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El sacerdote libertador

Semblanza de Miguel Hidalgo, 3ª parte.

 

Ramiro Valdés Sánchez[1]

 

Concluye con el epílogo de la vida del Padre de la Patria, esta colaboración, redactada en el marco del segundo centenario del nacimiento de Miguel Hidalgo.

 

La degradación

El canónigo Fernández Valentín ordenó se comprobase por las declara­ciones de los demás insurgentes allí juzgados la identidad personal del señor Hidalgo, y ser él el autor de la sublevación y de los homicidios que se le imputaban. El día 5 de julio se ejecutó esta orden, pero el doctor. Fernández al serle entregadas las prue­bas, escribió al comandante Salcedo que se consideraba “sin bastante autoridad para ejecutar la degradación, porque el Derecho en­seña que es función peculiar y privativa de los obispos consagrados, por re­putase actos de orden episcopal y no de jurisdicción, indelegable por lo mismo a simples presbíteros”,[2] y que debía consultarse con el señor obispo có­mo se había de proceder o que el comandante remitiera al reo a Durango.

Salcedo envió de inmediato un propio al obispo de Durango manifestándole la decisión del doctor Fer­nández. El prelado, don Francisco Javier de Olivares, respondió que tomadas en cuenta las prescripciones canónicas, en su decreto del 14 de mayo anterior, había facultado a Fernández para proceder a la degradación, si fuese necesaria, no obstante la disposición tridentina, porque en tal proceder no se salía de las facultades generales y especiales que com­petían a su dignidad y al estado de cosas, estando de por medio la justicia y el bien del Estado, además que él se encontraba en la imposibilidad de ejecutarla personalmente por no poder trasladarse a Chihuahua debido a su precaria salud, siendo por otra parte de rigurosa justicia que reo tan criminoso, según constaba por la copia de la causa que se le había mandado, sufriera las penas canónicas que merecían sus delitos. Y por lo tanto esperaba no detuviera por más tiempo el uso de la facultad conferida y que de nuevo ratificaba.[3]

Obedeciendo el mandato de su obispo, el canónigo Fernández habilitó como notario de la causa al religioso fray José María Rojas y citó como testigos para el acto de la degradación a los presbíteros doctor don Mateo Sánchez Álvarez, fray José Tárraga y Juan Francisco García.

El día 27 se pronunció la sentencia de degradación o degradación ver­bal, dejando para el tercer día su ejecución. Y el día 29 de julio, en el Hospi­tal Real, compareció, portando los hábitos clericales, el reo don Miguel Hidalgo y Costilla; se le revistió con todos los paramentos litúrgicos, de color rojo, para celebrar la misa, incluyendo los vasos sagrados. Acto continuo, el doctor Fernández revestido de amito, alba, cíngulo, estola y capa pluvial, invitó al padre Hidalgo a ponerse de rodillas, y en voz alta leyó la causa de su degradación, pronunciando la sentencia condenatoria y procediendo a su ejecución, según lo dispuesto por el Pontifical Romano, hecho lo cual, le retiraró el cáliz y la patena; luego, raspándole las palmas de las manos, le fueron dirigidas estas palabras: “Potestatem sacrificandi, consecrandí et benedícendi, quam in unctione manuum et pollicum recepisti, tibi tollimus hac rasura”. Luego fue despojado de los ornamentos con esta frase: “Te quitamos la veste sa­cerdotal, porque te desnudaste de la caridad y de toda inocencia... la señal del Señor, por esta estola torpemente la despreciaste, por eso te la quitamos y te declaramos inhábil para todo oficio sacerdotal... inmundo, no sirvas de aquí en adelante vino y agua para la Eucaristía... y como a hijo ingrato te arrojamos de la suerte del Señor a la que fueras llamado”;[4] y en seguida lo entregaron al brazo secular para que fuera ejecutado.

Bastante se ha debatido sobre la legalidad de este proceso y de las pe­nas impuestas, pero siempre será verdadero que la ejecución de esta pena te­rrible fue inválida, porque es doctrina bien clara que sólo los obispos consa­grados tienen el orden necesario para ejecutarla, no pudiendo hacerla sim­ples clérigos. Adviértase también que la inhabilitación de Hidalgo no implicó que fuera despojado del orden sagrado, sino de la facultad para ejercerlo.

 

Ofrenda generosa

Durante su prisión y en los últimos días de su vida el padre Hidalgo dejó ver la fortaleza de su espíritu y una grande serenidad. El mismo día de su degradación, escribió, sirviéndose de un carbón, en el muro de su celda, dos décimas en gratitud al buen trato que le dispensaran sus carceleros Melchor Guaspe y el cabo Ortega.

Por otra parte, muchas veces recibió de manos de fray José María Rojas los sacramentos de la penitencia y de la Eucaristía, disponiendo su alma a una verdadera contrición, la cual consignó por escrito, tanto como su fe y confianza en Dios y voluntaria sumisión a la Santa Iglesia.

La mañana del 30 de julio, con mucha serenidad escuchó la noticia de su ejecución. El padre Juan José Baca escuchó su última confesión y le administró el viático. Hidalgo desayunó con apetito y hasta pidió más leche. Consumidos los alimentos, se puso de pie y con toda tranquili­dad expresó estar listo para encaminarse al patíbulo. En sus pasos postreros quiso portar su breviario y un crucifijo, musitando más en su corazón que en sus labios el salmo Miserere.

El paredón se dispuso en el segun­do patio posterior del Hospital Militar. Ya en él, suplicó el reo le trajesen unos dulces que por olvido dejó en su celda; así que se los entregaron, los distribuyó al piquete de soldados, rogándoles no le hiciesen blanco en la cabeza, que él mismo se pondría la mano al pecho para que dirigieran sus tiros con acierto.

Antes de recibir la descarga fatal, el sacerdote li­bertador se quitó del pecho una imagen de la Virgen de Guadalupe, bor­dada en pergamino, toda requemada de sudor y dispuso fuera entregada al con­vento de Teresitas de Querétaro. Luego, a una señal del jefe de la escolta, los soldados accionaron sus armas. Se escuchó una fuerte detonación, pero el caudillo seguía en pie. Se repitió la descarga y entonces sí el padre Hidalgo cayó al suelo, vivo aun, hasta que a un tercer disparo lo redujo a cadáver.

Así cumplió su sacrificio, su sangre lavó sus desvaríos, defectos que no advirtió en la vehemencia de su anhelo por la justa libertad a la que todo subordinaba, y su sangre fue y sigue siendo la semilla de la libertad social de un pueblo.

Los religiosos franciscanos se hicieron cargo de los despojos mortales del héroe, trasladándolo a su convento, y dándole sepultura en la capilla de San Antonio.

Los realistas empero, le dieron a su cuerpo el trato de un facineroso, y cercenándole la cabeza, la colocaron en una jaula de hierro, que fue suspendida a una de las esquinas de la Alhón­diga de Granaditas en Guanajuato.

El tiempo repararía ese agravio. En 1823 los restos fueron solemnemente con­ducidos a la Ciudad de México, y re inhumados en el altar de los Reyes de la Catedral Metropolitana.

Desde 1926 se encuentran en el Monumento de la Independencia de dicha capital.

 

Punto final

La Patria desde entonces comenzó a gestarse, y cuando vino a la vida, reconoció de inmediato al caballero bizarro que la liberó con su sangre; desde entonces viene cantando en su honor un himno nupcial. Herida de amor la tenía Miguel Hidalgo, el rapazuelo sagaz que ávido estudiaba a la sombra de los árboles de Corralejo; el colegial inteligente de San Nicolás, el bachiller becado, el catedrático y rector de Valladolid, que la cortejó con su ciencia y se prendaba de oír su voz en mexicano u otomí, o en su latín que hacía milagros.

Y por donas recibió en Dolores, vajilla de barro y porcelana; para ella salieron de sus pilas pieles finas, vestidos de seda le tejió el telar y a la som­bra de abejas, viñedos y moreras, en música indígena le brindó Hidalgo sus cantares. Y en su fuga oyó la Patria los ritmos iguales de los regimientos y los estallidos de balas de cañón. Y corrió hasta Chihuahua el largo desposorio para celebrar allá las bodas de sangre, sangre de pajes y caballeros, que le brindó Hidalgo.

Que este haz de memorias espigadas de los historiadores en el se­gundo centenario de su tránsito, a Dios hechas plegarias, hoy se junten al cán­tico de la Patria y la Patria Mexicana siga cantando su epopeya, la canción de sus bodas y de su fecundidad.



[1] Este ensayo vio la luz en la revista Apóstol, del seminario de Guadalajara, en abril de 1953, en el marco del aniversario 200 del nacimiento de Miguel Hidalgo. Su autor, en ese tiempo minorista, es ahora Vicario General de la Arquidiócesis de Guadalajara.

[2] Ibíd., 211.

[3] Pontifical Romano, parte III, 99 y ss. Dessain, 1895.

[4] Riva Palacio, 215 y ss.

 

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