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Una Iglesia Dividida

El conflicto por la administración sacramental en territorio de guerra: el obispado de Michoacán 1810-1821

 

Daniela María Ibarra López[1]

 

En el presente estudio se expone la injerencia que tuvo el movimiento emancipador, por conducto de sus instituciones y líderes, en materia de disciplina eclesiástica, así como la reacción de la sede episcopal más afectada por esa situación, la de Michoacán, entre 1810 y 1821.[2]

 

Prolegómenos

El problema de la administración espiritual que los rebeldes tomaron en sus manos tiene como punto de partida la separación que estos sufrieron por parte de los prelados que los separaron de la Iglesia sirviéndose de la pena canónica de la excomunión.

Siendo el epicentro de la insurgencia el obispado de Michoacán, no está de más recordar que su silla episcopal fue ocupada durante un quinquenio por el doctor Manuel Abad y Queipo, obispo electo, pero nunca consagrado, quien ejerció, no obstante, el oficio de Gobernador de la Mitra, mismo que debió dejar para comparecer a la presencia del rey Fernando VII, quien lo hizo llamar. Antes de partir, como correspondía a un viaje tan azaroso y dilatado, delegó su autoridad en los canónigos Manuel de la Bárcena y Francisco de la Concha, los cuáles fungieron como gobernadores de la Mitra. Tras la muerte del segundo, en 1817,  De la Bárcena se hizo cargo de esa responsabilidad hasta 1821, fecha en la que dejó su encomienda para unirse al gobierno que encabezó Agustín de Iturbide tras la Independencia.

La decisión del obispo electo de Michoacán de excomulgar primero a los líderes y después a todos los participantes de la insurgencia excluyó de la Iglesia michoacana a una gran parte de individuos, que automáticamente quedaron privados de los auxilios espirituales. Por tal motivo, algunos líderes insurgentes –entre ellos varios eclesiásticos– trataron de resolver la situación encargándose de los problemas del culto, lo que significó que participaran directamente en tareas que hasta ese momento habían sido de la competencia exclusiva de la autoridad episcopal. Concebida con la intención de contener la rebelión, la prohibición de otorgar auxilios espirituales a los seguidores de la insurgencia surtió un efecto distinto, pues la dirigencia insurgente vio en ella la posibilidad de avanzar en un frente fundamental como lo era el religioso.

 

Aspiraciones de jurisdicción eclesiástica de la Junta de Zitácuaro

A partir de la creación de la Junta de Zitácuaro los insurgentes dictaron providencias en relación con el culto católico, y de hecho este órgano se adjudicó el derecho de hacerlo por encima del obispo electo de la diócesis. Un caso muy ilustrativo es el de las dispensas que otorgó a un vecino de nombre Miguel Farías para contraer matrimonio. Originalmente Farías las solicitó al obispo electo, Manuel Abad y Queipo, y éste se las concedió, pero la misiva cayó en manos de los insurgentes quienes a través de la Junta desconocieron las de Abad pues según ellos carecía de nombramiento episcopal legítimo.

Algunos líderes participaron en los asuntos eclesiásticos. Ignacio López Rayón, presidente de la Junta, prohibió la publicación de la Bula de la Santa Cruzada en los territorios gobernados por los insurgentes estableciendo la pena de 50 pesos de multa, bajo el supuesto de que los recursos que de ella se obtenían estaban siendo utilizados para fortalecer las tropas realistas. Por su parte, Morelos ordenó al provisor de la mitra de Oaxaca que la provincia de Tecpan, perteneciente al obispado de Michoacán, fuera administrada por la catedral de Antequera, haciéndose cargo de la provisión de ministros, santos óleos y dispensas. En su respuesta, el provisor de Oaxaca aclaró a Morelos que por tratarse de un curato perteneciente a la mitra vallisoletana sus facultades y jurisdicción no se podían extender a ella; tratando de complacerlo en lo referente al cuidado espiritual, sin embargo, dio la orden a los curas y vicarios de su obispado para que administraran a los pobladores de Tecpan los sacramentos de bautismo, penitencia y extremaunción, y oficiaran misa en los días de precepto.

Ante la necesidad de contar con una autoridad en materia eclesiástica, el gobierno insurgente estableció además la figura del vicario general castrense que en la práctica asumió algunas funciones propias de la jerarquía eclesiástica en vista de la postura que ésta había adoptado. Este funcionario por lo tanto se hizo cargo de los asuntos eclesiásticos en los territorios dominados por los rebeldes, teniendo entre sus funciones la provisión de párrocos y ministros, la atención religiosa y la concesión de indulgencias. En el obispado de Michoacán fueron vicarios generales castrenses Francisco Argandar quien actuó en la provincia de Michoacán, y José María Cos en Guanajuato.

En noviembre de 1812 Argandar envió una carta cordillera a los curas y lugartenientes de varios lugares del obispado. Después de advertirles que no deberían enviar copias a Valladolid y de amenazar con castigo a quien lo efectuara, les explicaba que veía con dolor “la guerra que nuestros enemigos nos hacen en lo espiritual, privando a los fieles de la recepción de sacramentos y [...] socorros”. Mencionaba que ello había imposibilitado por un lado la celebración de matrimonios y por otro que los curas pudieran celebrar misa por faltarles sus licencias. Lo primero traía serias consecuencias en lo religioso, pues estaba dando lugar a que la práctica del concubinato se extendiera. Finalmente los invitaba a que, “como si fueran a decidir en un concilio”, enviaran su parecer en torno a cuatro cuestiones que suponían su intervención en funciones que sólo el obispo autorizaba, a saber: la dispensa de impedimentos de matrimonios, la habilitación de licencias para los sacerdotes, la absolución de irregularidades y el nombramiento de curas párrocos interinos y coadjutores. Argandar llegó incluso a realizar visitas pastorales, una actividad que, dicho sea de paso, era obligación de los obispos efectuar.

 

Algunas atribuciones desmesuradas

Por su parte, José María Cos fiscalizó los diezmos, designó y suspendió curas, autorizó actos relacionados con el culto y dispensó a eclesiásticos que habían cometido faltas, como lo hizo con fray Ramón de Silva. Este clérigo regular había sido atacado por una partida de insurgentes y tratando de defenderse se había visto implicado en la muerte de uno de los atacantes. Por ello se había abstenido de celebrar por dos meses hasta que amenazado por Liceaga y dispensado por Cos había administrado los sacramentos. Sin embargo, el acto de Cos fue considerado como nulo por el fraile, y por ello acudió al obispo electo.

Los insurgentes justificaron su intromisión en los asuntos eclesiásticos argumentando las necesidades espirituales de la gente que seguía su causa y que vivían en lugares bajo su control. Pero sin duda existieron consideraciones de tipo político en esa decisión, removieron a los ministros que apoyaban la causa realista y pusieron eclesiásticos comprometidos con la causa independiente. Esto ocurrió en parte de la Intendencia de Guanajuato, donde José María Liceaga declaró vacantes los curatos y sacristías mayores atendidos por sacerdotes “enemigos”, cuyas rentas entraron a la tesorería de la nación. Tenemos documentado que lo mismo ocurrió en Angangueo, Irimbo, Zitácuaro, Tuzantla, Monte Alto, Nahuatzen y Churumuco. El cura de Tlalpujahua informó al obispo que en éstas los insurgentes habían “separado a los legítimos pastores y puesto otros a su antojo”.

Desde luego que la intromisión de los insurgentes en materia religiosa fueron descalificadas y condenadas por Abad y Queipo. El obispo declaró a los integrantes de la Junta de Zitácuaro, Rayón, Liceaga y Verdusco, “heresiarcas separados de la iglesia católica y jefes de otra cismática y diabólica”. Además, declaró nulas las confesiones, matrimonios y demás sacramentos que los eclesiásticos insurgentes administraban fuera del artículo de muerte, puesto que se hallaban excomulgados, suspensos e irregulares, por lo que cometían sacrilegio. El ejercicio de estas actividades fue duramente criticado por el obispo, por contener “parte de la misión evangélica y el ejercicio de la potestad de las llaves”, de manera que fueron advertidos: “con que si se creen con las facultades propias del obispado, o con la facultad suprema de la Iglesia para derogar los cánones que reculan su ejercicio, son verdaderos heresiarcas, y herejes sus sectarios”. Abad además calificó como “criminal exceso” el hecho de que los insurgentes destinaran a clérigos, considerados por él como “apostatas”, para hacerse cargo de las parroquias. Agregó además que de él se originaba “un terrible perjuicio para el bien de las almas”.

 

El enfrentamiento jurisdiccional se agrava

La polémica entre los insurgentes y Abad y Queipo por el uso de las facultades episcopales se encendió aún más a partir de la emisión de un bando por parte de José María Cos, en el que desconoció la autoridad del obispo imputándole una serie de acusaciones, entre la que destacó la negativa de éste de proporcionar auxilios a los participantes de la insurgencia. Cos se fundó en esta decisión para legitimar la figura del vicario general castrense y rebatió la descalificación que el prelado de Michoacán había hecho a los sacerdotes insurgentes y la prohibición de que éstos celebraran misa y administraran los sacramentos. Fue incluso más allá, y prohibió también la correspondencia pública o privada con el obispo y ordenó que ningún eclesiástico recurriera a él por licencias, dispensas o cualquier otro tipo de privilegio. Así lo hizo saber al cura de Uruapan, Nicolás Santiago de Herrera, al advertirle que se abstuviera de llevar a cabo algunas tareas encomendadas por “una autoridad cuya ilegitimidad está debidamente demostrada en el documento que acompaño y no dé lugar a que el gobierno americano lo trate con más rigor”.

En ese contexto Abad acusó a Cos de propagar las herejías de Wiclef y Lutero, condenadas por los concilios de Constanza y de Trento, al sostener que los insurgentes podían crear un vicario general, siendo que ésta era una facultad que concedía el Papa, por lo que afirmó: “declaramos nula y de ningún efecto sobre los habitantes de este obispado la autoridad y jurisdicción que se atribuya y se abroga el que se dice vicario general del ejército de insurgentes, y nulo cuanto se hiciere y obrare en virtud de la delegación de dicha autoridad”. Conforme al Concilio de Trento declaró también herética la doble “usurpación” de los insurgentes: en “las facultades propias del obispado”, es decir, cuando llevaban a cabo actividades como la designación y destitución de ministros, y en las de los curas, cuando los ministros insurgentes se dedicaban a la administración espiritual. Además estableció que todos los ministros que se hubiesen encargado de la cura de almas por comisión de los insurgentes estaban “suspensos, irregulares y públicos excomulgados vitandos” y prohibió a todos los fieles del obispado establecer comunicación con estos eclesiásticos.

Las condenas del obispo electo no hicieron mella en la actividad insurgente en materia eclesiástica pues a través de sus órganos de gobierno tales como el Supremo Tribunal de Justicia de Ario y la Junta Subalterna siguió interviniendo en estos asuntos. Entre ellos en casos relacionados con la justicia eclesiástica, como los conflictos entre sacerdotes, pero especialmente en el nombramiento de capellanes, vicarios y curas. Entre los primeros podemos mencionar los casos de Mariano Cervantes y fray Santiago Rodríguez quienes sirvieron a la divisiones del brigadier Pablo Galeana y del comandante Ávila. En el caso de los sacerdotes la Junta se ocupó del nombramiento de los de Valle de Santiago, Pueblo del Rincón y Pénjamo, entre otros, bajo la premisa de evitar el desamparo de los fieles.

Efectivamente, sabemos que entre 1815 y 1818 algunos sacerdotes rebeldes se encontraban en varias zonas del obispado michoacano, en especial en el área cercana a la fortaleza de Cóporo y en algunos puntos del Bajío. En los documentos se mencionan las inmediaciones de a Chucándiro y Zitácuaro, Tlalpujahua, Irimbo, y los alrededores San Felipe. En la región de Tierra Caliente se sabe de su presencia continua incluso hasta los años de 1820 y 1821, en especial las parroquias de Coahuayutla, Tinguindín y Apatzingán.

Sobre la actividad que desarrollaron, se sabe de celebraciones eucarísticas, asistencia a matrimonios, administración del bautismo y de la reconciliación. Los sacerdotes que protestaban obediencia a la Mitra, lanzaron todo tipo de acusaciones contra ellos. El cura interino de Yuriria afirmó que “a causa de la espantosa rebelión y haber habido en este intermedio una multitud de curas intrusos que sin temor a Dios y olvidados de su sagrado carácter se han atrevido a ejercer sin legítima facultad los oficios de cura de almas”. Por su parte, el eclesiástico José Ignacio Arévalo habló de los “terribles excesos que en el orden eclesiástico” habían cometido algunos “apostatas” en el área de las parroquias de Zitácuaro y Tlalpujahua.

 

Los asistentes eclesiásticos rebeldes

Pero, realmente ¿a qué referían los testimonios anteriores? es decir ¿cómo administraron los curas del partido insurgente? Según los casos que hemos examinado se les acusó por omitir procedimientos administrativos, como al sacerdote Jerónimo Ahumada quien no registró los bautismos que efectuó en la hacienda de Cuéramaro en fechas cercanas a 1817. También se les señaló por no seguir al pie de la letra ciertos procedimientos, como los que se realizaban para conceder las dispensas o de concederlas perdonando parentescos por ejemplo, que según los cánones de la iglesia eran imperdonables. Y es que el examen de la documentación y las decisiones que se tomaban en esas cuestiones eran muy rigurosas. Francisco Argandar, de quien ya hemos hablado antes, estaba consciente de ello. Una vez indultado habló de la labor que ejerció, declarando:

 

“…no obstante que cuando me llamé vicario castrense procuré seguir a mi ver la opinión menos arriesgada sobre dispensas matrimoniales... pero a la presente me hallo atormentado de los más crueles remordimientos de mi conciencia sin olvidar un instante que en orden a los sacramentos, entiéndase los mismo que en dispensaciones, no basta seguir lo menos arriesgado, sino que se requiere seguir lo más seguro”.

 

Además de las irregularidades en los procedimientos, a los sacerdotes rebeldes se les señaló por prácticas consideradas inmorales. En un informe de 1816 se acusó al franciscano fray Manuel Mora, quien había permanecido en el curato de Zitácuaro por dos años, de “cometer los mayores crímenes”, entre ellos el de incitar a los indios a que se casasen a partir de los doce años. También se denunció que el bachiller Ahumada, del que hablamos líneas arriba, solía administrar el sacramento del bautismo en estado de embriaguez.

En esencia podemos decir que los cambios que introdujeron los eclesiásticos insurgentes en materia de culto fueron más bien de tipo práctico, es decir que no afectaron ni los dogmas ni los sistemas de creencias. La religión que tanto los ministros que reconocieron al gobierno diocesano como los que estaban por la insurgencia era la misma: la católica. Recordemos que todos ellos recibieron básicamente la misma educación en los seminarios tridentinos y que incluso muchos de ellos compartieron aulas a fines del siglo XVIII. La diferencia entre ambos grupos radicó en sus ideas y propuestas en el terreno de lo político.

Es difícil apreciar el impacto que la actividad sacramental realizada por los insurgentes tuvo en los feligreses, sin embargo la reacción de la mitra es un indicador interesante al respecto. Los gobernadores del obispado permitieron e incluso estimularon la facultad para revalidar los matrimonios contraídos ante eclesiásticos rebeldes. Con ello se pretendía desengañar a los feligreses que se habían unido ante la venia de los sacerdotes insurgentes y de paso reafirmar la potestad del gobierno diocesano. Exhortaron entonces a los sacerdotes “fieles” a utilizar el púlpito para persuadir a los feligreses de reconocer únicamente al gobierno de la diócesis y a sus “legítimos párrocos” y desde luego a que efectuaran lo más pronto posible la revalidación de los matrimonios, pues vivían en pecado.

Es también difícil saber hasta qué punto fue efectiva esta campaña. Hay algunos comentarios según los cuales los fieles lograron distinguir entre los curas “legítimos y los ilegítimos”. En lo que respecta a la revalidación de los matrimonios, al parecer los resultados fueron ambiguos porque aún y cuando existió voluntad las condiciones económicas de la gente no siempre lo permitieron ya que en la práctica la revalidación era como volver a contraer matrimonio, y ello implicaba un costo que los pretendientes no podían o no querían pagar. Tratando de evitar que las parejas se rehusaran a la revalidación por falta de recursos o por vergüenza Manuel de la Bárcena simplificó el procedimiento y, en marzo de 1821, ordenó a los sacerdotes omitir las proclamas conciliares, así como cobrar solamente parte del importe de los derechos parroquiales.

La cantidad de problemas que supuso la intervención insurgente en los asuntos de la Iglesia durante el periodo de la guerra de independencia fue glosada por el vicario del obispado a principios de 1820. Refirió entonces: “la ruina que amenazaba al orden religioso de esta diócesis, el cisma que comenzaba a difundirse en los pueblos, el desprecio de la autoridad episcopal, el abuso en la administración de los santos sacramentos, la nulidad que acompañaba a muchos por falta de legítimo ministro”. El vicario añadió:

 “...Gimieron los pueblos bajo el yugo del libertinaje: en un momento se vieron separados de su cabeza: pastores mercenarios los guiaban: les hablaban según los desordenados leyes de su corazón y consiguieron convertirlos de religiosos en impíos y de leales en rebeldes. Forjaron un gobierno eclesiástico parecido al de Lutero y Calvino, y los directores de la revolución, como otros Enriquez de Inglaterra se constituyeron cabeza de la Iglesia Americana autorizaron ministros: expidieron dispensar con torpísimas contradicciones: se impidió todo recurso al verdadero prelado y estrecharon al pueblo a recibir de aquellos los sacramentos e instrucción: a usar de semejantes dispensas y a olvidarse puede decirse totalmente de su padre y patrón. Todavía lloramos los espantosos males que ocasionó tal trastorno...”



[1] Licenciada en historia por la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo con la tesis “El Gobierno Eclesiástico de Michoacán y la Guerra de Independencia, 1810- 1815”.

[2] Ponencia expuesta por su autora durante la II Jornada Académica Independencia e Iglesia, celebrada en Morelia los días 24 y 25 de septiembre del 2009.

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