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A los párrocos, en su día

 

Antonio Arana Muñiz[1]

 

En el marco de la convivencia por el día del párroco, 4 de agosto del 2009, memoria litúrgica del santo Cura de Ars, y en presencia del arzobispo de Guadalajara, sus obispos auxiliares, de los párrocos y cuasi párrocos de esta Iglesia particular, se pronunció este ‘Saludo y unas palabras de felicitación y aliento’ a nombre del Equipo de Formación Permanente del Presbiterio.

 

Basándome en la biografía del santo Cura de Ars, Juan María Bautista Vianney -que así le gustaba firmarse desde el día de su confirmación- les dirijo, de todo corazón, las siguientes palabras: sépanlo bien, hermanos, que toda la vida y la acción de un Cura (y cuando escribo ese nombre me refiero al que lo es opere et veritate), son siempre un misterio de poder en la debilidad, de riqueza en la pobreza, de influencia trasformadora y vencedora en la humildad y en el silencio.

La vida y la acción de un cura santo, como el Cura de Ars, es misterio sobre misterio, como lo dijo Jesús, Nuestro Señor: que los que permanecieran unidos a Él, como los sarmientos a la vid, harían lo mismo que Él y aún cosas mayores.

Pues bien, de entre todos los discípulos de Jesús puede afirmarse que el que llega a hacer de modo habitual y permanente, cosas mayores que los demás discípulos y aún igualando las del Maestro, es un verdadero discípulo.

Se puede atribuir a la acción del cura como tal, una universalidad o más bien una catolicidad, una fecundidad y sobre todo una desproporción, a lo menos aparente, entre lo que es y lo que hace, que no puede atribuirse a la acción del religioso más austero, del misionero más apostólico, del canónigo más docto, del ministro sagrado más celoso, o del seglar más desinteresado y emprendedor.

Instálese en un pueblo, corrompido de cabeza y corazón, un colegio, el mejor, el más perfecto en religiosidad y en pedagogía, o un convento de religiosos santos, o una obra de acción católica social de positiva influencia contra la usura, la explotación de los pobres, la ignorancia o contra cualquiera de esas lepras sociales o morales; fórmense jóvenes, háganse catequesis, foméntense asociaciones de beneficencia y, así, aun llegando a tener en movimiento todas esas magníficas y reformadoras obras, si me preguntarán: con todo esto que hemos hecho ¿podemos esperar que se cristianice nuestro pueblo? Y yo les contestaría con otra pregunta: ¿Tienen cura? Más claro: ¿Esas buenas instituciones cuentan con el cura y el cura puede contar con ellas? Si la respuesta es ¡Sí! Yo les aseguro que su pueblo en plazo más o menos largo volverá a ser cristiano de cabeza y de corazón, pero si la respuesta es ¡No! ¡No contamos con cura! Si no se entienden con el cura ni se dejan aprovechar por él, por culpa de quienquiera que sea, entonces su pueblo, su parroquia, podrá llegar a tener algunos niños, jóvenes y hombres buenos y cristianos, pero no llegará a ser un pueblo cristiano. En la medida en que el pueblo logre tener un cura según los quiere la Madre Iglesia, tendrá cura y curará.

El arquitecto y maestro en la edificación cristiana y moral de cada pueblo, de cada parroquia, es su cura, como en toda la diócesis lo es el obispo. ¿Por qué? Porque así lo quiere y lo manda la Santa Madre Iglesia, como quiere y manda que las demás instituciones, buenísimas y excelentísimas, sean, más que edificadoras, proveedoras de la edificación diocesana y parroquial.

Por consiguiente, y sin meterme a profundizar en otras razones, limitándome a hacer constar hechos siempre comprobados, es cierto que a la corta o a la larga no hay pueblo malo para un cura bueno, y ojalá no fuera tan cierto el sentido inverso de este aserto:  no hay pueblo que se conserve bueno mucho tiempo con un cura malo. Ante ustedes confieso que mientras más me adentro en la vida de la Iglesia y en el ministerio de la cura de almas, mayor arraigo y crecimiento tiene en mi fe esta afirmación que guardo y pronuncio como síntesis: creo en el cura.

¡Sí. Creo! Creo con alegría y esperanza en el poder misterioso del cura bueno, porque de él, directa o indirectamente, vendrán todos los bienes, y creo, con miedo y horror, en el poder del cura malo, porque de él, por comisión, omisión, complicidad o castigo, vendrán todos los males sobre su pueblo.

Sólo los que son curas buenos o tienen empeño serio y aspiraciones constantes de serlo, son los que dejan pasar sin represas, toda la influencia y atracción que la Santa Madre Iglesia ha querido ejercer por medio de los párrocos.

No se olvide nadie que los párrocos, independientemente de su ciencia, virtud y prendas personales y sólo por la institución de su obispo, dentro de su pueblo y de su parroquia, son la representación más genuina de la Iglesia Católica y el más eficaz y apto de los instrumentos de su acción moralizadora y santificante de la almas, de las familias y de los pueblos.

Así es, los curas, entre más buenos más pueden y, cuando llegan a santos, lo pueden todo, ¡hasta hacer milagros! “Harán mayores cosas que yo”, dijo el Maestro.

Nuestro Santo Patrono, que hoy celebramos, es un claro ejemplo de todo lo anterior: un cura de pocas letras, de no atrayente figura, de carácter más seco y rigorista que dulce y contemporizador, llega a un pueblo indiferente, vicioso, rutinario, apático, rebosante de odios y prejuicios jacobinos, y sin ejercer otro oficio ni otras funciones que las de Cura como la Iglesia los quiere, hace de su pueblo, de todo su pueblo, cuanto quiere.

¡Qué grande, qué magnífico, qué alentador y que sólido es el triunfo de la Madre Iglesia por medio del cura santo! Y a la par ¡qué misterioso!

En donde quiera que more un cura bueno, la paz y la abundancia, tarde o temprano vienen a morar bajo los techos de sus feligreses.

Muchas felicidades, curas buenos, sigan adelante con su labor, seguros que la Iglesia los ama, el Padre los bendice, el Espíritu los ilumina y Jesucristo, Nuestro Señor, los recompensará. ¡Feliz día de su santo!



[1] Presbítero del clero de Guadalajara, actual párroco de San Sebastianito, Jalisco.

 

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