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De la excomunión de Hidalgo y algo más

J. Guadalupe Miranda[1]

 

A partir de este número y durante los restantes meses de este año, se ofrecerán algunas pautas de reflexión en torno a la participación de la Iglesia en los aniversarios que en este año 2010 ocuparán un lugar destacadísimo en la agenda cultural de México. Se explica en este artículo cómo, ante el fracaso provocado  por las autoridades virreinales, de cualquier intento pacífico y civilizado por alcanzar  a la emancipación y  la creación de gobierno autónomo funcional para los territorios hispanos de ultramar, ello mismo indujo el movimiento belicista iniciado por Miguel Hidalgo.

 

Preámbulo

Cuando el párroco de Dolores inició la emancipación de la Nueva España por medio de un movimiento violento,[2] le sirvió de inspiración la tesis de la defensio fidei, propuesta por Francisco Suárez, autor que conoció directamente. No podemos dudar, como algunos especuladores lo han dicho, que Hidalgo no estuviera convencido en su fuero interno, de la legitimidad moral de esa insurrección, pues tenemos sobradas pruebas para colegirlo: su actitud, sus decisiones, sus bandos y  sus proclamas, en todos  expone con claridad que en ese momento imperan en la Nueva España la tiranía y la inequidad, y que los agravios acumulados dejan en situación precaria la dignidad humana de la gran mayoría de sus habitantes.[3]

No era en absoluto novedoso que un cristiano echara mano a los principios de igualdad y fraternidad para rebelarse ante la iniquidad social. Muchos antes que Miguel Hidalgo -eso sí, recurriendo a medios no violentos-, aspiraron a cambiar su realidad por otra nueva y más digna para todos. Es de sobra conocida la forma como los primeros cristianos, inspirándose en tales principios, introdujeron un sentido social inédito para su época, actuando como fermento en la masa y en cabal coherencia y fidelidad radical a las indicaciones que les dejó su Señor.[4]

A los creadores de la patria mexicana, en cambio, en su lucha por imponer este espíritu de igualdad y fraternidad en una sociedad nueva no siempre les fue permitido obtener los resultados esperados.

Reflexionando al respecto, el Papa Benedicto XVI expresó hace poco que “Ciertamente el recuerdo de un pasado glorioso no puede ignorar las sombras que acompañaron la obra de la evangelización del continente latinoamericano…”.[5] Alude el Santo Padre a un tema que se ha ponderado después en otros foros eclesiales, a saber, que “desde la primera evangelización hasta los tiempos más recientes, la Iglesia en estas tierras ha experimentado luces y sombras”.[6]

 

Entre la coacción y la violencia

Las épocas de la Emancipación y de la Revolución en México, ahora en la mira del ojo atento del observador, forman parte de un proceso cuya clave ha sido la búsqueda de una identidad propia, que no puede ser ajena a la circunstancia de tratarse de un pueblo compuesto, en su mayoría, por católicos, entre los cuáles la Iglesia a actuado entre luces y sombras.

Consta, que los próceres de la emancipación operaron en su tiempo, como hombres de fe, buscando la realización de las justas aspiraciones de un pueblo postrado que en su mayoría carecía de “pan y letras”, a despecho del contrastante tren de vida de una minoría opulenta y culta. Por ser hombres de fe no pudieron excusarse ante las laceraciones perpetradas en contra de la dignidad de la persona humana y buscaron por todos los medios, aun de forma trágica, instaurar una sociedad ajustada a los tiempos nuevos.

Generosamente lucharon, entre otros postulados, por alcanzar la igualdad y la libertad de todos los moradores de estas tierras. Siempre inspirados en estos principios y fija la mirada en  los paradigmas de su tiempo, propusieron una distribución equitativa de la propiedad, la independencia de la Metrópoli y la conformación de un estado democrático y sometido a un orden constitucional. En otras palabras, no buscaron conservar o aumentar los intereses y los privilegios de una estructura jurídico-política en decadencia, sino transformar la sociedad en base a principios democráticos; crear una sociedad que no excluyera ni segregara en categorías raciales a los nativos de la entonces Nueva España, sino que también incluyera su participación. Tales aspiraciones quedaron consignadas en “Los Sentimientos de la Nación” y en la Constitución de Apatzingán.[7]

Ahora bien, aun siendo justas sus pretensiones, la forma operativa de procurarlas, no fue homogénea ni contó con un núcleo centralizador que las pusiera en práctica, a lo cual se suma la falta de cohesión y proyección política a estos idearios. Por desgracia, como suele pasar cuando hay a río revuelto, los excesos que van aparejados a este movimiento contribuyeron a desacreditar la legitimidad de sus acciones ante la opinión de los pacíficos. Todo esto hizo que “serios e importantes grupos sociales, que veían con buenos ojos un cambio se retiraran”.[8]

 

No se justifica, se comprende…

Cuánto pesó esta circunstancia en el ánimo de los obispos novohispanos, y cuán poderoso fue su influjo en su forma de reaccionar ante la virulencia de los hechos, es una de las vetas que hasta el momento se han estudiado poco.

El episcopado de lo que hoy es México estaba compuesto en las vísperas del inicio del movimiento bélico insurgente por peninsulares, inmersos en un regalismo sofocante e identificado con el viejo régimen. Propensos a condenar estos excesos, ¿se les puede reprochar totalmente que no tuvieran la visión de considerar el valor de los nuevos ideales enarbolados por los insurgentes? ¿No estaban, acaso, convencidos que de esta atrayente propuesta y  la forma de realizarla, resultaba un mal peor que el que se quería combatir?

No es necesario ser un perito en historia para dar por descontado que todos los obispos, cuya clave de lectura para los acontecimientos de su tiempo era tanto europea como local, vieron el inicio de esta insurrección como un apéndice de la Revolución Francesa en los dominios hispanos de ultramar.

Para atizar sus recelos contaban con informes de primera mano que los mantenían al tanto de los estragos causados a las instituciones en las que ellos estaban cordialmente incrustados y que consideraban indispensables para mantener en pie la Religión y el Imperio.

Consternados, habían seguido paso a paso el revés inferido en Bayona a los titulares legítimos de la representación monárquica española, Carlos IV y Fernando VII, por parte del principal caudillo de la Revolución en Europa, Napoleón Bonaparte. Conocen también el dramático epílogo de la vida del Papa Pío VI, fallecido no en su palacio romano del Quirinal, sino en Valence, Francia, cautivo de los revolucionarios. Así mismo, estaban enterados de las humillaciones y ultrajes perpetradas a Pío VII por parte del emperador de los franceses.

Considerando tales elementos, se puede tener una comprensión más amplia de la postura de los obispos novohispanos ante el proceder de los primeros insurgentes, concretamente, los eclesiásticos Hidalgo y Morelos. Al primero se le hizo saber que había incurrido “en excomunión mayor del Canon Siquis saudente Diabolo, por haber atentado a la persona y libertad del sacristán de Dolores, del cura de Chamacuero y de varios religiosos el convento de Celaya….”.[9]

 

La excomunión de Hidalgo

Paradojas de la vida, quien fulminó esta excomunión (24.IX.1810) fue nada menos que don Manuel Abad y Queipo, doctor por la Real y Pontificia Universidad de Guadalajara y amigo del Cura de Dolores, y como él, analista crítico de la precaria situación social que prevalecía en la Nueva España de esos momentos.[10] No obstante, en su calidad de obispo electo de Michoacán, se vio impelido a proceder en contra de quien jerárquicamente era su subalterno, y que por otra parte constaba que había consumado hechos punibles para los cánones, en esa circunscripción, de lo cual tuvo ante sí las abrumadoras evidencias de los estragos causados en Guanajuato y Celaya por las huestes que acaudillaba Hidalgo.

Secundarán esta pena los dos prelados cuyas sedes son limítrofes y aun escenario de la lucha germinal por la insurgencia, el arzobispo de México y un tiempo virrey, don Francisco Javier de Lizana y Beaumont (11.X.1810) y el obispo de Guadalajara don Juan Cruz Ruiz de Cabañas y Crespo (24.X.1810). Tardíamente, sin correr aun el riesgo por la insurrección, se solidarizarán con la condena de Abad y Queipo los obispos de Puebla, don Manuel Ignacio González del Campillo y Gómez del Valle (20.V.1811) y el de Antequera, don Antonio Bergosa y Jordán (11.VI.1811).

Sólo cinco Obispos de las catorce circunscripciones  que formaban la provincia eclesiástica de México se pronunciaron en contra de estos insurgentes y de su movimiento, que aún no adquiere el cariz independentista. Las restantes diócesis de la provincia: Nicaragua, Guatemala, Chiapas, Verapaz, Comayagua y Manila, no eran novohispanas; si lo eran, en cambio, los obispados de Yucatán, Durango, Linares y Sonora, pero sus titulares, tal vez considerándose lejos del epicentro insurgente, no hicieron ningún pronunciamiento contra la insurgencia inicial, toda vez que para estas fechas y para este tipo de acciones, la excomunión como sanción disciplinar parecía ya  desgastada y resultaba desproporcionada y contraproducente.

De estos cinco prelados, el de Michoacán y el de Oaxaca volverán por distintas circunstancias a la Península, donde acabarán sus días; el arzobispo de México y el obispo de Puebla murieron en sus sedes, uno el 3 de marzo de 1811, el otro el 26 de febrero de 1813. Sólo Cabañas sobreviviría a las vicisitudes de este período, acabando sus días el 28 de noviembre de 1824, en plena visita apostólica, en la comunidad de La Estancia de los Delgadillo, es decir, entre los suyos y convencido de que la Religión puede sostenerse y propagarse aun en la República y que para este fin no son indispensables los Imperios, ni el Español, tan significativo para él, ni el de Iturbide, con el que debió colaborar en alguna ocasión, más de fuerza que de grado.

La excomunión a Morelos, que no es el caso ventilarla en este artículo, se dio en otro contexto y por otra materia, grave en términos canónicos, a saber, el haber expedido nombramientos como Vicarios Generales castrenses a los eclesiásticos que se adhirieron a su causa en los territorios bajo su control.



[1] Presbítero del clero de Guadalajara, licenciado en historia de la Iglesia por la Universidad Gregoriana, y Secretario Ejecutivo del Comité Episcopal de la CEM para la conmemoración de los centenarios de la Independencia y de la Revolución en México.

[2] Cfr. DE LA TORRE Ernesto, La Independencia en México, Fondo de Cultura Económica, 77ss.

[3] Cfr. HERREJÓN, Carlos, Corrientes y Autores en las respuestas de Hidalgo a la Inquisición.

[4] Mt. 13,33.

[5] Audiencia del 23 de mayo del 2007.

[6] Aparecida n. 5.

[7] Ver sobre todo el n. 12.

[8] DE LA TORRE VILLAR, op. cit. p. 148.

[9] ZÁRATE, Julio, México a través de los siglos, t. III, México, Ed. Cumbre, 759.

[10] Véase, por ejemplo, su Representación del 30 de mayo de 1810 a la primera Regencia; por cierto muy similar a la que hiciera Cabañas a Carlos IV el 17 de enero de 1805. Estos documentos se pueden ver en: DE LA TORRE VILLAR, op. cit. pp. 202 ss. y LÓPEZ DE LARA J. JESÚS, Cabañas, un pontificado trascendente, Impre-Jal, 2005, 143 ss.

 

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