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La Iglesia en México: de la guerra de independencia a la reforma Notas para su estudio Ernesto de la Torre Villar
Nadie mejor que uno de los más acuciosos y profundos investigadores del pasado de México para explicarnos de forma sopesada lo que ocurrió en la América Septentrional Hispana durante los primeros años del siglo XIX, el papel que desempeñó en ello la Iglesia y su repercusión para lo que vendría a constituir el Estado mexicano.[1] Advertencia Ante un tema como el presente conviene analizar los principales episodios o momentos críticos por los que atravesó la Iglesia en México de 1810 a 1862 y dentro de ellos escoger ciertos apartados para examinarlos a fondo. La labor de la Iglesia es una labor de conjunto. Cierto que ella representa una colectividad, y aun cuando en materias de fe no sigue más que una voz, la actitud personal y las formas de vida de cada uno de sus miembros son independientes dentro de los límites que sus normas particulares les marcan. En estas notas vamos a analizar la acción de la Iglesia, de acuerdo con los problemas que se plantean. Los hay puramente religiosos, teológicos, que afectan al espíritu mismo de la institución, y los hay de tipo político, expresados por normas legales o por una actitud del Estado frente a la Iglesia cuyas repercusiones pueden ser puramente políticas o también económicas. La Iglesia en su desarrollo se enfrenta a una evolución ideológica, política, social y económica de los individuos y del Estado y no tiene que ajustar su credo, que se considera intangible, sino sus formas de organización y métodos de desarrollar su misión, su sentido social y su vida económica como institución real. Cuando no los ajusta es cuando surgen conflictos con la sociedad o con el Estado. Problemas teológicos no se le presentaron a la Iglesia novohispana con posterioridad al siglo XVI en el que se determinó la racionalidad del indio; problemas relativos a la evolución del pensamiento sí hubo durante la época colonial y en numerosos casos, la Iglesia estuvo por arriba de ellos y pudo resolverlos, como también resolvió otros de carácter político. A la resolución, principalmente de estos últimos contribuyó en buena parte la unión que a través del Real Patronato existía entre el Estado y la Iglesia, unión que evitaba, por la sujeción que la iglesia tenía, las crisis graves. Cuando México obtuvo su Independencia y desapareció el Real Patronato, la unión entre Iglesia y Estado cesó. Éste no quiso o no pudo restaurar la unidad existente y la sujeción ni la Iglesia tampoco. Consideróse ésta por primera vez libre, dependiente tan sólo de la Santa Sede y por mantener esa posición luchó con todas sus fuerzas. La separación que se establece en definitiva entre la Iglesia y el Estado, bastante satisfactoria para ambos poderes, fue el final de esa disputa. Entre los problemas de tipo político, económico y social a que la Iglesia tuvo que enfrentarse se cuentan principalmente los siguientes: · La independencia política de México en relación con su metrópoli o con cualquier otro Estado. En este apartado debe examinarse también su posición frente a dos hechos graves que pusieron en peligro la autonomía de México: la invasión de México por los Estados Unidos en 1847 y la intervención francesa a partir de 1862. · Terminación del sistema del Real Patronato y separación absoluta de la Iglesia y el Estado sin concordato alguno. · Supresión de los fueros eclesiásticos. · Disminución y supresión de las congregaciones religiosas. · Organización de la instrucción pública que pasó a depender del Estado. · Atribución estatal de funciones públicas realizadas por la Iglesia, tales como el registro civil y la administración de los cementerios. · Desamortización y nacionalización de sus bienes. · Rompimiento del monopolio religioso y aceptación por el Estado del principio de tolerancia religiosa. · Introducción de nuevas doctrinas y concesión de derechos para realizar sus prácticas. · Formación de un clero nacional. Éstos son los puntos sobresalientes de la gran controversia en la que la Iglesia va a participar durante el periodo que nos ocupa. Vamos a lo largo de estas páginas a analizar algunas de ellas. Por lo pronto, conviene conocer la situación de la Iglesia a principios de la centuria decimonona.
Situación general de la iglesia a principios del siglo XIX En el año de 1810 existían en el territorio del virreinato de la Nueva España quince diócesis dependientes de la Provincia Eclesiástica de México. Éstas eran Tlaxcala (Puebla) erigida en 1519, y Antequera, Michoacán, Chiapas, Compostela (Guadalajara), Yucatán, Durango, Linares y Sonora, así como Guatemala, Nicaragua, Comayagua, Verapaz y Manila, cuya suerte y desarrollo en lo sucesivo no dependerán de México. A partir de 1821 estas cinco últimas quedarán separadas de la provincia eclesiástica de México, la cual va en cambio a recibir desde ese año hasta el de 1863 a las diócesis de California, Veracruz, San Luis Potosí, Chilapa y Tulancingo, creadas en 1840 la primera; en 1846 la segunda, y en 1863 las últimas. En este propio año la inmensa provincia eclesiástica de México se divide en tres, a saber: la de México a la que quedan sujetas las diócesis de México, Puebla, Oaxaca, Chiapas, Yucatán, Veracruz, Chilapa, Tulancingo, y en 1870 y 1880 las de Tamaulipas y Tabasco; la provincia de Michoacán con los obispados de San Luis Potosí y los de León, Querétaro y Zamora erigidos también en 1863; y la provincia eclesiástica de Guadalajara, con las sedes episcopales de Durango, Linares, Sonora y la de Zacatecas creada también en 1863. En 1881 se le une el obispado de Colima y el de Sinaloa en 1883. La diócesis de California quedó separada de México en 1848, al pasar parte de su territorio a poder de los Estados Unidos. Estos obispados contaban a fines del siglo XVIII, México con 202 parroquias, Puebla con 150, Yucatán con 76, Durango con 60, Chiapas con 45 y Guadalajara con más de 100, así como también Oaxaca. Linares debía tener cerca de 50. Después de consumada la independencia, México tenía 245 parroquias; Puebla 241; Yucatán 99; Chiapas 42; Guadalajara 135; Oaxaca 124; Linares 57 y Durango 64, lo que quiere decir que el número de parroquias había crecido en la mayoría de los obispados, cuya extensión era demasiado amplia, pues cada una de ellas comprendía los territorios de varios de los estados actuales, como la de México, cuyos términos abarcaban territorio de los estados de México, Hidalgo, Querétaro, Morelos, Veracruz, San Luis Potosí, Tamaulipas y Guerrero; como la de Michoacán que se extendía por ese estado y el de Guanajuato, Guerrero, San Luis Potosí, Tamaulipas y Jalisco; y como la de Guadalajara que iba desde Jalisco hasta Nuevo León, Tamaulipas y Texas. Manuel Abad y Queipo en 1805 notaba la dificultad de vigilar tan vasto territorio con tan pocos pastores y señalaba la injusticia de esa situación en relación con España, en donde en un territorio más pequeño existían 8 arzobispados y 38 obispados. Respecto al número de eclesiásticos que servían esas parroquias, a principios del siglo XIX, según datos de Navarro y Noriega utilizados por Humboldt, eran alrededor de 2 300. El número de misiones dependientes de la provincia mexicana era de 157, de las cuales 18 eran del Arzobispado de México; 5 del Obispado de Valladolid; 45 del de Durango; 18 de Monterrey y 66 de Sonora. Estas misiones eran dependientes de los colegios apostólicos de Pachuca, de Zacatecas, de Querétaro, de México, de Orizaba y de las provincias franciscanas del Santo Evangelio y de Santiago. Esas misiones estaban situadas en zonas muy apartadas de Sonora, Alta California, Nuevo Santander y Coahuila, la Tarahumara y Texas. De acuerdo con la política que se venía siguiendo, varias de las misiones se habían secularizado. Las órdenes religiosas existentes eran: las de los dominicos, franciscanos, agustinos, carmelitas y mercedarios con un total de 149 conventos y 1 931 religiosos. Las órdenes femeninas eran varias: entre las que sobresalían las concepcionistas, las carmelitas, las capuchinas y las clarisas, todas ellas de vida contemplativa, así como las de la Enseñanza y algunas otras más consagradas a la educación. El total de sus conventos ascendía a 57 y el número de religiosas era de más de 1 300. Sumados clero secular y regular, su número era a principios de 1 800 de cerca de 8 000 individuos, es decir, de uno un quinto a uno y medio por diez mil habitantes, en tanto que en España y en Portugal excedía de nueve o diez por cada mil habitantes. El clero novohispano tuvo hasta la consumación de la Independencia una extracción más o menos similar. La mayor parte de ellos procedía de núcleos sociales tradicionalmente religiosos y de ascendencia limpia, es decir, de familias cuya genealogía no estaba manchada de heterodoxia ni infamada por su conducta. Un gran porcentaje pertenecía a la clase de pequeños propietarios rurales y urbanos, comerciantes y profesionistas. Había también eclesiásticos salidos de familias muy humildes que se distinguían por su dedicación y talento y procedían del campo y de la ciudad, y había también descendientes de linajudas familias, hijos segundones sin derecho al mayorazgo y sin vocación militar. Pese a algunas restricciones tenidas en los colegios seminarios, los indígenas que por su aplicación al estudio sobresalían eran también admitidos en el estado eclesiástico. Las castas tenían mayor dificultad para ingresar al clero, excluyendo los mestizos, mas no les estaba vedado del todo. Numerosos casos de mulatos se dan dentro de él, en la historia de la Iglesia americana, mas esta situación no era una real excepción. Claro está que su papel dentro de la jerarquía eclesiástica era muy diverso y que según la procedencia era el lugar que iban a ocupar en ella; más grados, los escalones jerárquicos no eran rigurosamente fijos y rígidos, sino que en ese escalonamiento contaba la aptitud individual, los méritos propios obtenidos en el estudio y en el desempeño de las funciones encomendadas y también los apoyos e influencias que se tuvieran. Respecto a las razones que les movían a abrazar ese estado, hay que contar en primer lugar, la verdadera vocación, la influencia del ambiente religioso que se respiraba en la Nueva España y en la metrópoli, la tradición familiar de ciertas familias levíticas; la consideración de que el estado eclesiástico era una fácil salida para el que tenía vocación para el estudio y quería a él consagrarse; la idea de que representaba una profesión tranquila que aseguraba el sustento diario propio y de la familia y otras razones más, internas y externas que obran en el ánimo de aquel que elige una determinada forma de vida. De toda suerte en la formación de ese clero había un principio de selección. El clero mexicano, decía Abad y Queipo, es una porción escogida por nacimiento, educación y costumbres. La prueba de su vocación se toma de su conducta, y su conducta antes del ingreso al Estado se modela por su vocación; sus ascensos ulteriores, su consideración en el clero y en el pueblo y hasta la ambición en los corazones que se resienten de ella, todo gira sobre el plan de unas buenas costumbres y de una conducta religiosa.
Esta apreciación ideal que de ese estado nos da Abad y Queipo estaba sujeta, como señalábamos anteriormente a las influencias u origen que cada eclesiástico tuviera. Si bien consideración muy especial se tenía hacia los peninsulares, es indudable que el clero criollo pudo alcanzar buenas posiciones en la jerarquía eclesiástica, salvo la episcopal que sí obtuvo, pero no regularmente. Las diferencias surgidas entre el clero español y el criollo, se resolvieron en parte a través de la prudente institución de la alternativa que existió en las comunidades religiosas y que evitó el predominio de uno de esos grupos por el otro y sobre todo los desórdenes que por esa razón se provocaban. Por otra parte clérigos españoles hubo en curatos muy pobres y curas mexicanos al frente de pingües parroquias. La educación impartida en la mayoría de las instituciones culturales de la época, como señalan Mora y Zavala, inducía a la formación de eclesiásticos. Si bien estos autores en su crítica al sistema español exageran acerca de su pésima situación, los intentos reformistas realizados por personas ajenas a toda idea heterodoxa, comprueban que su estado no era del todo satisfactorio. De ahí que la preparación que en muchos casos recibían los seminaristas y religiosos no fuera del todo sólida. Eso no quiere decir que la falla haya sido general, pues pese a todos los embates del tiempo, de los colegios eclesiásticos salieron eminentes personajes que brillaron por su saber y erudición, y aun muchos de los que los combatieron les fueron deudores de buena parte de sus conocimientos. Los colegios seminarios representaron el centro formativo de la gran mayoría del clero mexicano y su decadencia y apogeo se reflejó en los educandos. Pese a todos los defectos que el clero pudo haber tenido en la Nueva España, era la “única clase que por su beneficencia en lo espiritual y civil tenía un ascendiente y aprecio en el corazón del pueblo”. Los ejemplos de esa beneficencia son numerosos y no hay por qué citar a todos y cada uno. La relación que entre ese clero y el Estado existía era bien diferente. Una parte de él dependía por entero del monarca a través de la institución del Patronato, la otra considerábase más alejada, mas ambas estaban sujetas a la intervención real para poder tratar con la Santa Sede, a pesar de que en ocasiones pudieron informar de los negocios religiosos directamente a Roma. El Patronato que por otra parte traía aparejada una relación económica de consideración, originaba por esa razón misma un estado de subordinación económica que influía en lo político, influencia que fue muy bien observada por el propio Abad y Queipo, quien nos dejó una reflexión muy pertinente sobre ella al escribir: Los intereses del clero son más o menos grandes en cada orden o clase de que se compone el cuerpo: y ellos admiten todavía más variación en los individuos de cada orden o clase. Todos están unidos al gobierno, pero no lo están del mismo modo. Un cura, un sacristán mayor, ambos recibieron de vuestra majestad, sus beneficios y ambos reciben de vuestra majestad, y de sus leyes las prerrogativas que disfrutan en sus oficios y beneficios. Pero siendo mayores las prerrogativas y facultades de aquél que la de éste, también es mayor su gratitud a su bienhechor y su interés en la observancia de las leyes que le conservan en el goce de mayores bienes. La diferencia gradual de los beneficios produce otra diferencia gradual en los sentimientos de los beneficiados. Hay pues diferente adhesión entre sacristán y sacristán y entre cura y cura. La de los canónigos es mayor que la de las dos clases primeras, porque también es mayor su consideración; y la de los obispos excede a todas las otras, porque exceden también en número y excelencia los beneficios que reciben de vuestra majestad. Ellos son sus consejeros natos, gozan honores militares como los mariscales de campo, se ven frecuentemente a la cabeza de los tribunales supremos de vuestra majestad, en gobiernos y comisiones de la mayor confianza, son tratados con un decoro sublime y afectuoso; sus personas y dignidades están recomendadas y defendidas por las leyes; y en fin, ellos deben a vuestra majestad, su promoción al obispado, y todas las prerrogativas de esta dignidad que no son de institución divina. Este cúmulo de beneficios los estrechan y los identifican de tal suerte con vuestra majestad, que todos sus intereses los miran como propios y jamás pueden separarse de este concepto.
Pero los demás clérigos sueltos, agrega,
…que no tienen beneficio y subsisten sólo de los cortos estipendios de su oficio, nada reciben del gobierno que los distinga de las otras clases, si no es el privilegio del fuero. En este estado se hallan los ocho décimos del clero secular de América; por lo menos así sucede en este obispado [Michoacán]. En el mismo se debe considerar todo el clero regular. Unos y otros son como auxiliares de los curas, los que más predican y confiesan, y los que tratan y manejan las últimas clases del pueblo con mayor frecuencia e inmediación. Y por tanto ellos tienen un gran influjo sobre el corazón de estas clases.
Más adelante, con toda honestidad, admite que se dieron en la Iglesia novohispana, casos del mal ejemplo sin ser éstos numerosos y subraya que aun entre el clero existe por el hecho de estar compuesto de hombres un interés “por su conservación, su honor y su bienestar” el cual se debía mantener, para evitar que al “primer movimiento de la borrasca que abatía las naves de los Estados se dejaran ir sobre las olas”. Estas reflexiones muestran con toda claridad las diferencias sociales y económicas existentes en el clero novohispano en vísperas de la Independencia. La carrera eclesiástica, una de las más frecuentadas y más consideradas en la época colonial, va a sufrir, a consecuencia de la guerra de Independencia y demás movimientos políticos y sociales posteriores, grave quebranto. La oposición que se estableció entre el clero alto y el bajo durante la contienda, la ausencia de los prelados y la posibilidad de que la juventud mexicana realizara otro tipo de estudios disminuyeron el número de los jóvenes que se preparaban para el sacerdocio. En 1824, tres años después de haberse consumado la Independencia, el ministro encargado del Despacho de Negocios Eclesiásticos, en su Informe, indica que: “el número de eclesiásticos disminuye de día en día desde que la revolución abrió a la juventud mexicana medios tan variados para ocupar sus talentos”. Esta declaración que mostraba un estado real, tiene una gran significación, pues señala cómo la crisis política que había afectado a la sociedad había sido bastante para provocar una toma de conciencia de muchos jóvenes que sin obrar esas circunstancias se hubieran decidido por ingresar al levitismo. Las nuevas escuelas que por entonces se comenzaron a abrir, la posibilidad de ocupar en lugar de los peninsulares puestos en la magistratura civil y judicial así como en la administración y en el ejército, las fuentes del comercio y la pequeña industria, el aniquilamiento de capitales que numerosas familias sufrieron, originaron una disminución sensible de candidatos a la vida religiosa. Por otra parte, habiendo las zonas del país que más eclesiásticos producían sufrido una intensa conmoción y habiendo sido las más afectadas, resultó difícil reclutar seminaristas a los pocos seminarios que quedaron. Amplias zonas del país no producían vocación alguna, debido a la escasa vida religiosa que en ellas había, al predominio de población indígena que no daba por entonces muchos religiosos en razón del concepto de la vida, del estado eclesiástico y del celibato que ella tiene. Cuando el país pasa la primera etapa, los pastores regresan y la sociedad se asienta, la vida religiosa continúa un tanto el ritmo de la antigua época, mas no el mismo. Los movimientos reformistas de 1833 y posteriormente los del 57 vuelven a provocar una grave crisis que afecta la vida religiosa, la formación eclesiástica y la reconstitución del clero, el cual para hacer frente a las necesidades espirituales del país, tiene que recurrir al expediente de importar clero masculino y femenino de otros países. Respecto a la nacionalidad de los obispos de la Iglesia mexicana, tenemos que de 1519 a 1821 hubo 171 prelados, de los cuales 130 fueron españoles, 32 mexicanos y 9 hispanoamericanos y filipinos. De ellos 70 pertenecieron a diversas órdenes religiosas y el resto fueron del clero secular. Respecto a los mexicanos su lugar de origen fue el que sigue: de México (cerca de 20) y el resto de Guadalajara, Mérida de Yucatán, Oaxaca, San Luis Potosí, Tepic y Arizpe, Zacatecas, León, Querétaro, Taxco y Tianguistengo. La mayor parte de ellos, veinte aproximadamente, eran de la ciudad de México y procedían de familias criollas distinguidas. Lo mismo que los nacidos en las restantes poblaciones. Las diócesis que les correspondió gobernar fueron principalmente Yucatán, regida por 13 mexicanos, la de Oaxaca por 12, la de Durango por 9, la de Chiapas por 5 y la de Linares por uno, que eran los obispados más distantes. La diócesis de México fue regida por un solo mexicano, el obispo Cuevas y Dávalos en 1664, la de Puebla por 3, la de Guadalajara por 3 y la de Michoacán por 1. Algún prelado mexicano llegó a ocupar sede española como fue el caso del señor Monroy, originario de Querétaro, quien gobernó espiritualmente a los complutenses de Galicia. Otros más salieron a pastorear almas en América del Sur y Filipinas, en reciprocidad de los que de allí llegaron. De 1825 a 1865 el número de parroquias no había aumentado considerablemente aunque sí el número de diócesis. Consumada la Independencia las nominaciones recaen en mexicanos, alguno de los cuales alcanza capelo antes de monseñor Garibi. Hasta 1870 hay más o menos 70 prelados, originarios de la mayor parte de los estados, excepto de Tamaulipas y Tabasco. La mayoría pertenece al clero secular. Los estados que mayor contingente aportaron fueron Jalisco, Michoacán y Puebla, Guanajuato, Oaxaca y Durango. De 1521 a 1821 rigieron la Iglesia 33 pontífices y de 1822 a 1870 cinco más. Por lo que se refiere a los representantes que la Santa Sede ha tenido en México, han sido 14 hasta nuestros días, a partir de 1851 en que vino como delegado apostólico monseñor Luis Clementi, arzobispo titular de Damasco y quien fue expulsado en 1861. A Clementi siguió Meglia, quien actuó en 1846 y 1865. Después no hubo otro, sino hasta 1896 Averardi y de ahí con muy diversa suerte hasta monseñor Raimondi. De los 14 habidos, a tres se les expulsó, a otro se le desterró y a uno más no se le permitió volver a entrar al país. En las épocas difíciles actuaron como delegado apostólico y encargado de Negocios dos mexicanos: don Leopoldo Ruiz y Flores y don Luis María Martínez. México en contrapartida envió ante la Santa Sede a 13 representantes suyos de 1823 a 1865, los cuales fueron desde simples curas como el de San Pablo, don Francisco Guerra, quien no llegó a actuar, hasta el importante canónigo y obispo Francisco Pablo Vázquez (1830-1831) y el obispo Labastida en 1859. Respecto de su posición ideológica figuraron desde José Mariano Michelena (1825) y Lorenzo de Zavala (1835, no actuó) hasta Ignacio Aguilar y Marocho designado por Maximiliano en 1864. Sobresalientes en su actuación fueron Manuel Díez de Bonilla, quien logró el reconocimiento de la Independencia en 1836 y Ezequiel Montes, a quien correspondió mantener relaciones muy difíciles en 1857-1858.
El clero de la Guerra de Independencia Los obispos de la Independencia Al iniciarse la guerra de Independencia en 1810, ocupaban las mitras mexicanas de México, Puebla, Guadalajara, Oaxaca, Michoacán, Durango, Chiapas, Linares, Sonora y Mérida, los obispos Francisco Javier Lizana y Beaumont, Ignacio González del Campillo, Juan Cruz Ruiz de Cabañas, Antonio Bergoza y Jordán, Manuel Abad y Queipo, Francisco Javier de Olivares, Ambrosio de Llano, Primo Feliciano Marín de Porras y Pedro Agustín Estévez y Ugarte. De todos los que tuvieron una actuación distinguida ante ese movimiento, el único mexicano fue el obispo de Puebla Ignacio González del Campillo, originario de Veta Grande, Zacatecas. El resto eran españoles que habían ocupado importantes puestos dentro de la organización eclesiástica y quienes remataban su carrera al frente de ambicionadas diócesis. La metrópoli mexicana regíala Francisco Javier Lizana y Beaumont desde el año de 1802 habiéndose destacado por su fervor religioso y sus esfuerzos por mejorar la situación general del clero, para el cual estableció diversas cátedras. Interesóse vivamente por el estado de la población mexicana a la que trató de ayudar, fundó para campesinos el pueblo de la Concepción de Arnedo en San Luis de la Paz y fue atraído por las inquietudes de los criollos, a los que favoreció, pero a los que no quiso seguir del todo en su movimiento de 1808-1809, no obstante haber apoyado su convocatoria de Congreso Nacional. A la caída de Iturrigaray, ocupó el cargo de Virrey (19 de julio de 1809 al 8 de mayo 1810) y actuó con suma prudencia sin extremar su rigor como gobernante contra los mexicanos, por lo cual fue mal visto por los peninsulares. La muerte le sorprendió en marzo de 1811 cuando el país ardía en guerra. Para sustituirlo, se designó al el ex inquisidor general y por entonces obispo de Oaxaca, don Antonio Bergoza y Jordán, quien desde el principio de la Independencia se mostró declarado enemigo de ella, habiéndola combatido con anatemas y dudando de la eficacia de los mismos, mediante un batallón de 750 personas, eclesiásticas y seculares que ejerció la vigilancia de Oaxaca. En México se caracterizó por su intervención en contra de los insurgentes y a él correspondió degradar a Morelos en noviembre de 1815, condenando espiritualmente por delitos políticos a una de sus ovejas que no deseaba, sino dentro de la más pura ortodoxia, que México fuera regido por mexicanos. Al revocar Fernando VII todos los nombramientos hechos durante su ausencia, el nombramiento de Bergoza como arzobispo de México quedó sin efecto y, después de haber consagrado como arzobispo a don Pedro José de Fonte, familiar de Lizana y hombre de influencias, regresó a Oaxaca. Como recompensa a sus servicios, se le dio en 1817 el obispado de Tarragona, a donde partió. Don Pedro José de Fonte y Hernández Miravete fue el último arzobispo español de México. Hombre instruido, al lado de Lizana pudo adquirir experiencia del país y de los mexicanos desde 1802 en que llegó, sin haber simpatizado grandemente con ellos. Consagrado en junio de 1816 no se mostró partidario de la Independencia, sino que la combatió en el púlpito, la pastoral, la cátedra, aun cuando tampoco se ensañó con ellos, sino que favoreció a muchos. A él tocó contemplar el debilitamiento del movimiento insurgente, la fugaz aparición de Mina, las intrigas y arreglos de la Profesa y la proclama del Plan de Iguala avalado por las clases conservadoras y el clero, quienes vieron con desconfianza al igual que muchos peninsulares la vuelta a la Constitución, propiciando los designios de Iturbide. Fonte, cabeza visible de la Iglesia mexicana, tuvo al reconocer el movimiento trigarante que justificar su actitud mediante una carta en la que mezcló los principios de la inmutabilidad de Jesucristo y la perdurabilidad de su doctrina, con la temporalidad y mutación de los gobiernos terrenales. Su carta, publicada por el padre García Gutiérrez, dice:
En todo tiempo he recomendado, mis respetables y estimados súbditos, el deber sagrado que tenemos de obedecer a la potestad pública: hoy debo añadir que, aunque ésta por su naturaleza se halla sujeta a los acontecimientos políticos, que la varían en su forma, nuestro ministerio conserva siempre su objeto y bases inmutables [...] La religión de que somos ministros prescribe obediencia a la actual potestad pública; la prescribió a la que ha precedido y, en su caso, la prescribirá a las venideras, porque ni en los siglos futuros, presentes ni pasados, puede haber facultad para alterar esta doctrina y predicar a otro Jesucristo.
A la entrada de Iturbide proporcionó a éste diez mil pesos para vestuario de los trigarantes, con lo cual sienta el principio de tomar para el partido simpatizante los fondos eclesiásticos, hecho que a la larga sería un arma de dos filos. Recibió a Iturbide en la catedral y pontificó en la Colegiata de Guadalupe. Fiel a la corona española, al saber que ésta rechazaba los tratados de Córdoba, salió bajo el pretexto de una visita pastoral y se embarcó en Tampico en febrero de 1823, sin renunciar a su obispado, antes bien, con el deseo de conservarlo. La Santa Sede, por gestiones del gobierno de México, le obligó a hacerlo en 1837. Murió en España como patriarca electo de las Indias en 1839. El rico y extenso obispado de Puebla estaba a cargo del doctor Manuel González del Campillo, hombre distinguido por su ilustración y quien realmente había ganado por su esfuerzo los puestos importantes que ocupó hasta llegar al obispado. Docto y dotado de una afición y capacidad enorme para el litigio, supo defender sus méritos y esfuerzos y lograr que se le hiciera justicia, cosa que otros criollos de espíritu menos combativo no lograban. Destacóse en la cátedra y en el desempeño de numerosos puestos, lo cual lo llevó a obtener el cargo de gobernador del obispado de Puebla durante tres obispos y finalmente a ser electo en propiedad en 1803. Consagrado en Tehuacán por Bergoza en 1804, rigió su diócesis con acierto durante nueve años y medio. En ese lapso dio muestras de modernidad y de espíritu abierto a las innovaciones, favoreciendo la inoculación de la vacuna y combatiendo ciertas prácticas supersticiosas que se realizaban en Huaquechula. Espíritu regalista, defendió la causa española y trató por medio de la persuasión de evitar daños a la patria y de convencer a Morelos y a Rayón de las desventajas de la Independencia. Sobre esto publicó numerosos escritos y es importante su posición que no fue sólo la de anatemizar, excomulgar y aun negar los auxilios espirituales a sus adversarios, sino la de polemizar con ellos, exponiéndoles innúmeras razones surgidas de sus creencias y de sus amplios conocimientos de jurisprudencia y disciplina eclesiástica. En este aspecto, González del Campillo precede al obispo Munguía –toute proportion gardée– en una época tan difícil y atormentada como fue la de la Reforma. Muerto en febrero de 1813, fue sucedido en el año de 1815 por don Antonio Joaquín Pérez Martínez, natural de Puebla, en donde había estudiado y distinguídose por su aplicación y gran espíritu. Diputado a Cortes (1810-1814) se destacó en ellas por “su hablar fácil y adornado y su genio conciliador”. Fue ahí el primer americano que las presidió y uno de los quince autores de la Constitución liberal de aquellos años. No muy seguro de sus ideas y de su obra, reaccionó hacia el absolutismo, como se reveló al signar la representación llamada de Los persas. En Madrid en 1815 se le eligió y consagró como obispo de Puebla. En su diócesis fue muy querido y respetado a su vuelta y en el año de 1821 colaboró intensamente con Iturbide y ocupó la presidencia de la Suprema Junta Provisional Gubernativa. Después de la exaltación de Iturbide al trono y haber intervenido intensamente en la política, se retiró de ella, consagrándose a su ministerio, el mecenazgo de artistas e instituciones artísticas y al fomento de la instrucción pública. Falleció en abril 26 de 1829. Con él se cierra el ciclo de los últimos grandes obispos ilustrados habidos en México. Por la Nueva Galicia vigilaba el rebaño eclesiástico desde 1795 don Juan Cruz Ruiz de Cabañas, tal vez el más constructor y activo de todos los obispos de la época o por lo menos el mejor estudiado en ese aspecto. A él se deben numerosas obras de beneficencia esparcidas en todo su obispado, la erección de presas, aguajes y cisternas, así como de amplios y bellos edificios como el del colegio clerical y el hospicio. Su caridad no tuvo límites y su munificencia se reveló en los 28 años que rigió su diócesis. Como todos los obispos de esta época, no estuvo de acuerdo con la guerra de Independencia, debido a su lealtad a la Corona, mas no extremó su oposición ni la combatió ferozmente como otros, sino que actuó con atinada mesura, al grado tal que los republicanos tuvieron que reconocer con posterioridad la prudencia de su conducta. Favoreció el ascenso de Iturbide y su entronizamiento y también aprovechó los bienes de la Iglesia en favor del emperador. Su muerte, en la Estancia de los Delgadillos Nochistlán, en noviembre de 1824, no le permitió ya darse cuenta de la evolución política que se desarrollaría en el país. Don Manuel Abad y Queipo es sin género de duda la figura de la que más se habla al ocuparse de la Independencia, aun cuando no se le conoce del todo. Su figura aún espera una biografía digna de él, pues fuera de la de Lillian Estelle Fisher, Champion of Reform. Manuel Abad y Queipo, los demás son intentos de aproximación muy loables, pero no definitivos. Hijo natural de don Josef Abad y Queipo y Josefa García de la Torre, nació en Villarpedre, Asturias, en 1751. Realizó brillantes estudios y desde 1778 llegó a tierras americanas, Guatemala, primero, donde se ordenó en 1780, y a partir de 1783 a la Nueva España, al lado esta vez de fray Antonio de San Miguel, con quien colabora durante 20 años. En México y más en concreto en Michoacán trabaja y estudia. Dase cuenta de la situación que guarda el pueblo mexicano y a la vez escribe penetrantes estudios sobre la situación social, política y económica del mismo; trata de resolver los problemas fundamentales bajo el espíritu apostólico que le había impregnado su prelado y el deseo general de transformación que se operaba en el imperio español impulsado por la Ilustración. Ocupó en 1810 la mitra de Valladolid, nombrado por la Regencia como obispo electo, la cual dejó el mes de junio de 1815. Fernando VII lo nombró por su gran conocimiento de los asuntos americanos ministro de Gracia y Justicia en 1816. En 1819 se le confirmó su título de obispo, en disputa, y ocupó de ahí en adelante altos puestos en una época turbulenta, lo cual le valió muchos sinsabores y aun prisión. Murió anciano, enfermo y en gran pobreza en septiembre de 1825. En varias ocasiones tomó la pluma para ocuparse del estado general de la Nueva España. En 1799 escribió su primera obra titulada Representación sobre la inmunidad personal del clero, escrito a petición del obispo y Cabildo Catedral. En 1805 remitió a España la Representación a nombre de los labradores y comerciantes de Valladolid de Michoacán; en 1807 promovió en su tercer estudio La suspensión de la Real cédula sobre consolidación de vales en la América; y en 1810 en su Representación a la Regencia (30 de mayo) hizo ver al gobierno la crítica situación de la Nueva España, la amenaza de una revuelta y las providencias que había que tomar para evitarla. En 1815 antes de su salida a España escribió una nueva representación al rey, considerada como su testamento político, en la cual, ya conturbado su espíritu por la crueldad de la guerra, hace profundas y valiosas reflexiones sobre el país que consideraba como suyo y sobre la política a seguir. Abad y Queipo fue en la realidad un reformista, mas un reformista que anhelaba la transformación del país hecha desde arriba, gracias a medidas prudentes y eficaces, no a la larga, sino de inmediato, como lo advirtió en sus representaciones. Quiso un cambio radical en la política española respecto a sus colonias, mas realizado por la propia metrópoli, a través de sus organismos competentes, los cuales habían de atender las justísimas reclamaciones de los americanos, quienes tenían tanto derecho o más que los españoles a preocuparse de su futuro. Fomentó entre sus diocesanos, el deseo de renovación y se rodeó de brillantes auxiliares como monseñor Calama y otros eclesiásticos que apoyaban sus ideas, cristalizadas en obras de beneficio colectivo. La salubridad de la región, la educación, las comunicaciones, la industria, la agricultura y el comercio en corta escala, todo estuvo atendido e influido por el grupo que Abad y Queipo encabezara y que secundaran el intendente Riaño y otros altos funcionarios novohispanos. El alto clero, formado principalmente de españoles, estaba ligado por su origen y naturaleza a las clases que detentaban el poder. Su posición política y económica era igual a la del grupo dominante y su ideología, que en ocasiones reflejaba la evolución intelectual y el espíritu de renovación característico de la Ilustración, estaba condicionada a su propia circunstancia, como parte de la clase rectora. La formación del alto clero, su nominación, al sistema político que regía las relaciones entre Iglesia y Estado le llevaba no sólo a estar sujeto al monarca, como señalaba Abad y Queipo, sino a ser su más adicto representante y defensor de sus derechos. Los obispos promovidos a diócesis de pródigos recursos, algunos como resultado de sus méritos y otros de su adhesión al rey, consideraban su nueva situación como premio a aquellas calidades. Desligados del pueblo, no admitían, algunos de ellos, los clamores de éste en pos de una mejor situación. Cuando la Independencia estalló, consideraron ese movimiento como un atentado a los derechos del trono y sintieron que el altar, unido íntimamente a aquél, también se balanceaba. Cegados por esa relación no comprendieron la justicia de la Independencia ni se hicieron eco de los anhelos populares, sino que los condenaron con los recursos más potentes con que contaban: la censura eclesiástica y la excomunión. El bajo clero en la lucha La influencia de la clase sacerdotal, la única que, como afirma Abad y Queipo, tenía resonancia en el corazón del pueblo, en la guerra de Independencia es evidente. El carácter popular de la misma y el hecho de que haya sido iniciada por clérigos revela la conexión estrecha que entre el pueblo y sus curas de almas existía, la participación que éstos tenían en la vida total de buena parte de los mexicanos y la lealtad y confianza que el pueblo había depositado en sus eclesiásticos, quienes eran no sólo consejeros espirituales, sino maestros, amigos y compañeros en su angustia diaria. La guerra de Independencia muestra una participación estrecha entre el pueblo y sus curas, mexicanos casi todos, y una oposición de los prelados, españoles en su mayoría, a los anhelos de autonomía de México. Importa mucho en este aspecto constatar el hecho de que cuando el estado eclesiástico se halla ligado al pueblo estrechamente en sus luchas sociales resultan aliados; mas cuando entre ellos se establece un divorcio, el movimiento social lo arrolla y destruye. La independencia representa el primer caso y como es el primer gran movimiento en el que al lado de una disputa política se ventila otra de tipo social, la unión del pueblo con sus curas resultó fructífera. En ella, buena parte de sus caudillos fueron eclesiásticos. Don José Bravo Ugarte señala que de 161 que tomaron parte en ese movimiento, 128 lo hicieron dentro de las filas insurgentes y 32 en las realistas. De los 128, 125 lo fueron durante la primera lucha de Hidalgo, Morelos y Mina y sólo 4 en las filas trigarantes. De ellos 92 eran del clero secular y 37 del regular. De los 32 realistas, 22 eran clérigos y 10 regulares. Los regulares procedían de diversas órdenes religiosas, principalmente franciscanos y juaninos. Las diócesis que mayor número aportaron fueron las de Michoacán y Puebla. Según Bravo Ugarte, el porcentaje de eclesiásticos insurgentes ante un clero de más de siete mil personas es de un 2%. Yo pienso que es mayor, puesto que hay que descontar el número de monjas que en este caso no debe contar. Entre los eclesiásticos y religiosos, los hubo de diversa conducta. Unos extremadamente virtuosos, como el Padre Salto, de Teremendo, y don José María Mercado; otros, como los legos Herrera y Villerías, quedaron registrados como impúdicos, crueles y sanguinarios. En cuanto a su ilustración, las de unos era sobrada y reconocida como la de Hidalgo, Cos y Severo Maldonado, en tanto que otros no sabían más que sus latines y su teología moral no muy profundamente. Este grupo del clero que promovió o apoyó la Independencia arrastró tras sí al pueblo de cuyas necesidades y reclamos se hizo vocero. Rompió la obediencia que debía a sus superiores haciendo caso omiso de las sanciones religiosas y desvinculó, con la natural suspicacia del hombre que vive su realidad, la actitud política y social que todo pueblo tiene derecho de adoptar, de su credo religioso, y separó con nitidez la misión espiritual de los eclesiásticos de sus nexos e intereses políticos; sobre todo cuando éstos tendían a mantener en México una situación de completa desigualdad política, social y económica a todas luces injusta.
El problema de la independencia política El problema de la independencia política representó la crisis mayor a que se enfrentó la Iglesia en el pasado siglo. La guerra de Independencia fue el principio del mismo y ya hemos visto cuál fue la posición tomada por la Iglesia, posición no uniforme, pues en tanto el clero criollo con contadas excepciones estuvo del lado de los insurgentes, el peninsular por razones de lealtad política, no por principios religiosos, la combatieron. En el momento de la consumación prevalecieron en ese mismo clero peninsular, que ocupaba los mejores cargos, ya no razones de lealtad política, pues entonces se estuvo contra ella, sino razones inspiradas en un cambio de ideas, de tendencias políticas. Es en este momento cuando encontramos la primera gran contradicción e incomprensión de los reales problemas del pueblo, por parte de la Iglesia, motivada por razones políticas. La guerra del cuarenta y siete en contra de los Estados Unidos representa el segundo episodio de este conflicto. En él, la actitud de la Iglesia fue desigual. En tanto que algunos prelados y eclesiásticos recibían al enemigo con Te Deum y bajo palio, otros condenaban con toda energía la invasión y varios más la combatían con las armas. En esta lucha, tras la cual no había ningún problema religioso, resulta, pese a los desfallecimientos de algunos pocos, saludable, patriótica y positiva la actitud de la mayoría del clero. Las palabras de condenación que el vicario capitular de México don Manuel Irisarri y Peralta diera contra la guerra son reveladoras de esa actitud. Consideró la invasión como “la más injusta y menos racional, la más cruel a que nunca ha dado ocasión ni el menor motivo”, y agregaba: “Ya no hay un momento seguro y nuestra esclavitud o nuestro triunfo, son los dos extremos [...] Hoy en consecuencia es decisivo que el espíritu público se levante, se reanime, se consolide y uniforme, no debiendo pensarse en ningún otro objeto que el de sostenerse, salvarse y vencer”. Notable es también la actitud del obispo don Antonio Mantecón e Ibáñez, que entregó buena parte de los bienes de su diócesis oaxaqueña para hacer frente a los gastos de la guerra. La intervención francesa a partir del año 62 es la culminación de ese proceso y en ella también hubo una actitud desigual. Curas como Miranda y otros más, rabiosamente reaccionarios y apegados al poder extraño ennegrecieron las horas de la patria, y altos prelados como Labastida contemporizaron y sirvieron al Imperio del que se alejaron al darse cuenta de que las ideas que lo movían eran del todo opuestas a las que ellos sustentaban. Algunas veces en medio de la gran confusión que significó la intervención y el Imperio se levantaron contra ella y él, como lo hizo el por entonces canónigo don Lázaro de la Garza, más tarde arzobispo de México, quien afirmaba que no reconocería sino al gobierno legítimamente emanado del pueblo. Fue el Imperio, para los eclesiásticos partidarios de él, un verdadero desengaño, desengaño más doloroso aun que cualquier otro, por cuanto representó la última esperanza de recobrar una posición que habían perdido y una fuerza económica que se les había escapado de las manos, por creer que los tesoros que el pueblo había ofrendado a su Dios, y que ellos sólo tenían en guarda y depósito, era propiedad de ellos y no de todos los mexicanos que hubieran sido grandemente beneficiados con ellos, si un sentimiento de auténtica caridad cristiana hubiera anidado en su corazón. La Iglesia mexicana, mejor dicho, muchos de sus miembros no supieron en circunstancias semejantes comprender la alta y enorme significación que ella misma encierra al ser “una institución supranacional, que coloca las necesidades espirituales de los hombres sobre los intereses particulares de cada pueblo, pero a ninguno de sus hijos exige que traicione a su patria o reniegue de su raza”. Los obispos de la Reforma Al abandonar Fonte su diócesis y dejar sin pastor y sin guía a su rebaño espiritual, abandono en el que pesó más la conveniencia política y el apego a los bienes materiales que el deber apostólico de vigilar su grey en momentos de peligro, la mitra de México quedó vacante y a cargo del Cabildo durante diecisiete años. El egoísmo de don Pedro José Fonte, su postura política y su falta absoluta de comprensión hacia su misión evangélica quedaron revelados con su deseo de conservar ese puesto, que al fin le obligó a renunciar la Santa Sede, la cual nombró, una vez destruidos los obstáculos que se oponían a la provisión de prelados, mediante el consistorio celebrado en diciembre de 1839, al señor doctor don Manuel Posada y Garduño como arzobispo de México. Posada y Garduño fue el segundo mexicano que en la larga serie de prelados ocupó ese puesto; el primero había sido don Alonso de Cuevas y Dávalos decimosexto arzobispo. Nacido en San Felipe del Obraje en septiembre de 1780, ingresó desde niño al seminario y en él se distinguió por su dedicación, inteligencia y prudencia, igual que en los demás puestos que ocupó en Puebla y en México. Propuesto por el gobierno en una terna, la Santa Sede lo escogió por sus méritos y se le consagró en mayo de 1840, apadrinado por don Anastasio Bustamante. Dedicóse de inmediato a atender las necesidades de su diócesis, a impulsar los estudios de su seminario decaídos por la ausencia de pastor y a evitar todo roce molesto con los diferentes gobiernos que se sucedían en el país. Su labor de seis años, pues murió en marzo de 1846, fue la de un mediador prudente. Sucedióle en el trono archiepiscopal don Lázaro de la Garza y Ballesteros, neoleonés nacido en 1785, trabajador incansable en la cátedra y en su ministerio. Hombre de carácter, fiel a su misión no le arredró cuidar de la mitra de Sonora que se le ofreció y en que brilló por sus esfuerzos de reorganizar la vida católica y la de sus eclesiásticos. Recorrió a caballo su inmensa diócesis desde Sinaloa hasta Ures e hizo renacer en ella la fe. A la muerte de Posada, el gobierno de don José Joaquín Herrera lo presentó a la Santa Sede, quien lo designó arzobispo de México el 30 de septiembre de 1850. En la metrópoli continuó su tarea de apóstol; reformó el clero y lo aumentó, fomentó los estudios eclesiásticos y las obras materiales, ejercitóse en la caridad y vivió sin ostentación y rigor. Dotado de un carácter inflexible y recio, y dueño de una personalidad ajena al halago y a las componendas, creyó que era su deber defender a la Iglesia y los bienes que a él se habían confiado, de los ataques que los reformistas le dirigían. Intransigente, combatió las condenadas, por entonces, ideas liberales, como hoy se hace con otras, sin percatarse de que en el fondo de esa lucha se ventilaba el progreso y el bienestar de la nación, del pueblo, y que muchos de los que las combatían se parapetaban en la defensa de los supuestos religiosos para defender sus intereses económicos y su posición aristocrática insultante. Ante las leyes que afectaban a los bienes eclesiásticos no transigió ni un ápice; se enfrentó a ellas y al gobierno, por lo cual, en unión de otros prelados fue expulsado del país a principios de 1860. Después de vivir algún tiempo en La Habana, falleció en Barcelona en 1862. Don Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos cierra la serie de arzobispos de México que nos interesa. Conocida es su intervención en la política conservadora y su actividad frente a los problemas internacionales. Cabeza dirigente de la Iglesia mexicana en horas de peligro, no tuvo ni la capacidad dialéctica para defenderla, que su amigo y compañero Munguía poseyó en alto grado, ni el tino que se requería en esos momentos. Colocado en un periodo difícil, sorteó con dificultad los embates de los cuales apenas pudo sobrevivir. Los problemas relativos a la supresión de los fueros eclesiásticos, la disminución y la supresión de las congregaciones religiosas, la organización de la instrucción pública, la desamortización y la nacionalización de sus bienes, fueron motivo de discusión violenta a partir de 1833, año en el que bajo la administración Mora-Gómez Farías se dictaron las primeras medidas reformistas, no inventadas por ellos ni puestas en marcha por vez primera, sino que eran medidas utilizadas y aprobadas aún por los catolicísimos reyes españoles. La mayor parte de ellas, todas de carácter material y ninguna espiritual ni dogmática, tendía a disminuir el poder económico y político de la Iglesia. La trayectoria de su desarrollo es bien conocida y no vamos a incidir en una repetición. Fuera de la mención que de algunos episodios de la Reforma y de sus principales personajes hagamos, prefiero tratar otros puntos que considero mucho más importantes: la evolución del sentimiento religioso en México y la aparición de nuevas doctrinas.
La evolución religiosa[2] La evolución religiosa de México se presenta en una forma varia, a través de episodios sucesivos unidos todos por la corriente racionalista que entra en ocasiones en conflicto con la ortodoxia católica y principalmente con la organización eclesiástica. Esta evolución provoca en ciertos momentos, crisis que conmueven la homogeneidad del pueblo y la fe del mismo, uniforme y firme durante la Colonia. El pensamiento mexicano va a perder poco a poco la invariable unidad de creencia religiosa. El racionalismo disuelve “las firmes estructuras espirituales legadas en materia religiosa por España y genera estados de conciencia y concepciones de doctrina que se alzan contra la iglesia y la combaten”. La Nueva España católica ingresa con lentitud primero y vertiginosamente después, en el mundo de las heterodoxias modernas. Este proceso que se inicia en la segunda mitad del siglo XVIII no surge de súbito. Hacia arriba, dicha corriente se vincula con la evolución filosófica de nuestra inteligencia, de la que es en cierto modo resultante; hacia abajo con una amplia evolución institucional regida por las ideas de secularización y laicización, de la que es en cierto modo factor. Evolución filosófica, evolución religiosa, evolución institucional, representan las tres grandes instancias de esa secuencia histórica. Lo primero ha sido bien probado y demostrado a través de los estudios de Bernabé Navarro, Pablo González Casanova y Lina Pérez Marchand. El proceso de secularización y laicización es claro para quien se ha ocupado de la evolución institucional eclesiástica en nuestro país: las luchas entre clero secular y regular, la centralización eclesiástica movida por el regalismo que ataba cada día más a la Iglesia a sus fines, corresponden a lo primero. La creación de instituciones laicas como el Colegio de las Vizcaínas y los grandes seminarios de minas y ciencias naturales en el siglo XVIII muestran lo segundo. La corriente racionalista que ha producido este cambio presenta diversas etapas: racionalismo en primer término durante la última mitad del siglo XVIII; catolicismo masón desde fines del siglo XVIII hasta poco antes de 1833, y liberalismo de ahí en adelante hasta desembocar en el positivismo. En la primera, la influencia del racionalismo se muestra en el deseo de renovación filosófica e institucional y es por entero teísta. En la segunda, ante la influencia de la masonería, tiende a ser deísta, y bajo la tercera aparece por vez primera el agnosticismo y el ateísmo en nuestro ambiente. Como sucede en todos los procesos universales del que éste es sólo parte, la nota dominante no excluye las que han precedido. En la primera etapa toman parte activa numerosos eclesiásticos y son los que más se distinguieron en ella. Díez de Gamarra, Clavijero, Alegre y Abad impulsan decididamente la renovación de los estudios y explican racionalmente numerosos fenómenos y aun acontecimientos históricos, y más aún posturas sociales y políticas. El deslinde que el padre Hidalgo hace del campo de las creencias religiosas y del de las políticas representa la crisis de ese periodo y el momento en que la autoridad de la iglesia, no de la fe, cae en crisis. En la segunda etapa, que es aquella en la cual aparece la masonería como catalizadora, se enraizan también en los finales del siglo XVIII y no va a terminar sino hasta los años 1830-1835. En esa etapa encontramos claros indicios de deísmo, mas su carácter fundamental lo representa la actividad política que realizan todos sus agremiados y los influidos por ella, actividad que tiende principalmente a lograr un cambio institucional no sólo en lo civil sino también en lo eclesiástico. En ella aparecen también numerosos eclesiásticos entre otros Mier, Ramos Arizpe, Mora, etcétera, los cuales se valen de la fuerza de la masonería, de sus métodos para obtener el triunfo de sus ideas políticas. La Independencia total hasta su consumación y también hasta el movimiento de expulsión de los españoles, con el que se intenta lograr la homogeneidad de la sociedad, se obtiene a través de la masonería. Cuando la Independencia se consigue y la masonería extrema sus excesos y se torna en una lucha de intereses extranacionales, es cuando va a terminar esa etapa, a cerrarse para dar lugar a otra nueva. Los últimos años de esta etapa van a encaminarse a una lucha contra la autoridad eclesiástica que apoya el viejo orden de cosas y que representa un obstáculo que hay que salvar. La lucha de los grupos masónicos entre sí, la corrupción a que da lugar, la pérdida de sentido que ese movimiento tenía, obligó a muchos de sus principales elementos a alejarse de la masonería y aun a combatirla, como fue el caso de Mora, de Mier y de Ramos Arizpe. Fuera ya de las logias, prosiguieron la lucha contra la Iglesia, no como sustentadora de la fe ni como institución de carácter divino, sino como organismo temporal, como fuerza material y política. La tercera etapa es la que podemos denominar liberal, no porque este término aparezca por primera vez, pues ya había sido utilizado, mas ocupaba un lugar secundario accesorio de otros términos que históricamente lo dominaban. En esta etapa accede al término masonería y al racionalismo. En la cuestión religiosa que se desarrolla a partir del año 30, el término liberalismo pasa al primer plano. El racionalismo anterior a ese año era desde luego una forma de liberalismo religioso, de la misma manera que, a la inversa, el liberalismo posterior a ese año fue una forma de racionalismo religioso. Aun en el léxico militante de la época se produce entonces el pasaje de la hegemonía del racionalismo a la hegemonía del liberalismo. Antes de 1830 hubo clubes y logias racionalistas, caballeros racionales, conferencias racionalistas. Después de 1830, las declaraciones de principios, las asociaciones se denominarán liberales. Esta sustitución de términos no es puramente verbal. Responde a una honda renovación del planteamiento de la lucha contra la Iglesia y se halla directamente condicionada por un cambio fundamental operado en la conciencia filosófica nacional. En la tercera etapa también hay eclesiásticos, Mora es el prototipo. Junto a él, algunos más laboran en ese sentido. En este periodo es cuando aparecen algunos agnósticos y algunos ateos. Pocos son en efecto, y aun entre los hombres más exaltados de la Reforma sólo encontramos a Ignacio Ramírez como caso declarado. La meta de la mayor parte de ellos no fue destruir la fe sino, por el contrario, perfeccionarla, aclararla. Las ligas que varios de ellos mantuvieron con el protestantismo tuvieron como razón el despejar la conciencia de los mexicanos de muchos obstáculos que les impedían ir directamente a Dios, librarlos del ramaje que la ignorancia, la mezcla de conceptos religiosos y el fanatismo atajábales la verdadera luz. El deseo de que conocieran directamente las fuentes del cristianismo y el concepto burgués protestante de que los elegidos serían benditos aun en bienes materiales los impulsó a abogar no sólo por el ingreso de las Santas Escrituras, sino de ciertas formas protestantes, que consideraron que se adaptarían mejor a la mentalidad y forma de ser del mexicano. Por otra parte, en todos ellos fue unánime el deseo de privar a la Iglesia de su fuerza material, política y económica. Después de una guerra que destruyó los recursos del país y antes de que pudiera ésta rehacerse, sólo la Iglesia conservaba celosamente grandes bienes obtenidos a través de tres siglos, muchos de los cuales no eran explotados debidamente. El hacer que esos bienes entraran en circulación en beneficio de la comunidad entera y también el evitar que debido a esa fuerza los eclesiásticos, como los militares, quisieran mantener un estatuto especial, una serie de privilegios incompatibles con el tipo de sociedad moderna que querían establecer, representaron dos puntos fundamentales de la lucha que va a establecerse contra la Iglesia. La Iglesia representó al adversario principal de los liberales, pero mejor que decir la Iglesia, el clericalismo. Para los liberales, el clericalismo no se identificaba con el catolicismo, pues ellos también eran católicos. Combatían al clericalismo como institución social, como una deformación eclesiástica, como un vicio del catolicismo. De esa lucha el clericalismo va a transformarse en partido político, el partido clerical que es un sector nacional del gran partido clerical internacional. De esa lucha, los liberales no van a enjuiciar la creencia católica-dogmática, sino la acción social de la Iglesia encarnada en su clero y secundada por los laicos adictos a ésta. De ahí que en el laicato católico distinga el liberalismo la existencia de elementos no contaminados por el clericalismo, de “católicos liberales”, considerados como aliados. Durante este periodo las realizaciones están representadas por varias asociaciones creadas y formulaciones programáticas diversas, como la del Partido del Progreso y algunas reformas legales en la línea histórica de las secularizaciones que se cierran en el año de 1857. Posterior a esta etapa aparecerá la del positivismo filosófico y el naturalismo científico que va a agrupar en su seno elementos agnósticos y ateos de las nuevas corrientes positivistas y materialistas, a los dispersos deístas del viejo racionalismo metafísico en crisis, los protestantes, así como a los católicos liberales. El positivismo imprime al país su tonalidad filosófica de realismo y relativismo después de la caída del segundo Imperio, mas el término liberal con su sentido anticlerical y a menudo anticatólico se mantiene en el país.
El ingreso de las nuevas doctrinas Algunos han asegurado que la masonería se sirvió de hombres de buena fe para lograr sus propósitos y para ello mencionan los nombres de Ramos Arizpe y de otros de sus contemporáneos, mas es muy posible que lo contrario sea verdad, que ellos se hayan servido de la masonería para defender primero la independencia de su patria y en segundo lugar la forma de gobierno que consideraban que podía servirles mejor. El hecho de que Ramos Arizpe y los forjadores de la Constituciónde 1824 hayan mantenido el concepto español de la esencialidad del matrimonio de la Iglesia y del Estado, tal como figura en el artículo 4o, es prueba de su catolicidad. Al finalizar el año de 1822 empieza en México a hacerse patente el esfuerzo de una minoría selecta que plantea y defiende la tolerancia religiosa. Entre ellos hay algunos que han estado en contacto con otros pueblos, con hombres de otros credos, vivido en otros países sin ser molestados un ápice por su religión, ajena a la de aquéllos. Eran católicos, mas consideraban a la Iglesia como una organización defectuosa. Trataban de hacer de México, afirma Leopoldo Zea, “una nación moderna”, esto es, “una nación semejante a las que habían surgido en el mundo moderno. Una nación como la Inglaterra de los Parlamentos y la revolución industrial; un país como la Francia de la Revolución, que reclamaba para todos los hombres la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad ; o una nación como la vecina República de los Estados Unidos, que había hecho posible en el Nuevo Mundo la primera república liberal. Una nación en fin, en la que se combinase la libertad de los individuos con la felicidad material de toda la sociedad que la compusiese. Nuestros liberales aspiraban a establecer en México las instituciones que habían hecho posible el crecimiento de esas nacionalidades modernas. Esos ideales son los que mueven a los grandes emancipadores mentales de Hispanoamérica como Sarmiento, Lastarria, Mora, Luz y Caballero. Ellos sueñan con establecer en estos países hábitos de trabajo que han permitido a los sajones su gran predominio económico en el mundo occidental triunfando sobre otros pueblos. El adquirir sus técnicas y establecer industrias derivadas de las mismas son el sueño y el anhelo de los hispanoamericanos. Esta preocupación se hace patente en las grandes pugnas entre los grupos que quieren que se mantenga el viejo orden ibérico. Lucha entre liberales y conservadores, federalistas y centralistas. Los primeros aspirando a realizar en Iberoamérica las libertades y los derechos que se hacían patentes en la democracia norteamericana y el parlamentarismo inglés y el espíritu revolucionario francés; los segundos tratando de mantener el viejo orden apoyado en el clero y la aristocracia de los grupos militares... Republicanismo o catolicismo, dice el chileno Bilbao; democracia y absolutismo dice Sarmiento; progreso o retroceso, grita a su vez el doctor Mora... Por ello en 1822 un hombre venido de la América Ibérica, don Vicente Rocafuerte va a escribir: “Siendo el principio de tolerancia una consecuencia forzosa de nuestro sistema de libertad política, consecuencia que no es dado a nadie impedir ni contrariar, pues nace de la misma naturaleza de las instituciones, ¿no dicta la prudencia prepararnos poco a poco a esta inevitable mudanza?” Y para justificar la aparición de su Ensayo acerca de la tolerancia escribía: “¿Qué propongo en mi Ensayo que es una producción política y no tecnológica? Discutir, examinar esta materia y trabajar desde ahora para lograr dentro de 40 a 50 años las ventajas personales, civiles y políticas de la tolerancia”. Si varios de los personajes de aquella generación esperaban conciliar al liberalismo con el catolicismo, como también otros hombres, la fuerza de las circunstancias deshizo esa posibilidad, circunstancias internas y externas mezcladas dieron otro sesgo a ese ideal. La economía, las fuerzas sociales en movimiento, la política convulsionada, los intereses exteriores, todo contribuyó a no hacer posible ese anhelo.
[1]Aunque el doctor De la Torre Villar (1917.2009) redactó este artículo hace 45 años, la vigencia de sus contenidos no ha cambiado en lo sustancial. Se tomó de la obra Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, José Valero Silva (editor), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 1, 1965, p. 9-34. [2] El extraordinario estudio de Arturo Ardao relativo al Liberalismo religioso en América me ha servido de inspiración en este apartado. |