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Aquel día, en Tierra Ajena

Narración de los sucesos que desembocaron en la muerte de don José Guadalupe Romo Romo, el 15 de diciembre de 1928


Ricardo Martín del Campo Romo[1]

 

Este documento rescata uno de los muchos episodios de brutales agresiones inferidas por el Ejército Mexicano a indefensas familias que se solidarizaron con la resistencia activa de los católicos entre los años de 1926 a 1929.

 “A todos los miembros de uno y otro clero y a todos los seglares

que movidos por un encendido amor a la religión y por la fidelidad a esta Sede Apostólica,

realizaron actos dignos de eterna memoria,

que habrán de ser inscritos en los anales modernos de la Iglesia mexicana,

no podemos dejar de engrandecerlos con las máximas alabanzas...”

Pio XI, encíclica Acerba animi

 

José Guadalupe despertó sobresaltado. A golpes de máuser los soldados derribaban la puerta del frente de su casa. Hacía tiempo que él sabía que este momento habría de llegar. Seguramente buscaban al padre Nacho. ¡Qué bueno que un día antes el padre se había ido! Salió rumbo a Aguascalientes disfrazado de ranchero, alto, blanco, bigotón como era, poco después de haber celebrado la Misa en el cuarto mejorcito de la casa de adobe en que compartían felices la vida José Guadalupe con su esposa María Engracia y sus seis hijos.

Todos en Tierra Ajena sabían que José Guadalupe escon­día en su casa al padre Ignacio González. Corrían los tiempos heroicos de la persecución religiosa y de la Cristiada. Lo que la mayoría de la gente ignoraba era que José Gua­dalupe custodiaba también ciertos documentos, comprometedores para algunas personas importantes de Encarnación, Jalisco, que apoyaban económicamente a los Cristeros; había escon­dido muy bien los papeles en las entrañas de un montón de rastrojo.

Escuchó más fuerte los golpes sobre la puerta de la casa. Juan Manuel, su pequeño hijo de tres años, dormía a poca distancia el sueño imperturbable de los inocentes. ‘Hay que llevar los ornamentos y el ara a su escondite, en el rincón dé la huerta. Que no los encuentren los pelones’ -decidió José Guadalupe- ¿Por qué olvidó la víspera esconder el cajón con esos objetos luego que el padre se fue?

Salió, pues, de su cuartito a la gélida madrugada del 1 de diciembre de 1928. Afuera, todo era oscuridad y amenaza, pero al centro del patio proyectaba cierta paz el deslumbrante traje de flores de una bugambilia; cruzó una tabla y brincó apresurado un hoyo practicado en la pared, hacia la nopalera, atrás de la casa. Cuando ya pasaba el cajón, lo rodearon los soldados. Eran muchos, tal vez pasaban de cien. A pesar de su superioridad, accionaron sus armas para intimidarlo. Estaban ahí desde las cuatro de la mañana. Le arrebataron lo que portaba y volcaron su contenido. El cáliz rodó por tierra deteniéndose al pié de un nopal. “Es el Cura”- dijo un soldado; las señas no mentían: blanco, alto, bigotón. Lo confundieron, pues, con el padre Nacho.

Don José Guadalupe Romo Romo nació en Tierra Ajena en 1890. La pequeña ranchería, recostada al pie de los cerros colindantes con el Bajío de Rangel, pertenece al municipio de Encarnación. Fueron sus padres Mariano y Librada; él, nieto de Baltasar, y ella, descendiente de Cesáreo, dos de los tres españoles de apellido Romo de Vivar avecindados en la región durante la primera mitad del siglo XIX.

En 1918 José Guadalupe se casó con su prima María Engracia Romo Muñoz, previa dispensa del impedimento. Asistió al matrimonio el presbítero don Pablo García, quien habría de morir por la fe cristiana, ajusticiado en Castro, Jalisco, el 23 de diciembre de 1927.

Los esposos tuvieron ocho hijos: Guadalupe Guillermo, Josefina, Luz María, María Elena, José de Jesús, Juan Manuel, Teresa e Ignacio. En 1928 ya no vivían ni Josefina ni María Elena. Todos eran infantes. Nachito acababa de nacer y murió al poco tiempo.

Fue José Guadalupe un varón piadoso y caritativo, de nobles sentimientos y cumplidor de sus deberes. Gustaba montar a caballo y a semejanza de Job, durante la persecución religiosa sepultaba de buena gana los cadáveres que quedaban en el campo de batalla.

Sirvió como detonante para que se gestara la resistencia activa de los católicos la Carta Colectiva de los obispos mexicanos, del 25 de julio de 1926, donde daban a conocer su determinación de suspender el culto público en todos los templos de la República, en señal de protesta contra las leyes vejatorias de la libertad religiosa impuestas por el gobierno del Presidente Calles, las cuáles entorpecían el ministerio sagrado, sometiéndolo a la potestad civil.

Todos los obispos y muchos eclesiásticos debieron salir, de fuerza o de grado, al exilio. Los demás la pasaron en la clandestinidad. Era el caso del señor presbítero don Ignacio González, hospedado en la vivienda de don José Guadalupe desde febrero de 1927. Ahí habilitó un oratorio para celebrar la Misa y administrar otros sacramentos. Por si fuera poca responsabilidad, don Manuel Ramírez Oliva entregó a nuestro héroe unos documentos de importancia para los cristeros, pero con la consigna de guardarlos con mucho cuidado y secreto.

Pero nunca falta un Iscariote, y en este caso lo fue un vecino de la ranchería de la Peña, de modo que los soldados que asaltaron Tierra Ajena tenían en mente dos metas: capturar al padre Nacho y los papeles: eso era lo que buscaban los soldados, enviados a Tierra Ajena por el General Quiñones, hombre cruel y sanguinario.[2] Y así, aquel día, en su aldea, un cristiano sencillo y valiente tuvo que enfrentar a los soldados de un gobierno perseguidor de la Iglesia Católica y alentado por un “despiadado odio contra la religión”.[3]

“¡No, no es el Padre, es mi hermano, y tiene mujer y muchos hijos!” -gritaba como loca la tía Altagracia-. A José Guadalupe le pegaban los soldados, exigiéndole que dijera dónde estaban los papeles; pero él guardaba silencio. Lo amarraron a la silla de un caballo y lo arrastraron por las veredas del rancho; pero él se mantenía hermético. Quienes no podían callar, eran la tía Altagracia, hermana de José Guadalupe, y algunos de sus trabajadores, que aseguraban con insistencia a los soldados que su prisionero era hombre casado y padre de muchos niños. De nada sirvió la defensa.

“Mire, mi Coronel” -presumía un soldado entre carcajadas, vestido con los ornamentos sacerdotales. El Coronel Quiroz dijo que eso no le interesaba, que andaban buscando al Cura y los documentos. Otro soldado se había apoderado del cáliz; se metió al corral, ordeñó leche de vaca en él, bebía y les convidaba a sus compañeros, diciendo palabrotas. Dice la leyenda que los cinco soldados que bebieron leche en el cáliz, murieron poco después desastrosamente. Esta burla que hacían de las cosas santas indignó profundamente a don José Guadalupe, que seguía gritando “¡Viva Cristo Rey!”.

Los soldados le decían: “Si quieres morir por tu Rey, súbete a ese cerro y déjate caer…” “Si hago eso, me lleva el diablo; ustedes son los que me han de matar.” respondió don José Guadalupe. Y pensaba en su esposa y en sus muchachitos.

En medio de una ladera de mezquites y güizaches, entre su casa y el arroyo, rodeado de “federales”, cuyos rostros en la oscuridad parecían de lobos, José Guadalupe se sentía solo y débil, pero poderoso y triunfador. No tenía miedo. Sólo rabia por las burlas de los soldados. Un extraño y gozoso deseo de dar su vida por Cristo se iba apoderando de él.

En eso llego otro soldado portando el ara de celebrar Misa, y se la mostraba a Quiroz. Este acusó: “En balde son ustedes católicos y cristeros: ¡cómo se fueron a robar las lozas del panteón de Encarnación?” Don José Guadalupe respondió quo ellos eran unos estúpidos, que andaban en lo que andaban y no sabían que esa piedra se utiliza en la celebración de la Santa Misa... Quiroz con un cuartazo en la cara, le reventó un ojo. Inmediatamente le echaron un lazo al cuello y, pasándolo por encima de la rama de un mezquite, trataron de ahorcar a aquel hombre que gritaba “¡Viva Cristo Rey!”. Pero el nudo del lazo estaba mal colocado, hacia la garganta de José Guadalupe; por eso lo tuvieron que bajar ya semiasfixiado. El mismo ayudó a colocar el nudo por la parte posterior de su cuello. Y gritó: “¡Viva Cristo Rey y Santa María de Guadalupe!” Lo colgaron. Amanecía.

En las angustias de la asfixia, José Guadalupe se agarraba instintivamente de las ramas del mezquite y jalaba la soga. Los soldados le pegaban en las manos con la culata de sus armas, hasta fracturarle las falanges. Y así quedó, así lo recuerdan todos: colgado del mezquite, con los dedos de las manos destrozados, con los pies como a sesenta centímetros del suelo. Y ahí debajo de él, los pedazos del ara del Sacrificio, que los soldados habían quebrado.

La tía Altagracia gritaba desesperada y se abrazaba a los pies de José Guadalupe; los soldados la tildaban de loca y la maltrataban, hasta trataron de abusar de ella y luego la colgaron también; pero Quiroz impidió que ella muriera, haciendo que la descolgaran. Volvió en sí toda golpeada y semidesnuda. Mucho tiempo después, ella aseguraba que cuando la colgaron, había sentido que estaba entrando en la luz eterna del cielo.

Después de revolver toda la casa de José Guadalupe hasta el corral, ante la mirada aterrorizada de María Engracia y sus pequeños hijos llorosos, que se apretujaban a ella, por fin los soldados encontraron los “papeles” que buscaban. Quiroz comentó: “Esto es lo que buscábamos; de haberlos encontrado antes, no habría yo ahorcado a este hombre; no he visto otro tan hombre como él.”

Los soldados metieron rastrojo a la casa, la rociaron de petróleo tomado de la tiendita del mismo José Guadalupe, y le prendieron fuego a la casa. Luego salieron apresurados hacia La Peña. María Engracia y los muchachos, lograron escapar antes del incendio, porque un soldado de buen corazón les avisó a tiempo. Ella pasó junto a su esposo muerto cubriéndose la cara; José de Jesús, de cinco años, corría vestido apenas con ropa interior, sentía mucho frío y se preguntaba por qué los dedos de las manos de su papá estaban doblados hacia afuera. Sin voltear hacía atrás, corrieron hasta llegar a El Bajío.

Todo mundo huyó de Tierra Ajena. Tenían miedo y terror paralizante. Ente el azul del cielo y el gris de la tierra, solamente  quedó el cuerpo bendito de José Guadalupe. Nadie tenia valor para descolgarlo y sepultarlo, a él que había hecho la caridad de sepultar muertos. Por fin, después de tres días, aprovechando la oscuridad, un sobrino, Antonio Romo, y un cristero, Manuel Villa, descolgaron el cuerpo de José Guadalupe y lo sembraron como grano de trigo, sin caja alguna, en una zanja junto al arroyo. El cuerpo estaba íntegro; los coyotes y demás bestias depredadoras lo habían respetado. La gente decía que lo había cuidado y defendido “la Fortuna”, la vaca josca preferida de José Guadalupe, que durante esos tres días anduvo por ahí junto al cuerpo, y sólo bajaba a tomar agua del arroyo... El rancho quedó vacío y abandonado.

Desde el mes de abril de 1927, el general  Joaquín Amaro, Secretario de Guerra y Marina, dispuso la evacuación de todos los habitantes de los pueblos y rancherías de la región de los Altos, incluyendo Lagos, Teocaltiche y Encarnación, y la concentración de todos los habitantes en las cabeceras municipales.[4]

Ese año del 28 había sido de buenas cosechas. “¡Bendito sea Dios!” -decía la gente, mirando su “maicito”, su “frijolito”, amontonado en trojes, patios y corrales. Después de lo sucedido a José Guadalupe aquel día, algunos hombres se aventuraban y, de noche, con tanto miedo como prisa, regresaban a Tierra Ajena, y se llevaban lo que podían de la cosecha. Todos volvían sus ojos hacia el mezquite “donde colgaron a Guadalupe”, y se santiguaban. Pero en paz y como diciendo “¡Bendito sea Dios!” también por esa cosecha.

Pasados cinco años, los familiares de José Guadalupe se empeñaron en exhumar sus restos. Volvieron al rancho dos hermanos de él, su esposa María Engracia y su hijo José de Jesús. Iban sacando los huesitos, con emocionado respeto -los ojos nublados y la palabra en fuga-, y los iban echando en un costalito. Mandaron hacer una cajita de madera. “Es para un angelito que se me murió” - le explico José al carpintero, para que no sospechara ni hiciera preguntas. Mejor que no sepa el gobierno. Dos noches volaron los restos, mientras les entregaban la cajita de madera, donde los depositaron. Con los debidos permisos de la Autoridad eclesiástica y de don Eligió Cuéllar, sepultaron todo en el templo de Rangel. Entre la filigrana de cantera del retablo, los ángeles tejían sus cánticos. Aún no salía el sol.

Y ahí están los restos de José Guadalupe, en el templo de Rangel, Bajío de San José, Jalisco, a pocos centímetros bajo la tierra, junto a donde estaba entonces la primera grada de la escalerita del púlpito. Ahí esperan la resurrección de los muertos. A la voz potente de la trompeta final, ese día se despertará otra vez José Guadalupe, ya no con sobresalto, sino con infinito gozo, así lo esperamos todos por la misericordia de Dios, y gritará de nuevo “¡Viva Cristo Rey y Santa María de Guadalupe!”.

 

Sirvan de epílogo a esta semblanza las palabras dirigidas al pueblo de México por su Santidad Juan Pablo II el 9 de mayo 1990:

 

“Vosotros, amadísimos hermanos y hermanas, formáis parte de un pueblo que se ha destacado por su fe profunda, hondamente mariana, por su fidelidad a la Iglesia y por una especial vinculación espiritual a la persona del Sucesor de San Pedro. Esta singular fidelidad ha sido puesta a prueba muchas veces; pero, con la gracia de Dios y el auxilio de María, habéis convertido estas ocasiones en momentos de ulterior fecundidad para la vida eclesial. La historia del Pueblo de Dios en México es rica en testimonios ejemplares laicos que hicieron de sus vidas una manifestación elocuente del amor de Dios y que, por ese mismo amor no dudaron en dar lo mejor de sí cuando las circunstancias lo exigieron. El pueblo mexicano nunca debe olvidar su pasado, pues desde él ha de proyectarse al futuro”.



[1] La compilación de estos datos corre por cuenta de su autor, miembro del clero de Aguascalientes, quien lo dio a la luz, en edición privada, a fines del año de 1995, con la siguiente advertencia: “Todo lo que aquí he narrado, es sustancialmente histórico y verídicamente transmitido a partir de la memoria de los testigos directos. Del ‘ropaje literario’, yo soy el único culpable. No es mi intención calificar de modo alguno la muerte de don José Guadalupe Romo Romo, todo lo someto gustoso al juicio de nuestra Santa Madre la Iglesia. Le añadió, además, esta nota: “Dedico este trabajo a dos santas mujeres que en mi vida llevaron el mismo nombre: María Engracia Romo. Una fue la esposa de don José Guadalupe, María, la viuda, mujer de admirable fortaleza moral. La otra fue mi madre, la Güera de Tierra Ajena. Ella me contó por primera vez esta historia. Que en paz descanse, las dos”.

[2] Testimonio de don Juan Romo, mediero que fue en las tierras de José Guadalupe Romo.

[3] Pío XI, Encíclica Iniquis afflictisque, de 18 de noviembre de 1926.

[4] Cfr Jean Meyer, “La Cristiada”, Edit. Siglo XXI, 1983, vol 1, pag. 175.

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