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Autobiografía (9ª parte)

 

Antonio Correa

 

Se abunda en datos biográficos acerca del prelado a quien correspondió guiar a la arquidiócesis de Guadalajara después de los convulsos años de la República restaurada.

 

Don de gobierno de don Pedro Loza

Hombre de gobierno, el señor Loza sabía tomar en cuenta las condiciones intelectuales y morales de sus subordinados y el lugar y circunstancias a donde los mandaba, así como también sabía prevenir las salidas a que pudieran recurrir los que intentaban evadir el mandato.

Una ocasión entre muchas fue la de que un sacerdote que había sido destinado a un pueblo distante y de mal clima rehusó recibir el nombramiento que el Secretario le entregaba: “Diga usted personalmente al prelado que no va”, díjole el secretario. “Se lo diré”, replicó el aludido y tomando el oficio subió a la planta superior del edificio.

Al presentarse ante el señor Loza: “Vengo a decir a su señoría ilustrísima y reverendísima que no voy al destino que se me ordena”. “¿Por qué no quieres ir, hijo mío?”. “Porque, ilustrísimo señor, estoy muy pobre y no puedo hacer gastos para trasladarme”, replicó el sacerdote. “Además, no tengo ni breviario y estando ese clima muy caliente, temo enfermarme”. “Ahora bien, hijo mío, en cuanto al temor a perjudicar tu salud, debes confiar en la Providencia de Dios que nada te sucederá. Vas a servirle y si Él sustenta y cuida aun a los que lo persiguen ¿Cuánto más a ti que vas a trabajar en su divina causa? Respecto a tu pobreza, soy tu padre y debo remediarla, toma este dinero –y le entregó cien pesos- y este breviario y Dios estará contigo. ¿Verdad que irás a tu destino, hijo mío?” “Con toda mi alma, ilustrísimo señor. Dígnese bendecirme y rogar por mí”. Al bajar las escaleras del Palacio, se le oyó exclamar: “Yo iría hasta el infierno si este santo me lo mandara”.

 

Otros datos de su personalidad

 Jamás tuvo ambiciones ¿Quién ignora que para elevarlo al episcopado fue preciso irlo a buscar a una capellanía de cero en Puebla? ¿Y quién no sabe que viendo la oposición que el Cabildo de Guadalajara le hizo a los principios de su gobierno, presentó humilde renuncia a Roma, pidiendo solamente una modesta mesada de sesenta pesos para irse a vivir a un barrio de la Ciudad de México? Roma lo confirmó en su puesto y sus opositores fueron vencidos.

‘Pedro de Palo’, le llamaba cariñosamente y simbolizando su carácter, el ilustrísimo señor [José Lázaro] De la Garza y Ballesteros, de quien fue familiar. Y de palo era en realidad aquel arzobispo, a quien jamás se sorprendió en su semblante reflejo alguno de pasión cuando se le participaba un asunto difícil o sabía de algún ataque de sus enemigos: “Dios dirá lo que convenga hacer”, “Dios proveerá”, eran las frases que revelando su gran espíritu de fe, era lo que solía contestar en dichos casos.

Pobre para sí mismo, al grado de usar su ropa tan zurcida como la mía, era generoso para artesanos que ocupaba y para los pobres que a su puerta acudían.

Rarísimas veces toleró que se le retratara y en las postrimerías de su vida, accedió a ello debido a que antigua y honorabilísima familia de la Ciudad de México que mucho lo apreciaba (familia Arauz de Villagrán) y a quien guardaba atenta consideración se lo suplicó con insistencia, deseando conservar su retrato. Con este motivo obtuve una distinción que jamás merecí y que pinta sobremanera la gratitud tan elevada del señor a quien gustoso servía. Él se dignó obsequiarme su retrato y poner con puño ya muy trémulo dedicatoria y firma. Joya preciosísima es esta que conservo con grande cuidado y veneración, pues no existe ningún otro con dedicatoria como el mío.

Él me hizo algunos regalos que aunque no valiosos en sí, eran para mí de grandísima estima. Un tintero automático, un breviario en cuatro tomos que tenía el grande mérito de haber sido de su uso y estar corregido en sus erratas de su puño y letra. Otro de cámara, edición de lujo, que sabiendo después yo que el virtuoso señor capitular y entonces penitenciario, don Alejandro Villalobos, buscaba uno igual, gustoso se lo regalé y una charolita de cartón en que reproducía con popotes de cambray de variados colores y con perfección admirable el interior del convento de Regina de la Ciudad de México.

En el curso de su última enfermedad, un día me dijo: “En ese ropero tengo unas mancuernas de brillantes. Tómalas, te las regalo”. Conocedor de su pobreza y no conociéndole más alhajas que sus [anillos] pastorales y [sus cruces] pectorales y un reloj de bolsillo, ni siquiera me preocupé de buscar las citadas mancuernas. Después que murió y tuve yo que entregar inventariados los objetos y muebles que poseía, cual sería mi sorpresa al encontrarme dentro de una caja de cartón, de aquellas que usan las boticas para empacar los papeles de polvos, las valiosas mancuernas. Eran dos pares, como las que conocemos, unidas cada par por cadenillas de plata y estaban hechas de brillantes grandes al centro y circuidas por pequeños montados en plata, con poco buen gusto; eran, sin embargo, por el valor de las piedras, de bastante costo. Como el hallazgo lo hice en presencia del señor vicario capitular y de otras dignidades y como la donación se había hecho en lo particular, sin testigo alguno, con sangre fría las apunté en el inventario, sin comunicar a nadie, fuera de mi familia, lo que me había sucedido.



Presbítero del clero de Guadalajara, siendo párroco del Santuario de Guadalupe en las primeras décadas del siglo pasado, llegó a ser uno de los más activos promotores de la acción social católica en la arquidiócesis.

La paleografía y los subtítulos, que no tiene el original, son de la Redacción de este Boletín.

Séptimo obispo de Sonora (1785-1862), murió siendo arzobispo de México.

 

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