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A monseñor Leopoldo González González

 

+ Christophe Pierre[1]

 

 

 

Antecedido por un mensaje de su Santidad Benedicto XVI, se trascribe la homilía que pronunció en el templo parroquial de Cañadas, Jalisco, el excelentísimo señor nuncio apostólico en México, con motivo del aniversario XXV de la ordenación presbiteral de monseñor Leopoldo González González, obispo auxiliar de Guadalajara, Secretario de la Conferencia del Episcopado Mexicano, y electo Secretario de la Conferencia del Episcopado Latinoamericano, el pasado 30 de mayo del año en curso.

 

Cablegrama del Santo Padre

Su Santidad Benedicto XVI saluda y felicita cordialmente a monseñor José Leopoldo González González, obispo auxiliar de Guadalajara, que en acción de gracias celebra el 25 aniversario de su Ordenación Sacerdotal, y le desea que esta celebración sea un fuerte estímulo espiritual para seguir caminando hacia la santidad, siendo fiel testigo de Cristo y mensajero valiente de los auténticos valores del Evangelio.

Con estos sentimientos, e invocando la maternal protección de Nuestra Señora de Guadalupe, para que su entrega generosa al servicio de la Iglesia siga dando copiosos frutos de vida cristiana a cuantos gozan de su presencia y de su ministerio pastoral, el Santo Padre le imparte con afecto la Bendición Apostólica.

Vaticano, 27 de mayo de 2009

+ Fernando Filoni

Sustituto

 

Homilía del señor nuncio apostólico en México

“Síganme y los haré pescadores de hombres” (Mc 1, 17): es la invitación que Cristo dirigió un día a los primeros discípulos que encontró a la orilla del mar de Galilea.

Este mismo mensaje fue propuesto a lo largo de dos mil años de historia a hombres de toda condición, llamándolos a continuar la obra del Salvador. Y es esta la invitación que un día el Señor hizo resonar en estas tierras jaliscienses, dirigiéndose al joven Leopoldo y llamándole a seguirlo, diciéndole: “Ven, sígueme. Haré de ti un trabajador en la viña del Señor”.

La existencia sacerdotal comienza siempre con esta misteriosa llamada del Señor a la cual, libre y conscientemente, el elegido puede responder. Esta fue la experiencia de monseñor Leopoldo, quien, escuchada la llamada de Jesús a seguirlo, luego de un particular discernimiento decidió responderle afirmativamente con su “sí” fundamental.

Así, el 27 de mayo de 1984, en la ciudad de Guadalajara, recibiendo la ordenación sacerdotal de manos del recordado señor cardenal José Salazar López, arzobispo de esta arquidiócesis de Guadalajara, inició su trabajo apostólico como “pescador de hombres”.

Hoy, a 25 años de distancia, está aquí para elevar un himno de acción de gracias por el don de la vocación al sacerdocio, para exclamar: “Proclama mi alma la grandeza del Señor; se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador” (Lc 1,46); palabras de María en su encuentro con santa Isabel, canto que sin duda brota también espontáneamente de su corazón, al contemplar la bondad del Señor.

El amado Juan Pablo II, en ocasión del 50° aniversario de su ordenación sacerdotal, ello de noviembre de 1996, regalándonos el hermoso libro intitulado: “Don y misterio” (BAC, Madrid 1996), quiso revelamos los sentimientos de su espíritu. Ahí, en el primer capítulo encontrarnos las hermosas palabras que indican el leit-motiv de todo su libro: “En su dimensión más profunda, toda vocación sacerdotal es un gran misterio, es un don que supera infinitamente al hombre. Cada uno de nosotros, sacerdotes, lo experimenta claramente durante toda la vida” (p. 17). Efectivamente, la vocación sacerdotal es un gran misterio, ante el cual uno no puede no sentirse indigno.

Por ello, cuando en ocasiones como ésta hablamos del sacerdocio y damos testimonio de él, no podemos hacerlo sino con gran humildad, conscientes que debemos concebirlo con palabras humanas que, por muy eruditas o sabias que sean, son siempre incapaces de abarcar la magnitud del misterio de amor que es el sacerdocio.

En todo caso, el Señor que es el dador de la vocación sacerdotal, es también el único que sondea y que conoce plenamente los corazones; el único que conoce la historia de cada vocación. Y es Él, Jesús, el único que en realidad sabe cuánta gratitud guarda cada uno a su amor y cuánto el anhelo de renovarle la propia entrega y fidelidad.

Para ti, hermano Leopoldo, el deber de dar gracias al Señor por el don del sacerdocio recibido, de confirmarle tu amor, entrega y fidelidad, hoy, y desde el día en que fuiste “nuevamente” llamado a ejercer el sacerdocio con su plenitud en el grado del episcopado, resulta más apremiante.

Pues, en efecto, tú conoces el aviso de Dios que nos trasmite el libro de la Sabiduría: “Un juicio implacable espera a los que están en lo alto” (Sb 6, 5), Y también la advertencia del mismo Jesús, que dijo: “A quien se le dio mucho, se le pedirá mucho” (Lc 12, 48). Tú eres sacerdote para siempre y eres, también para siempre, sucesor de los apóstoles; tu responsabilidad, por ello, es mayor, como mayor debe ser, en contraparte, también tu confianza. Confianza plena en la misericordia divina que hace abrir el corazón a la esperanza y que a su vez impulsa a proseguir con creciente dinamismo y serenidad el trabajo, con las manos fijas en el arado, en el modo, lugar y tiempo que el Señor disponga.

En torno al altar y junto a ti hoy nos hemos reunido muchas personas para orar contigo; lo hacemos, ante todo, para contigo dar gracias al Señor, pero también para con ello animarte en la esperanza, procurarte una particular alegría al ver que no estás solo, y ofrecerte una razón válida para motivar tu entrega cada vez más generosa, fiel y humilde al Señor en el servicio a la Iglesia y en la persona de todos, especialmente de los más pequeños para el mundo.

Y es que, cotidianamente, el trabajo apostólico nos pone en contacto con la dura realidad de un mundo que a veces parece sediento de Dios y a veces parece olvidarse de Él.

El Evangelio nos invita a trabajar con denuedo y a sembrar la buena semilla de la Palabra de Dios incansablemente; pero también nos enseña a esperar la hora de la gracia, conscientes de que tal vez a unos les toca sembrar y a otros recoger.

Sembrar la semilla con optimismo y con gozo, con entusiasmo y sin cansancio ahí donde el Señor lo pide: en una diócesis o parroquia, en una escuela o en un oratorio, en un centro misionero perdido en la selva o en un movimiento apostólico, entre multitudes o en lo escondido de una oficina. El ideal del sacerdote es y será siempre el mismo: llevar el Evangelio de Cristo a todo el hombre y a todos los hombres, conforme al mandato recibido del Salvador (Cfr. Mt 28, 19).

¿Puede haber en la vida de un sacerdote algo más urgente que predicar la Palabra de Dios y administrar los sacramentos? El hombre de hoy tiene un solo y gran deseo en relación al sacerdote: ¡que éste le dé a Cristo! Lo demás, lo que necesita a nivel económico, social y político se lo puede pedir a muchos otros. Al sacerdote se le pide al Señor Jesús. Y tiene el derecho de esperarlo y de recibirlo de nosotros a través del anuncio de la Palabra y en la gracia de los sacramentos que celebra.

¿Puede haber en la vida sacerdotal algo más urgente que predicar la Buena Nueva a todos los hombres, que ser maestro y educador de la fe de la Iglesia, por la predicación, la catequesis y el testimonio de vida? ¿Puede haber en la vida sacerdotal algo más urgente que pronunciar en primera persona y como propias aquellas palabras que sólo le pertenecen a Jesús y que por el ministerio sacerdotal Cristo nos permite decir y que siempre deberían estremecernos, “yo te absuelvo”, “esto es mi Cuerpo”, “ésta es mi Sangre”? ¿Puede haber en nuestra vida sacerdotal algo más urgente y maravilloso que yo, sacerdote, actúe “in persona Christi capitis”, y perdone los pecados, reconcilie corazones, transforme vidas por la misericordia de Dios y en la celebración de la Santa Misa haga presente al Amor indestructible que salva y que da vida eterna?

Querido hermano, han transcurrido veinticinco años de existencia sacerdotal vivida en circunstancias y en lugares diversos y hoy se abren ante ti nuevos horizontes de ministerio apostólico. Así, en esta etapa de tu vida te preparas a dejar en cierto modo atrás el pasado, llevando sobre tus hombros los recuerdos y ofreciendo tu mano a las nuevas encomiendas en las podrás también ser, sal de la tierra y luz del mundo.

De este nuestro mundo que necesita de Cristo. De este nuestro mundo, en cuyas realidades nacionales e internacionales, existe una necesidad urgente de anunciar el Evangelio de Jesucristo para que las fermente y les llene de sabor. “El reino de los cielos - leemos en el evangelio de san Mateo - es semejante a la levadura que tomó una mujer y la metió en tres medidas de harina, para que todo fermente” (Mt 13, 33).

Con san Pablo en el Areópago de Atenas, y de frente al desorden creado por las ideologías antiguas y nuevas debemos, con claridad, prudencia y valentía, seguir anunciando la Buena Nueva a los hombres y a los areópagos de hoy: áreas culturales diversas y realidades nuevas en ámbito nacional e internacional que deben ser iluminadas por la luz del Evangelio, con la certeza de que Cristo es para todos “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6).

Anunciar a Cristo a todo el mundo, dejándonos guiar, iluminar, impulsar y acompañar por el Espíritu que vivifica y estimula a la Iglesia a evangelizar en la unidad, construyendo comunión y unidad.

Cuando los discípulos “estaban todos reunidos en un mismo lugar” (Hch 2, 1) y “todos ellos perseveraban en la oración” (Hch 1, 14), tuvo lugar Pentecostés. Quiera el Señor que ahora que nos encontrarnos todos aquí congregados, orando y dando gracias, se verifique en nosotros un nuevo Pentecostés; de tal manera que, robustecida nuestra fe, esperanza y caridad, seamos capaces de ir cada uno, pero todos espiritualmente juntos, a proclamar el Evangelio a todas las gentes.

Un día, leemos en los Evangelios, Pedro preguntó a Jesús: “Mira, lo hemos dejado todo y te hemos seguido ¿qué recibiremos a cambio?” (Mt 19, 27; Mc 10, 28). “Yo les aseguro -respondió el Señor-, nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno; ahora al presente, casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y hacienda, con persecuciones; y en el tiempo venidero vida eterna” (Mc 10, 29-30).

Una respuesta por demás sorprendente la que dio Jesús, pues, por una parte, previene que nuestra vida estará bajo el signo del dolor, pero, por otra, indica que la recompensa no ha sido del todo aplazada, diferida sólo a la vida eterna. Y es que Él nunca se deja vencer en generosidad y amor, Esto lo sabe bien quien, dirigiendo la mirada retrospectiva a su vida sacerdotal o consagrada, se da cuenta de cuán verdaderas son las palabras del Señor Jesús: dimos de nuestra pobreza todo lo que teníamos y Él llenó nuestra vida con la riqueza de su amistad: “ustedes son mis amigos” (Jn 15, 14); y hemos visto crecer a lo largo de los años en torno a nuestro ministerio sacerdotal una gran familia de hermanos y de hermanas, de padres y de madres, y de hijos en el Espíritu, es decir de amigos en Cristo, como los que hoy te acompañamos.

Hermano: dirige, pues, a Cristo, Buen Pastor, tu himno de acción de gracias por el don del sacerdocio y al que todos los presentes nos unimos, para que te sostenga en tu trabajo apostólico como heraldo manso, fiel y valiente a la vez, de su reino, y para que tu trabajo sea eficaz, aún cuando sabes que, como enseñaba san Pablo a los Corintios: “ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer” (1 Co 3, 7).

Dirige tu mirada y contempla en todo momento a María Santísima.

Asómbrate de su radiante hermosura y pureza inmaculada, imagen y modelo de la Iglesia a la que debes servir y amar siempre con todas tus fuerzas, y déjate configurar por medio de Ella con su Hijo, el Señor Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote.

Y nosotros, queridos hermanos y hermanas, hagamos que esta Santa Misa de acción de gracias por el pasado, se transforme también en súplica por el futuro, para que el Dueño de la viña siga haciendo fecundo el trabajo apostólico que monseñor Leopoldo comenzó hace veinticinco años y para que con entusiasmo, humildad y coherencia lo prosiga hasta cuando llegue el momento en que pueda finalmente escuchar de Dios: “¡Ven, bendito de mi Padre...!” (Mt 25,34).

¡Felicidades, monseñor Leopoldo, y que el Señor le siga colmando hoy y siempre de sus bendiciones!

Así sea.



[1] Texto proporcionado a la redacción de este Boletín, por el ilustrísimo monseñor canónigo Guadalupe Ramiro Valdés Sánchez, vicario general de la arquidiócesis de Guadalajara.

 

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