una resolución para que, por punto general, todas las causas semejantes a las del padre Urquijo fuesen seguidas de manera conjunta por ambas jurisdicciones. Ello no evitó que el gobernador Carlos Urrutia abriera la correspondencia dirigida a un fraile hipólito de la Ciudad de México[10], ni que un tercer clérigo acabara en San Juan de Ulúa: Pablo López de Castro y Cornide, en diciembre de 1811.

El padre López de Castro fue delatado por una mujer como partícipe de una conspiración que debía estallar en Veracruz el 12 de diciembre, festividad de la Virgen de Guadalupe. La mujer, según el acusado, era María Trinidad Pizarro, apodada La Lora, quien había pedido un préstamo al clérigo, a lo que éste había tenido la ocurrencia de preguntar “en tono de chanza que para que quería el dinero, si según las voces que corrían el día de Nuestra Señora de Guadalupe habían dispuesto los insurgentes acabar con México, Puebla y Veracruz”. Apenas llegó la delación a oídos del asesor Landero, éste consultó el arresto del sacerdote en la fortaleza de Ulúa y el cateo de su casa y todas sus pertenencias, alegando “justos motivos” para no llamar al vicario foráneo, y en su lugar actuar con el párroco de Veracruz, Ramón Palao, compadre del asesor a decir del acusado. López de Castro también afirmó que cuando solicitó al funcionario la presencia del juez eclesiástico, éste había respondido “que lo cocería a puñaladas si se presentaba allí”[11].

Además del clérigo fueron arrestados otros tres “cómplices”, y como el día 12 de diciembre no sucediera nada, el gobierno veracruzano indicó que fue gracias a “las diligencias que se practicaron inmediatamente”[12]. Este tercer incidente colmó la paciencia del vicario foráneo López de Luna, quien protestó enérgicamente por todos los procedimientos del asesor Landero ante el virrey el 14 de diciembre[13]. En respuesta, el gobierno y el párroco porteños hicieron lo mismo, pero quejándose del vicario. Enterado de todo el obispo González del Campillo, respaldó a su vicario, asegurando que el cura Palao le había dado “quehacer más que todo el Obispado junto”, confirmando además los malos procedimientos del asesor Landero, “cuya ignorancia es bien conocida en Veracruz y en los tribunales de esa capital”. Para poner fin a la rivalidad entre el párroco y el vicario, fue enviado en calidad de visitador el cura de Xalapa, Dr. Manuel Pérez y Suárez, y por petición expresa del obispo, el virrey escribió al gobernador de Veracruz para que “no se confíe mucho de su asesor, ni adopte ciegamente sus dictámenes especialmente los verbales”[14]. En cuanto al padre López de Castro, su causa siguió los lentos cauces propios de las oficinas del superior gobierno del virreinato hasta que le fue decretada libertad en octubre de 1812[15].

Las sospechas sobre los eclesiásticos generaron también conflictos en las parroquias más pequeñas. En Otatitlán, el padre Juan Crisóstomo Filio protagonizó un violento escándalo con el alférez de milicias Pedro Caldelas, en febrero de 1811. Estando ausente el párroco, llegó al pueblo el bachiller Isidro Cisneros, cura de Usila, a quien el alférez, actuando de comandante por ausencia de su capitán, llamó a comparecer para pedirle su pasaporte. Al regresar a su parroquia, el padre Filio se enteró con indignación del trato dado a su colega y reclamó al alférez por violar la inmunidad eclesiástica. En algún momento de la discusión, el oficial se atrevió a golpear al párroco, lo que acabó de complicar la situación, pues éste mandó tocar a fuego las campanas de su iglesia para pedir el auxilio de su feligresía, ante la cual el alférez debió pedirle perdón de rodillas.

Habiéndose reconciliado públicamente, las tensiones no terminaron: el párroco reclamó al comandante de Tlacotalpan, quien ordenó al capitán Pedro Ballecillo arrestara y levantara una sumaria al alférez. En esas diligencias, lejos de buscar las pruebas de la acusación de su subordinado, Ballecillo levantó toda la información posible para demostrar que el párroco había sido el causante del incidente por haber irrumpido en casa del miliciano profiriendo insultos, además de haber sido el primero en agredir físicamente al alférez, siendo que éste no había obligado a comparecer al cura de Usila, quien se le habría presentado voluntariamente[16]. Habiendo pasado la sumaria al asesor Landero, éste recomendó liberar a Caldelas, censurando al comandante de Tlacotalpan por haberlo puesto preso, y encontrando en cambio culpable al cura, quien “le provocó grosera y atrozmente y le llenó de injurias y expresiones indecentes en un público, impropias de un eclesiástico”.

El padre Filio, por su parte, también levantó una sumaria contra Caldelas, con apoyo del teniente de justicia de Otatitlán, y llamando como testigos a las autoridades de la república de indios del pueblo. El párroco demostraba en la sumaria el compadrazgo entre el capitán Ballecillo y el alférez Caldelas, así como otras relaciones entre el acusado, el capitán y los testigos de la primera sumaria. Asimismo, recordaba el antecedente inmediato: el caso de fray Pedro de la Concepción, “el cura Hidalgo para ellos [los milicianos]”, cuyo arresto había realizado el capitán Ballecillo a pesar de la oposición del padre Filio.[17]

Es importante señalar que estos incidentes ocurrieron principalmente entre 1810 y 1811, en un momento en que la provincia de Veracruz se encontraba “todavía” en paz[18], o al menos sólo con enfrentamientos menores con partidas reducidas de insurgentes en las fronteras orientales, contando con la lealtad y la colaboración activa prácticamente unánime de todos los clérigos y frailes de la provincia. De ello estaba bien consciente el vicario foráneo López de Luna quien no tuvo embarazo en plantear al virrey el peligro que suponían estos repetidos escándalos:

¿No es constante que el Obispado de Puebla si permanece impoluto se debe ese beneficio a un venerable prelado que ha sabido comunicar sus sentimientos a todo su clero, quien por todas partes predica, arguye y ruega por la paz y tranquilidad en la Diócesis? ¿Pues no es de temer que la repetición de estos ultrajes a la Iglesia hará desmayar a muchos de sus santos propósitos y acaso si han sido hasta la presente un iris de paz se conviertan en un cuchillo afilado que acabe de separar los intereses de los americanos de los de la Europa?[19]

Los “ultrajes” que lamentaba el vicario episcopal, debemos insistir en ello, eran tanto más intolerables para los eclesiásticos cuanto procedían no sólo de oficiales del gobierno provincial, sino además de simples seglares, como los milicianos de la tierra caliente o los habitantes de la ciudad porteña, quienes habían sido los delatores del religioso carmelita, del padre Cornide y del padre Filio. Cierto, en ellos se refleja la complejidad de la vida parroquial, como nos la ha mostrado Taylor para el caso de la Nueva España, y muchos otros estudios para el ámbito europeo[20]. Sabemos así que era un hecho más que entendido que no sólo los feligreses estaban bajo la vigilancia del clero sino también éste bajo la de sus feligreses. Las regiones costeras de la provincia habían sido el teatro de las bien conocidas disputas entre párrocos y parroquias de las que la historiografía ha dado cuenta[21]. Se diría que la situación de excepción que la guerra implicaba no hizo sino transformar las tensiones “normales” derivadas de esa mutua vigilancia en acusaciones de infidencia, que podían tener consecuencias mucho más inmediatas que los largos procesos judiciales ante las autoridades regias. La guerra civil encabezada por un clérigo, daba pues nuevos recursos a los seglares en sus rivalidades con los eclesiásticos.

Comprometida así la imagen de clérigos y religiosos ya desde antes de que la guerra llegara a la provincia, no es de extrañarse que en los años siguientes muchos de ellos se encontraran literalmente en situaciones ambiguas entre los dos bandos en conflicto.

 

2. Trayectorias de la ambigüedad

 

La guerra llegó finalmente a la provincia de Veracruz en los primeros meses de 1812. No abordaremos aquí los casos de los eclesiásticos más comprometidos, que lideraron constantemente las fuerzas insurgentes (los nacionales, como se les llamaba entonces) o las milicias realistas (los patriotas). Digamos únicamente que los hubo, y muy importantes: del lado nacional, los párrocos de Maltrata y Zongolica, en la región montañosa central de la provincia; por los patriotas, el cura de Jamapa, en la tierra caliente veracruzana[22]. Sin embargo, más que resaltar esos grandes liderazgos, por cierto muy puntuales, nos interesa aquí dar cuenta de algunas de las trayectorias posibles de los eclesiásticos a lo largo de la guerra. Comencemos por repetir que, a principios de 1812, la gran mayoría de los eclesiásticos seguía colaborando con las autoridades civiles para mantener la paz. En un primer momento la insurgencia fue vivida en buena parte de la provincia como una verdadera invasión, ante la cual muchos párrocos prefirieron refugiarse en los principales bastiones militares: la ciudad de Veracruz, las villas de Xalapa, Orizaba y Córdoba y la fortaleza de San Carlos de Perote. Quienes decidieron quedarse, cumpliendo fielmente con su obligación de residir en sus respectivos curatos, debieron afrontar, además de estas primeras incursiones insurgentes, las de las tropas realistas, y si bien parece que al principio algunos encontraron la manera de evitar compromisos, otros se vieron obligados a tomar partido más bien ante los acontecimientos que por convicciones claras.

Como hemos indicado en otra oportunidad[23], los casos que mejor nos ilustran esta situación son los de los párrocos de Huatusco, José María Fernández del Campo, y de Coscomatepec, Antonio Amez y Argüelles. Ambas parroquias, ubicadas en la región montañosa central de la provincia, fueron de las primeras en recibir las incursiones de los insurgentes, procedentes de los llanos poblanos a principios de 1812. Entonces ambos clérigos se mantuvieron en contacto con los comandantes realistas de Córdoba pidiendo refuerzos para proteger a sus respectivos pueblos. Según su propio decir, el padre Fernández del Campo recibió a los realistas hasta siete veces e hizo además contribuciones al comandante Francisco Sáinz de la Maza, quien había obligado a los insurgentes a desalojar el pueblo, así como a otros oficiales realistas.[24]

En los meses de marzo y abril de 1812 el bachiller Amez se había ocupado también de hacer repetidas instancias a las autoridades de Córdoba para que enviaran auxilios a su pueblo, ocupado por los insurgentes el 3 de marzo. El propio párroco con su feligresía salieron a recibir a las tropas realistas, que a su salida habían dejado al bachiller Amez como encargado de las milicias de patriotas. En ese puesto, el párroco hubo de acudir a la defensa de Córdoba, mientras su pueblo era nuevamente ocupado por los insurgentes. Tras repetidas instancias a los comandantes de las villas, el padre Amez decidió volver a su curato a mediados de mayo sin poder llevar refuerzo alguno[25]. A pesar de todas estas acciones, ninguno de los dos párrocos parece haber tenido problemas con los insurgentes, que mantuvieron ocupados sus pueblos la mayor parte del año, e incluso conservaron la confianza de las autoridades, especialmente el bachiller Amez, quien logró llevar a su curato a un médico de Orizaba en marzo de 1813, con motivo de una epidemia que azotaba la región.[26]

La situación cambió de manera radical apenas unas semanas más tarde. En abril de 1813 salió de Orizaba una expedición al mando del sargento mayor Antonio Conti, dirigida a pacificar los pueblos de Coscomatepec y Huatusco. Las tropas insurgentes evacuaron Coscomatepec, en tanto que el bachiller Amez salió a encontrar a Conti para evitar una entrada a sangre y fuego. Conti hizo caso omiso de las súplicas del párroco, aunque al final pidió diez mil pesos a cambio de respetar la vida de los habitantes del pueblo. Ello no evitó que las tropas saquearan por igual a feligreses y párroco, ni que insistieran en la entrega de diversas cantidades y provisiones, incluyendo parte de los ornamentos de la iglesia parroquial[27]. Estas tropas, procedentes de los regimientos expedicionarios peninsulares, se comportaron de manera muy semejante en otros puntos de la provincia, llegando incluso a causar el escándalo de los habitantes de la región por la destrucción de imágenes religiosas y el poco respeto a los eclesiásticos y feligreses.[28]

La fuerza desplegada por la represión realista ponía a los eclesiásticos en un serio predicamento. El padre Amez había empeñado todo su prestigio para evitar que, a la llegada de Conti, sus feligreses se dispersaran por los montes dando con ello la impresión de que respaldaban a los insurgentes. Podemos suponer que el saqueo del pueblo, que el párroco narró con especial dramatismo, supuso cuando menos un desengaño para él y sobre todo para sus parroquianos, que tendría por consecuencia la adopción cada vez más decidida de la causa insurgente. Fue éste un proceso que vivió también el padre Fernández del Campo entre finales de 1812 y principios de 1813. En una nueva expedición de Conti contra Coscomatepec, a fines de julio de este último año, se reportaba que el párroco había vuelto a ejercer un mando militar, pero ahora insurgente, capitaneando a su feligresía[29]. Unas semanas más tarde, los insurgentes de Coscomatepec quedaron sitiados por las fuerzas realistas. Mientras el padre Amez salía del pueblo en busca de refuerzos, ya no de los oficiales de Córdoba, sino del generalísimo de los insurgentes, el padre Morelos, el vecino párroco de Huatusco remitía auxilios de víveres y dinero, viéndose obligado para ello incluso a tomar parte de los bienes de las cofradías. El compromiso parecía ya irreversible.[30]

En los años siguientes los padres Fernández y Amez, permanecieron en sus respectivos curatos ocupando cargos entre los insurgentes. El padre Fernández del Campo, fue incluso miembro del Congreso insurgente en noviembre de 1815, es decir un poco antes de la disolución de dicha corporación[31]. Un poco antes, en abril de 1814, debió también padecer la destrucción de su pueblo a manos de los realistas[32]. El bachiller Amez, por su parte, fue vicario general de la provincia desde septiembre de 1814 e intendente de la misma unos meses más tarde[33]. Ambos eclesiásticos concluyeron su paso por las fuerzas insurgentes de manera semejante y casi simultánea: se indultaron en 1817, primero el bachiller Amez, en marzo, luego el padre Fernández del Campo en mayo[34]. Era un momento oportuno, toda vez que la insurgencia decaía, las rivalidades entre los líderes iban en aumento y la política de indulto del virrey Juan Ruiz de Apodaca mermaba las filas. Aunque ambos pasaron por largos procesos, en que debieron convencer a los militares de que su participación en la guerra había sido accidental e involuntaria, pudieron volver a sus respectivos curatos unos pocos años más tarde.

Si la guerra llevó a estos dos clérigos de la región central a convertirse en insurgentes, en el caso del padre José María Aguilar hizo de él un pacificador más bien favorable a la causa realista. Siendo vicario del párroco de Jalacingo al momento de la entrada de los insurgentes el curato en septiembre de 1812, Aguilar permaneció en él mientras el titular, Cristóbal Rodríguez Roa, huía al fuerte de Perote. Al entrar las fuerzas realistas, la mayor parte de la feligresía se retiró a los montes, temiendo las represalias, por lo que el gobernador del fuerte de San Carlos concedió facultades al padre Aguilar para otorgar indultos. Fue entonces que el modesto vicario comenzó una verdadera carrera al mismo tiempo política, militar y eclesiástica, que difícilmente hubiera podido realizar en otras circunstancias.

En efecto, “auxiliado de su buen modo y afabilidad”, se ocupó de recorrer los alrededores del pueblo hasta convencer a la mayor parte de los fugados de volver a sus casas, acogiéndose todos al indulto. Acto seguido, los propios habitantes lo eligieron comandante de la milicia local, cuyo armamento gestionó, así como la construcción de las obras de fortificación, con tal efectividad que logró rechazar un segundo ataque insurgente. El propio Aguilar aseguraba haber participado en otros seis hechos de armas más, en diversos puntos de la región.[35]

En julio de 1813 regresó finalmente a su curato el padre Rodríguez, con lo que hubiera podido esperarse que el padre Aguilar volviera también a su posición inicial. Nada más lejos de ello: las autoridades tanto eclesiásticas como militares aprovecharon su experiencia y acordaron enviarlo a Tlapacoyan con el doble ascenso a párroco interino y comandante de armas. Durante dos años el clérigo repitió con éxito las tareas que ya conocía: reunió a la feligresía (que también se había dispersado por los montes), obtuvo el indulto de todos, y así, al cabo de ocho meses, organizó una compañía de patriotas de caballería. También levantó las obras de fortificación, e incluso acudió con sus tropas en auxilio de otros puntos cercanos, tanto de la provincia de Veracruz, como de la de Puebla.[36]

Sin embargo, la carrera del padre Aguilar tuvo un tropiezo en agosto de 1815, cuando fue sorprendido por los insurgentes quienes lo derrotaron y llevaron preso a sus cantones entre Misantla y Coyuxquihui. Logró escapar en enero del año siguiente presentándose ante los militares realistas del puerto de Tuxpan. Entonces, además de afrontar un proceso por negligencia, fue devuelto a su antiguo cargo de vicario de Jalacingo, mas no por mucho tiempo: una vez vindicado obtuvo en propiedad el curato de Tlapacoyan en algún momento entre 1817 y 1820.[37]

El padre Aguilar tuvo una nueva comisión en este último año, acaso la que más testimonios ha dejado. En septiembre de 1820, ya cuando la insurgencia había sido erradicada casi en su totalidad, quedaba como último reducto el cantón de Coyuxquihui. Los intentos militares para acabar con este foco de rebelión habían fracasado, y el comandante nombrado al efecto, el coronel José Rincón, renunció. En su lugar fue nombrado el coronel José Barradas, quien, con autorización de la mitra de Puebla, envió al padre Aguilar a tratar con los insurgentes[38]. Así, nuestro clérigo aprovechaba no sólo su anterior experiencia en Jalacingo y Tlapacoyan, sino incluso la que adquirió durante su secuestro, pues ahora tenía que negociar precisamente la rendición de sus antiguos captores, quienes aparentemente le tenían suficiente confianza como para llevar a buen término su labor. El sacerdote se presentó en Coyuxquihui en septiembre y noviembre de 1820, tanto para llevar comunicaciones del comandante realista como para impartir los sacramentos. Gracias, en parte, a esta mediación, estos últimos insurgentes se rindieron en diciembre de ese mismo año.[39]

En fin, hubo también trayectorias que quedaron por completo en la ambigüedad, como la del bachiller Francisco Sastré, párroco interino de La Antigua cuando estalló la guerra en la provincia, y quien atendía además la parroquia de Medellín tras la huida de su titular a la ciudad de Veracruz[40]. El padre Sastré fue de los pocos sacerdotes que permaneció en las costas veracruzanas bajo control de los insurgentes, quienes, el 25 de marzo de 1813, lo enviaron a proponer condiciones de pacificación al gobernador de Veracruz, José de Quevedo. Prueba de que las autoridades ya lo veían cuando menos con algún recelo, Quevedo lo dejó salir de la ciudad una vez entregado el mensaje, pero le advirtió que si “las tropas del rey lo aprendían tendría que ser juzgado y sufrir un prolijo examen de su conducta y procederes”[41]. Empero, sería difícil catalogar al padre Sastré de insurgente, pues saliendo de Veracruz escribía a su hermano, el también sacerdote José Antonio Sastré, que planeaba ir a San Carlos “para ver si puedo reducir a la gente [es decir, a los insurgentes] de La Antigua”.[42] No sin pasar por algún arresto también en el campo insurgente, el padre Sastré libraba así su propia batalla en el restablecimiento de la paz.

En medio de la guerra, las variadas trayectorias de los padres Amez, Fernández del Campo, Aguilar y Sastré nos muestran que los clérigos actuaban más bien según lo permitían las circunstancias. Cierto, estas cuatro trayectorias tienen en común preocupaciones evidentes por sus feligreses, por proteger sus parroquias, por evitar excesos de violencia y por el restablecimiento del orden. Pero ello, más que en un compromiso claro con alguno de los bandos en conflicto, declinaba bajo la forma de sinuosas trayectorias de las que se diría que los propios clérigos tenían un limitado control. Ahora bien, terminada la guerra, ¿qué quedó de ella en la memoria de los eclesiásticos?

 

3. Una memoria clerical de la guerra

 

A mediados de la década de 1820 otros clérigos escribieron y publicaron informes de lo sucedido en sus parroquias durante la guerra. No por un afán personal, sino en cumplimiento de las órdenes dictadas por las autoridades civiles y eclesiásticas. En 1824 el gobierno del presidente Guadalupe Victoria intentó reunir toda la información posible de la guerra de independencia y envió para ello una circular a todas las diócesis y la arquidiócesis[43]. El 3 de febrero de ese mismo año el Dr. Antonio Joaquín Pérez Martínez, obispo de Puebla, jurisdicción a la que seguían perteneciendo las parroquias del centro del ya para entonces Estado de Veracruz, solicitó a todos sus párrocos una relación de los sucesos acaecidos entre 1810 y 1820 enviando incluso un cuestionario para su guía. Como era de esperar, las respuestas no fueron inmediatas. Era seguramente comprometedor hacer memoria de una guerra tan reciente, que había dividido a los pueblos, en la que estuvieron involucrados muchos de los gobernantes en turno, y en la que los propios clérigos interrogados no siempre militaron en el bando que hubieran querido, vistos los acontecimientos posteriores. El obispo debió repetir su orden dos años más tarde, el 20 de julio de 1826.[44]

Producto de estas gestiones resultaron al menos tres informes, los de las parroquias de Huatusco, Medellín y Córdoba. Los dos primeros fueron redactados por sus titulares, José Francisco Campomanes, sucesor del padre Fernández del Campo y Francisco Sastré, mientras que el cura de Córdoba, Francisco Xavier Pérez Mora, antiguo comandante de milicias realistas en la parroquia de Naolinco durante la guerra, prefirió dejar el informe en manos de otro clérigo local, José Domingo Issasi[45]. A ellos debemos agregar una obra anónima, firmada simplemente como de un “testigo ocular”, pero que es sin duda de la autoría de un clérigo de la región de Córdoba, redactada, según se deduce de su contenido, todavía bajo el Primer Imperio.[46]

No nos extenderemos en el contenido preciso de estos trabajos, si bien cabe adelantar la identificación de todos estos autores con los insurgentes. Situación casi obvia habiendo triunfado la causa independentista, y estando sentado en la silla presidencial quien había sido el principal comandante insurgente de la provincia de Veracruz, el general Guadalupe Victoria. Más que el relato de la guerra, nos interesa analizar cuáles fueron las preocupaciones específicas que constituyen esta memoria clerical de la guerra de 1810. En los informes de Córdoba, Huatusco y Medellín, los contenidos, es cierto, venían condicionados en parte por el cuestionario redactado por el obispo Pérez. Sin embargo, éste coincide ampliamente con los temas principales abordados por el clérigo anónimo que hemos mencionado, por lo que nos parece válido su análisis en conjunto.

Ante todo, decimos que se trata de una memoria clerical, pues el tema principal en que concuerdan bien estas cuatro obras es evidentemente el trato al clero. Sin llegar a caer en elogios desbordados o acusaciones dramáticas, el padre Campomanes dio cuenta detallada de lo que los caudillos insurgentes y realistas hacían con los frailes y clérigos que llegaron a aprehender. Mientras que entre los primeros hubo uno que llegó a pedir perdón de rodillas al párroco de Totutla, luego de haberlo arrestado al sorprenderlo tratando de comunicarse con los realistas, los segundos se habrían atrevido por ejemplo a saquear la casa del padre Fernández del Campo para obligarlo a indultarse[47]. Más elocuente, el clérigo anónimo cita con entusiasmo el respeto de los insurgentes por la vida de varios clérigos realistas, incluso en batalla: “no ensangrentaron sus espadas”, decía, ni siquiera con la sangre “de su conjurado enemigo el padre D. Pedro Carrasco”.[48] Claramente, eran los insurgentes los que mejor respetaban a los ministros del altar.

De la misma forma, eran ellos los que se mostraban más fieles en sus prácticas religiosas. El padre Sastré fue el más extenso en el asunto, pues describió minuciosamente la fidelidad de los caudillos del bando nacional: “desde el principio tuvieron el mayor cuidado en sus campamentos de que se rezara el rosario todas las noches, cantando al fin las alabanzas de la Santísima Virgen, cuya Sacratísima Imagen de Guadalupe llevaba cada capitán en su estandarte, procurando todos el mejor adorno y compostura en ellos”[49]. El párroco se detuvo en particular en el general Victoria, quien era, según él: “muy virtuoso, pues además de ser su conducta irreprensible, rezaba el rosario todas las noches, paseándose por la plaza del campamento”.[50]

No es menor tampoco la preocupación por el tema de los sacramentos. El padre Campomanes afirmaba que, incluso tratándose de las fuertes rivalidades que sacudieron el bando insurgente, los caudillos permitieron la confesión de los prisioneros antes de fusilarlos[51]. El padre Sastré, por su parte, podía afirmar con orgullo que a pesar de no haber quedado sino dos sacerdotes en la tierra caliente veracruzana, “no hubo criatura alguna que pasara de quince días sin bautizarse”.[52]

Otro tema de importancia: el respeto a los bienes eclesiásticos. El padre Campomanes detalló las exacciones hechas a la parroquia de Huatusco y dio cuenta de los esfuerzos, a veces infructuosos, de su antecesor, José María Fernández del Campo, por defender los recursos de su parroquia[53]. Sastré, en cambio, culpó exclusivamente a los realistas: “las tropas enemigas se llevaron cuanto pudieron coger, disfrutando de las alhajas de plata y haciéndose ropa para ellos y sus mujeres de las albas y amitos y arrancando los galones para hacer dinero”.[54]

Por supuesto, los pasajes más impactantes en los relatos de los padres Sastré y el anónimo corresponden a los actos de sacrilegio cometidos por ambos bandos. El párroco de Medellín reprochaba al comandante insurgente Pascual Machorro la profanación de los vasos sagrados de la cofradía del Calvario de La Antigua[55], mientras que el anónimo hizo lo propio respecto a Miguel Montiel, quien había osado tomar por asalto la iglesia parroquial de Orizaba[56]. Mas fueron los realistas quienes recibieron las mayores acusaciones: Sastré anotaba la destrucción de las iglesias de La Antigua, San Carlos y Medellín, pero sobre todo, la de Cotaxtla, donde el párroco Ignacio Dorantes “tuvo que arrojarse entre las llamas a sacar el Santísimo Sacramento” sin éxito[57]. El anónimo, por su parte, reprochaba sobre todo los sacrilegios contra las imágenes de la parroquia de Coscomatepec tras el sitio del que los insurgentes lograron escapar[58]. Cabe advertir, en el relato del anónimo el sacrilegio tiene invariablemente un castigo: los españoles que se atreven a profanar la imagen de San Juan Bautista y fusilar a la de la Virgen de Guadalupe en Coscomatepec, “fueron a expiar con su sangre” dichos actos ante Mariano Matamoros. Y en el bando opuesto, Montiel cae muerto poco tiempo después de la profanación de la iglesia orizabeña por lo que el autor sentenciaba: “no quedó impune su desacato: Dios hizo que él fuera el término de su carrera”.[59]

En fin, un tema no menos importante es el de la imagen de los clérigos. Los tres informes solicitados por la mitra coinciden en repetir las labores de mediación de los eclesiásticos, sus empeños por salvar la vida de los prisioneros, o directamente sus labores pastorales. Así, el padre Isassi da cuenta de la labor del doctor Miguel Valentín y Tamayo para salvar al doctor José Ignacio Couto, clérigo prisionero del comandante realista Francisco Hevia: “Este hombre inexorable, dice el reporte, dejó de serlo escuchando los discursos de Valentin cuyo conato se dirigía a que se concediese tiempo al reo para una confesión general, y que entretanto se pusiesen en movimiento todos los resortes necesarios para librarle de las manos del [comandante] Hevia”[60]. A su vez, el padre Campomanes daba cuenta de la intercesión de Couto para devolver a su convento a un religioso betlemita que era presidiario de los insurgentes[61]. Además de hacer elogio del padre Ignacio Dorantes, que era el otro clérigo que permaneció en la tierra caliente, el padre Sastré tuvo palabras de reconocimiento hacia el vicario foráneo de Veracruz, el padre López de Luna, quien “aún estando en medio de los más poderosos enemigos” se comportaba “como buen mexicano”.[62]

En ese sentido, el anónimo constituye una excepción notable, pues da cuenta de la existencia de eclesiásticos realistas, cuya conducta reprocha a veces con dureza. Fue el caso especialmente de los frailes carmelitas de Orizaba y del padre Pedro Benigno Carrasco. Sobre este último, citaba, cierto que sin mayor comentario, la dureza con que trataba incluso a los insurgentes indultados: “les levantaba, en el mercado, o en la puerta de la iglesia, la excomunión, sin privilegiar a las mujeres, poniéndolas en paños menores y azotándolas suavemente con una vara, sin escasearles la agua bendita”[63]. En ciertas ocasiones su denuncia parece más sutil, por ejemplo al detener su narración sólo para mencionar algunos nombres en particular, como el del padre Francisco Xavier Pérez Mora, comandante realista de Naolinco durante la guerra. Asimismo, es también el único en mencionar a los clérigos que ejercieron como comandantes y no sólo como capellanes de los insurgentes: los párrocos de Maltrata y Zongolica, además del vicario de Tlacotepec.[64]

El reporte del padre Sastré y la obra del anónimo coinciden en cambio en confesar su situación más bien ambigua, sobre lo cual los padres Isassi y Campomanes prefirieron guardar silencio. El párroco de Medellín no tuvo problemas para dar cuenta de su particular trayectoria, toda vez que la relacionó siempre con su trabajo pastoral. Así, reconoció que en su momento fue perseguido por los insurgentes, pero era en su intento de salvar a cinco prisioneros españoles, debiendo ocultarse con ellos en el campo. Ahí lo descubren los milicianos patriotas, que lo llevan arrestado a la ciudad de Veracruz. Reconoce incluso que pidió un salvoconducto del gobernador de dicha plaza, quien lo despidió con amenazas y reproches, pero sin dificultarle la salida.[65]

En el caso del “testigo ocular”, su posición “ambigua” aparece implícita en la mayor parte de su relato, y como la del padre Sastré es siempre justificada. Así, el clérigo presume de haber acudido al cerro del Chiquihuite a atender a los insurgentes epidemiados, llevándoles desde luego los últimos sacramentos, pero también cita su contacto con el Dr. Miguel Valentín y Tamayo, párroco y vicario foráneo de Córdoba. Como el anterior pues, nunca deja claro si se unió o no a la insurgencia. El pasaje más característico al respecto es aquel relativo al año de 1818 en que lo mismo debe escapar de los insurgentes, sorprendido cuando confesaba en unas haciendas, para luego enviarles como refuerzo “piezas de pedernal”. En cambio, de lo que no queda duda es de su filiación trigarante, pues afirma haber movilizado a su feligresía para acudir en auxilio de la villa de Córdoba, una vez que ésta se pronunció por la independencia.[66]

Así, a unos pocos años del fin de la guerra, y tal vez de manera mucho más clara que en la historiografía posterior, los clérigos eran bien capaces de construir una memoria al mismo tiempo nacional y religiosa de la guerra, en la cual sus propias ambigüedades estaban lejos de constituir una traición, y antes bien eran un mérito no sólo en sus deberes religiosos sino también para la causa de la independencia. Por supuesto, también quedaban de lado los conflictos con los feligreses que eran evidentes en las antiguas acusaciones de infidencia, y que ninguno de los cuatro clérigos que hemos citado hizo mención. No había en su memoria, sino la labor empeñada de los clérigos. Ya lo decía el padre Sastré al final de su reporte, en medio del conflicto había salido siempre “a cuanto se les ofrecían del ministerio [pastoral], con mucho riesgo de mi vida”.[67]

 

4. Conclusiones

 

Incluso antes de que la guerra civil llegara a la provincia de Veracruz, los eclesiásticos habían caído ya bajo la sospecha de infidencia por parte de las autoridades civiles y militares, y eran víctimas incluso de sus propios feligreses, que aprovechaban las circunstancias como un recurso más en el marco de las tradicionales tensiones locales. Llegada finalmente la guerra, los clérigos, más que una posición uniforme frente al conflicto, y aunque hubo sin duda algunos que se mantuvieron firmes en su apoyo a alguno de los dos bandos en conflicto, se caracterizaron más bien por trayectorias ambiguas, marcadas más por las circunstancias que por compromisos claros. Empero, en medio de la tormenta de una guerra civil, era también evidente que conservaban las preocupaciones propias de su estado, tendientes no sólo a la preservación de sus beneficios, en los que estaban obligados a residir, sino incluso al restablecimiento de un orden del que finalmente eran tenidos por co-responsables en tanto padres de sus feligreses y responsables de ellos ante Dios. Terminada la guerra, algunos de ellos fueron capaces de esbozar una memoria que, sin ocultar sus sinuosas trayectorias, daba cumplida cuenta de esos compromisos religiosos al mismo tiempo que los hacía parte de la “gloriosa revolución” que acaba de liberar, según se decía entonces, a la nueva nación.

Esa interpretación clerical de su propia participación en el conflicto era entonces más que factible como proposición en un régimen que era al mismo tiempo liberal y católico, heredero de la tradición corporativa y jurídica anterior y proyecto de renovación bajo parámetros modernos, como era el primer federalismo mexicano. Era pues, una manera original de integrarse a los nuevos proyectos nacionales, e inclusive una vía muy interesante incluso para nosotros en las actuales conmemoraciones del bicentenario, de concebir la participación clerical en la guerra.

Lo sabemos hoy, los intentos por construir una nación católica se vieron progresivamente desgastados, ya desde aquellos años de la década de 1820, tanto por la cultura liberal como por las sospechas de infidencia que siguieron despertando los eclesiásticos, los religiosos en particular. Consolidar la independencia habría de ser, según algunos, no sólo abandonar los vínculos con España, sino también la cultura religiosa heredada de ella, de la cual el clero constituía un elemento fundamental. Simultáneamente su autoridad era también contestada por los pueblos, con argumentos tradicionales las más de las veces, pero que se mezclaban con las nuevas discusiones políticas en las cuales los propios clérigos acabarían por tomar partido, como nos lo muestran algunos de los mismos párrocos cuyas hemos estudiado: los Sastré más cercanos a los liberales radicales, el padre Campomanes a los moderados. Así, en las décadas siguientes, fue la historiografía de liberales y conservadores la que habría construir la memoria de la independencia mexicana.

 

Fuentes y bibliografía

 

Archivos

AGN. Archivo General de la Nación, México.

Grupos documentales: Clero regular y secular, Criminal, Infidencias y Operaciones de Guerra.

 

Bibliografía:

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[1] Texto hecho llegar gentilmente por su autor, a la fecha doctorando de la Université Paris I Panthéon-Sorbonne.

[2] Véase Alamán, 1985, t. III, p. 213. Cuevas, 1992, t. V, pp. 47 y ss.

[3] Farriss, 1995; Taylor, 1999, t. II; Van Young, 2006.

[4] Aguirre, 2008 y Aguirre, 2009.

[5] Carbajal, 2008.

[6] Ibidem.

[7] Archivo General de la Nación (en adelante AGN), Operaciones de guerra, vol. 712, fs. 162-163v, Francisco Sáinz de la Maza a Lorenzo Angulo Guardamino, sin lugar ni fecha.

[8] La causa contra el fraile en: AGN, Clero regular y secular, vol. 113, exp. 7, fs. 424-516.

[9] El proceso en AGN, Infidencias, vol. 175, exp. 76. Sobre este caso existe una referencia breve en Trens, 1992, t. I, p. 319. A pesar de las características de este caso, el padre Urquijo aparece en el listado de insurgentes de Farriss, 1995.

[10] AGN, Operaciones de guerra, vol. 883, fs. 209-210v, Carlos de Urrutia al virrey, Veracruz, 7 de septiembre de 1811. El religioso en cuestión era fray José Cayetano Martínez, quien según el gobernador “se hace muy sospechoso” por la carta que le dirigía un preso por infidencia desde Veracruz.

[11] AGN, Infidencias, vol. 175, exp. 18, fs. 32-36, Pablo López de Castro y Cornide al obispo de Puebla, Veracruz, sin fecha.

[12] Ibid., fs. 32-32v.

[13] AGN, Infidencias, vol. 165, exp. 20, fs. 100-102, Ignacio López de Luna al virrey, Veracruz, 14 de diciembre de 1811.

[14] AGN, Infidencias, vol. 175, exp. 18, fs. 41-43v, Manuel Ignacio González del Campillo, obispo de Puebla, al virrey, Puebla, 1 de febrero de 1812. Francisco Xavier Venegas al gobernador de Veracruz, México, 5-II-1812, en Hernández, 1985, t. IV, núm. 21.

[15] Manuel B. Trens menciona este mismo caso, aunque relatado de forma distinta, e incluso cita el nombre del clérigo acusado como Gregorio Cornide, quien habría perdido la cordura durante su prisión. Trens, 1992, t. III, p. 60.

[16] Las diligencias en cuestión en AGN, Criminal, vol. 400, exp. 5, fs. 178-190.

[17] La sumaria preparada por el párroco en AGN, Criminal, vol. 400, exp. 5, fs. 204-241v.

[18] Véase: Ortiz, 2008.

[19] AGN, Infidencias, vol. 165, exp. 20, fs. 100-102, Ignacio López de Luna al virrey, Veracruz, 14 de diciembre de 1811.

[20] Taylor, 1999, t. II, passim. Para el caso europeo véase por ejemplo Goujard, 2004, pp. 61-72.

[21] Cfr. Ducey, 2004, pp. 35-43; Van Young, 2006, pp. 404 y 733, y Juárez, 2005.

[22] Nos permitimos remitir a la bibliografía y datos que expusimos en Carbajal, 2008.

[23] Ibidem.

[24] AGN, Infidencias, vol. 32, exp. 3, fs. 88-94v, Representación de José María Fernández del Campo al virrey, sin fecha.

[25] AGN, Criminal, vol. 648, fs. 9v-15, representación del párroco y república de indios de Coscomatepec al virrey, sin fecha.

[26] Alamán, 1985, t. III, pp. 528-529.

[27] AGN, Criminal, vol. 648, representación del párroco y república de indios de Coscomatepec al virrey, sin fecha, especialmente fs. 18ss.

[28] Véase: Trens, 1992, t. III, p. 147.

[29] Domínguez, 1950, p. 16.

[30] Ibid., p. 17, Campomanes, 1960, p. 19.

[31] AGN, Infidencias, vol. 32, exp. 3, fs. 88-94v, representación de José María Fernández del Campo al virrey, sin fecha.

[32] Campomanes, 1960, p. 22.

[33] Domínguez, 1950, pp. 21-22. “Antonio de Sesma a Victoria referente a la aprehensión de corsarios, ventajas de Terán y noticias de Osorno”, en Herrejón, 1986, t. I, p. 51.

[34] Sobre el padre Fernández del Campo: AGN, Infidencias, vol. 32, exp. 3, fs. 87-151; sobre el bachiller Amez: AGN, Infidencias, vol. 107, exp. 15, y Domínguez, 1950, pp. 24-25.

[35] AGN, Criminal, vol. 459, exp. 4, fs. 179-180, 181 y 183v-185v, José María Aguilar al gobernador del fuerte de San Carlos, Jalacingo, 26 de junio de 1813; certificado de Miguel de Úngaro y Duzmet, gobernador del fuerte de San Carlos de Perote, 27 de junio de 1813 y certificado de Cristóbal Rodríguez Roa, párroco de Jalacingo, 16 de noviembre de 1816.

[36] AGN, Criminal, vol. 459, exp. 4, fs. 181-182 y fs. 182-183v, certificado de Francisco Xavier de Olartegoechea, subdelegado de Jalacingo, 18 de octubre de 1814 y certificado de Manuel Ignacio Hernández, párroco de Tlapacoyan, 29 de octubre de 1814.

[37] El expediente en AGN, Criminal, vol. 459, exp. 4, fs. 67-79, 88-169v. La sumaria se inició en agosto de 1815, se suspendió por la ausencia del acusado, para reanudarse en junio de 1816, siendo elevada a proceso, cuyas diligencias se cerraron en febrero de 1817. El asesor Pedro Telmo de Landero, siempre dispuesto contra los clérigos sospechosos, consideró que debían cobrársele las armas que se habían perdido en el ataque a Tlapacoyan. Enviado el expediente al virrey, quedó en suspenso desde marzo de 1817, siendo sobreseída formalmente hasta principios de 1821.

[38] Ducey, 2005, pp. 79-82. Ortiz, 2008.

[39] Ibidem.

[40] Insurgencia, 1960, pp. 3-4.

[41] AGN, Operaciones de guerra, vol. 692, fs. 55-58, José Quevedo al virrey, Veracruz, 4 de abril de 1813. Este incidente lo analiza Ortiz, Teatro, 2008, p. 147.

[42] AGN, Operaciones de guerra, t. 692, fs. 59-60, Francisco Sastré a su hermano, Medellín, 28 de marzo de 1813.

[43] Connaughton, 1998, p. 134.

[44] Libro, s/f, cordillera 249, 20 de julio de 1826.

[45] Campomanes, 1960; Insurgencia, 1960, e Issasi, 1960.

[46] Guerra, 1943.

[47] Campomanes, 1960, p. 16.

[48] Guerra, 1943, pp. 58-59.

[49] Insurgencia, 1960, pp. 4-6.

[50] Ibidem, p. 14.

[51] Campomanes, 1960, pp. 16-17.

[52] Insurgencia, 1960, p. 4.

[53] Campomanes, 1960, pp. 18, 19 y 31.

[54] Insurgencia, 1960, p. 24.

[55] Ibidem, pp. 22-23.

[56] Guerra, 1943, p. 58.

[57] Insurgencia, 1960, pp. 24-26.

[58] Guerra, 1943, p. 54.

[59] Ibidem, pp. 54 y 59.

[60] Issasi, 1960, pp. 47-48.

[61] Campomanes, 1960, p. 30.

[62] Insurgencia, 1960, pp. 21-22.

[63] Guerra, 1943, p. 61.

[64] Ibidem, pp. 35, 42 y 52,

[65] Insurgencia, 1960, pp. 21-22.

[66] Guerra, 1943, pp. 52, 88 y 93ss.

[67] Insurgencia, 1960, p. 28.

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