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La identidad sacerdotal en san Pablo

 

José Sánchez Montes[1]

 

 

Intervención pronunciada por su autor, doctor en Sagradas Escrituras, el 18 de diciembre del año 2008, en el marco de la posada del clero de Guadalajara.

 

Estas son algunas reflexiones en tomo a la identidad sacerdotal. La palabra “identidad” significa lo mismo que igualdad y, más concretamente, igualdad consigo mismo, con lo que se es o se debe ser. La comprensión del propio ser y de la propia misión juegan un papel decisivo, particularmente en situaciones de dificultad o de cambio, o en esos momentos, en los que factores externos pueden amenazar con provocar una crisis. En la época que estamos viviendo algunos sacerdotes se preguntan si la sociedad actual todavía tiene necesidad de ellos; otros, van experimentando los síntomas de la pérdida de la propia identidad. Por eso nunca es tiempo perdido reflexionar en nuestro ser.

El tema del la identidad sacerdotal es siempre actual, porque se trata de nuestro ser nosotros mismos Y es sumamente importante porque es fundamental para nuestro testimonio delante de los hombres, que sólo buscan en nosotros al sacerdote: un verdadero “hombre de Dios”, que ame a la Iglesia como a su esposa; que sea para los fieles testigo de lo absoluto de Dios y de las realidades invisibles; que sea un hombre de oración y, gracias a ésta, un verdadero maestro, un guía y un amigo.

La identidad sacerdotal en san Pablo

Delante de un sacerdote así, a los creyentes les resulta más sencillo arrodillarse y confesar sus propios pecados; cuando participan en la santa misa, les resulta más fácil tomar conciencia de la unción del Espíritu santo, concedida a las manos y al corazón del sacerdote mediante el sacramento del orden.

La identidad sacerdotal no debe confundirse nunca con la obtención de títulos o cargos o con el desempeño de funciones civiles o políticas. La identidad sacerdotal implica la configuración con Cristo, que se despojó de sí mismo asumiendo la condición de siervo (Cf.Flp2,7-8), de esta manera, el sacerdote vivirá una vida simple, casta y humilde, que inspirará con su ejemplo y entrega a los fieles que les han sido confiados.

Pero, ¿cómo puede un sacerdote vivir plenamente esta vocación? El Papa Juan Pablo II, haciendo alusión a las palabras de san Pablo a Timoteo, deseaba para cada sacerdote: “la gracia de renovar cada día el carisma de Dios recibido con la imposición de las manos (Cf.IITm 1,6).

La identidad del sacerdote debe meditarse en el contexto de la voluntad divina a favor de la salvación, puesto que es fruto de la acción sacramental del Espíritu Santo, participación de la acción salvífica de Cristo, y puesto que se orienta plenamente al servicio de tal acción en la Iglesia, en su continuo desarrollo a lo largo de la historia. Se trata de una identidad tridimensional: pneumatológica, cristológica y eclesiólogica. No ha de perderse de vista esta arquitectura teológica primordial en el misterio del sacerdote, llamado a ser ministro de la salvación, para poder aclarar después, de modo adecuado, el significado de su concreto ministerio pastoral. Él es el siervo de Cristo, para ser, a partir de él, por él y con él, siervo de los hombres. Su ser ontológicamente asimilado a Cristo constituye el fundamento de ser ordenado para servicio de la comunidad. La total pertenencia a Cristo, convenientemente potenciada y hecha visible por el sagrado celibato, hace que el sacerdote esté al servicio de todos. El ser y el actuar del sacerdote - su persona consagrada y su ministerio - son realidades teológicamente inseparables, y tienen como finalidad servir al desarrollo de la misión de la Iglesia: la salvación eterna de todos los hombres.

Entresaco aquí algunos pensamientos de Pablo que podrán inspirar la comprensión de la identidad sacerdotal del presbiterio. El pensamiento de san Pablo es muy rico y variado, por lo mismo, aquí se presentan apenas algunos rasgos de lo más característico de la identidad del ministro sagrado.

1. El sacerdote posee un don que procede del mismo Dios. Continuamente Dios llama al sacerdocio a personas concretas como anteriormente llamó al Profeta. Es impresionante la descripción que de esta llamada hace Jeremías;“Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía” (Jr1,5). El “conocer” de Dios es elección, llamada a participar en la realización de sus planes salvíficos. A la luz del misterio de la Encarnación, esta elección se relaciona estrechamente con Cristo Sacerdote: “Nos ha elegido en él antes de la creación del mundo” (Ef1,4).Así como, en palabras del Evangelio, Jesús llamó “a los que él había elegido” (Mc3,13), también san Pablo se siente llamado al servicio por el propio Jesucristo y por Dios mismo, no por la comunidad (Cf.ICor1,1;IICor1,1): “Pablo, apóstol no por nombramiento ni intervención humana, sino por intervención de Jesús, el Cristo, y de Dios Padre, que lo resucitó de la muerte” (Gal1,1).

2. El sacerdote es un hombre consagrado a Dios. San Pablo, vivía como apóstol totalmente consagrado, pues había sido “alcanzado por Cristo Jesús” y lo había abandonado todo para vivir en unión con él (Cf.Flp3,7.12). Se sentía tan colmado de la vida de Cristo que podía decir con toda franqueza: “No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal2,20). Y, con todo, después de haber aludido a los favores extraordinarios que había recibido como “hombre en Cristo” (IICor12,2), añadía que sufría un aguijón en su carne, una prueba de la que no había sido librado. A pesar de pedírselo tres veces, el Señor le respondió: “Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza” (IICor 12, 9). A la luz de este ejemplo, el sacerdote puede entender mejor que debe esforzarse por vivir plenamente su propia consagración, permaneciendo unido a Cristo y dejándose persuadir por su Espíritu, a pesar de la experiencia de sus limitaciones humanas. Estas limitaciones no le impedirán cumplir su ministerio, porque goza de una gracia que le basta. En esa gracia, por tanto, el sacerdote debe poner su confianza, y a ella debe recurrir, consciente de que así puede tender a la perfección con la esperanza de progresar cada vez más en la santidad.

3. El sacerdote es un apóstol. Según la concepción de san Pablo, lo que los convierte a él y a los demás en apóstoles es, en primer lugar, el “haber visto al Señor” (Cf.ICor 9,1), es decir, haber tenido con él un encuentro decisivo para la propia vida. Análogamente, en la carta a los Gálatas (Cf.Ga1,15-16), dirá que fue llamado, por gracia de Dios con la revelación de su Hijo con vistas al alegre anuncio a los paganos. En definitiva, es el Señor el que constituye a uno en apóstol, no la propia presunción. El apóstol no se hace a sí mismo; es el Señor quien lo hace; por tanto, necesita referirse constantemente al Señor. San Pablo dice claramente que es “apóstol por vocación” (Rm1,1), es decir, “no de parte de los hombres ni por mediación de hombre alguno, sino por Jesucristo y Dios Padre” (Ga1,1). Esta es la primera característica: haber visto al Señor, haber sido llamado por él. La segunda característica es “haber sido enviado”, es decir, embajador y portador de un mensaje. Por consiguiente, debe actuar como encargado y representante de quien lo ha mandado. Por eso san Pablo se define “apóstol de Jesucristo” (ICor1,1; IICor 1,1), o sea, delegado suyo, puesto totalmente a su servicio, hasta el punto de llamarse también “siervo de Jesucristo” (Rm1,1). Esto implica que ha recibido una misión que cumplirá en nombre de Jesús, poniendo absolutamente en segundo plano cualquier interés personal. La tercera característica del apóstol es el ejercicio del “anuncio del Evangelio”, con la consiguiente fundación de Iglesias. Por tanto, el título de “apóstol” no es y no puede ser honorífico; compromete concreta y dramáticamente toda la existencia de la persona que lo lleva (Cf.ICor 9,1;IICor 3,2-3).

4. El sacerdote participa del sacerdocio de Cristo. El sacerdocio, en todos sus grados, y por consiguiente tanto en los obispos como en los presbíteros, es una participación del sacerdocio de Cristo que, según la carta a los Hebreos, es el único sumo sacerdote de la nueva y eterna Alianza, que se ofreció a sí mismo de una vez para siempre con un sacrificio de valor infinito, que permanece inmutable y perenne en el centro de la economía de la salvación (Cf.Hb7,24.28). No existe ni la necesidad ni la posibilidad de otros sacerdotes además de Cristo, el único mediador (Cf.Hb9,15;Rm 5,15.19;ITm 2,5), punto de unión y reconciliación entre los hombres y Dios (cf.IICo5,14.20), el verdadero y definitivo sacerdote (Cf.Hb5,6;10,21), que en la tierra llevó a cabo la destrucción del pecado mediante su sacrificio (Hb9,26), Y en el cielo sigue intercediendo por sus fieles (Cf.Hb7,25), hasta que lleguen a la herencia eterna conquistada y prometida por él. Nadie más, en la nueva alianza, es sacerdote en el mismo sentido.

5. El sacerdote es un don para la Iglesia. En la Iglesia existen dones diferentes, como nos enseña san Pablo: “A cada uno de nosotros le ha sido concedida la gracia a la medida del don de Cristo” (Ef4,7). Todos estos dones diferentes constituyen una “parte” esencial e irrepetible de aquel “don de Cristo”. En efecto, todas las gracias y carismas sirven conjuntamente “para edificar el Cuerpo de Cristo” (Ef4,12). Entre todos estos dones, el sacerdocio ministerial adquiere peculiar importancia. Si la vocación sacerdotal es un don tan grande para la Iglesia, ello quiere decir que ya no nos pertenecemos a nosotros mismos, sino que somos propiedad de Cristo que vive en la Iglesia y que nos espera en los múltiples campos de apostolado. Pertenecemos a Cristo y pertenecemos a la Iglesia, que es su “Esposa inmaculada”, “a la que Cristo amó hasta darse en sacrificio por ella” (Ef5,25).

6. El sacerdote es pobre, obediente y casto. En primer lugar el sacerdote es pobre. San Pablo presenta a Cristo como aquel que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para enriquecemos con su pobreza (Cf.IICor 8,9). En la Carta a los Corintios, san Pablo presume que no toma nada de nadie aunque tendría derecho a ser mantenido por la comunidad (ICor 9,4ss), por eso afirma: “No hicimos uso de este derecho; al contrario, sobrellevamos lo que sea para no crear obstáculo alguno al Evangelio de Cristo” (v.12). “Al no depender de nadie, me he puesto al servicio de todos para ganar a los más posibles” (v.9); en segundo lugar, el sacerdote es obediente. Jesús fue el obediente por antonomasia. En el himno cristológico de la Carta a los filipenses (2,5-11), san Pablo invita a que “tengamos los mismos sentimientos que Cristo, el cual “…fue obediente hasta la muerte en cruz”. Así lo expresa, también, la Carta a los Hebreos: “Aquí estoy yo Señor para realizar tu voluntad” (Hb10,5s.). Ser sacerdote no implica la obediencia tan sólo porque el ministerio eclesial haya de orientarse en las actitudes básicas de Jesús, sino sobre todo porque el sacerdote debe aportar algo que no posee Como suyo y ha de recibir a su vez para transmitirlo (Cf.ICor 15,3). Por eso, el sacerdote que no escucha antes de transmitir lo suyo es, en el fondo, un falsificador. De ahí que el servicio sacerdotal, o se basa en la escucha personal de la Palabra de Dios o degenera en el mero funcionalismo. La obediencia es así, en última consecuencia, entrega de la vida “hasta la muerte en cruz”; en tercer lugar, el sacerdote es casto. San Pablo dice: “a todos les desearía que vivieran como yo; pero cada uno tiene el don particular que Dios le ha dado” (ICor 7,7). No estar casado es un don especial, porque “el soltero se preocupa de los asuntos del Señor, buscando complacer al Señor” (ICor 7,32).

7. El sacerdote tiene como misión prioritaria el anuncio de la palabra de Dios. San Pablo pone de relieve la necesidad de esta predicación, añadiendo al mandato de Cristo su experiencia de Apóstol. En su actividad evangelizadora realizada en muchas regiones y en muchos ambientes, se había dado cuenta de que los hombres no creían porque nadie les había anunciado todavía la buena nueva. Aun estando abierto a todos el camino de la salvación, había comprobado que no todos habían tenido acceso a él. Por ello, daba también esta explicación de la necesidad de la predicación por mandato de Cristo: “¿Cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados?” (Rm10,14.15). A los que se habían convertido en creyentes, el Apóstol cuidaba luego de comunicar abundantemente la palabra de Dios. Lo dice él mismo a los Tesalonicenses: “Como un padre a sus hijos, lo sabéis bien, a cada uno de vosotros os exhortábamos y alentábamos, conjurándoos a que vivieseis de una manera digna de Dios, que os ha llamado...” (ITs,11.12). Al discípulo Timoteo, el Apóstol recomienda encarecidamente este ministerio: “Te conjuro en presencia de Dios y de Cristo... Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina” (2Tm4,1.2).

Por lo que se refiere a los sacerdotes, afirma: “Los sacerdotes que ejercen bien su cargo merecen doble remuneración, principalmente los que se afanan en la predicación y en la enseñanza” (ITm5,17). La misión de predicar ha sido confiada por la Iglesia a los sacerdotes como participación en la mediación de Cristo, y se ha de ejercer en virtud y según las exigencias de su mandato: los sacerdotes, partícipes, en su grado de ministerio, del oficio de Cristo, el único mediador, anuncian a todos la palabra divina (Cf.ITm2,5). Esta expresión no puede por menos de hacemos meditar: se trata de una palabra divina que, por consiguiente, no es nuestra, no puede ser manipulada, transformada o adaptada según el gusto personal, sino que debe ser anunciada íntegramente. Y, dado que la “palabra divina” ha sido confiada a los Apóstoles y a la Iglesia, todos los sacerdotes participan de una responsabilidad especial en la predicación de toda la palabra de Dios y en su interpretación según la fe de la Iglesia. San Pablo ante tan urgente necesidad exclamó: “anunciar el evangelio no es para mí motivo de gloria; es un deber que me incumbe. ¡Ay de mí, si no anuncio el Evangelio!” (ICor 9,16).

8. El sacerdote posee autoridad. Aunque san Pablo ejerce su ministerio en forma “carismática”, es decir, movido y capacitado por el Espíritu, habla con autoridad en el nombre del Señor (Cf.IICor13,3) y da instrucciones como quien tiene plenos poderes. Pretende examinar y regular los carismas, y lo hace autoridad. Todas sus cartas muestran que san Pablo ruega y aconseja, anima y exhorta, pero también exige, conjura y reprende, se apiada y rechaza, prohíbe y castiga (Cf.IICor1,24;8,8). Pablo sabe que posee una exousia específicamente apostólica de la que puede hacer uso y recabar obediencia en virtud de ella (Cf.Flm8;IICor13,10). Por esta autoridad dicta normas para el ordenamiento de los dones del Espíritu. A dicho respecto podemos recordar algunas de sus palabras pronunciadas a la comunidad de Corinto: “El que se tiene por profeta o por hombre de espíritu comprenderá que esto que les escribo es mandato del Señor, y si alguno no lo sabe, peor para él” (ICor14,37). La autoridad que posee san Pablo, es una autoridad servicial en un doble sentido: En primer lugar, es un servicio a Cristo, por eso san Pablo sólo se atreve a hablar de lo que Cristo le encarga decir (Cf.Rm15,18), Y él sabe que Cristo le pedirá cuentas (Cf.ICor4,4s); en segundo lugar, es un servicio a la comunidad, por eso él no habla como dueño de la fe de la comunidad, sino como colaborador de su gozo (Cf.IICor 1,24).

9. El sacerdote vive y promueve la comunión. La Eucaristía es la fuente de la unidad y la expresión más perfecta de la unión de todos los miembros de la comunidad cristiana. Una de las tareas de los sacerdotes será procurar que la Eucaristía sea fuente y expresión de unidad. A veces, por desgracia, sucede, como en la comunidad de Corinto, que las celebraciones eucarísticas no son expresiones de unidad; cada uno asiste de forma aislada, ignorando a los demás. Con gran caridad pastoral los sacerdotes deben recordar a todos la enseñanza de san Pablo: “...Aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan”, que “es comunión con el cuerpo de Cristo” (ICor 10,16.17). La conciencia de esta unión el cuerpo de Cristo estimulará una vida de caridad y solidaridad efectiva en todos los miembros de la comunidad.

10. El sacerdote participa de la cruz de Cristo. El ejercicio fiel del ministerio sacerdotal comporta la renuncia de sí mismo y la experiencia de la cruz; “porque no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor [...] tenemos este tesoro en vasos de barro, para que la extraordinaria grandeza del poder sea de Dios y no de nosotros. Afligidos en todo, pero no agobiados; perplejos, pero no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, pero no destruidos; llevando siempre en el cuerpo por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Porque nosotros que vivimos, constantemente estamos siendo entregados a muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo mortal. Así que en nosotros obra la muerte, pero en ustedes, la vida” (IICor4,5-12). San Pablo renunció a su propia vida entregándose totalmente al ministerio de' la reconciliación, de la cruz, que es salvación para todos. El sacerdote, de esta manera, tendrá que comprender que su fuerza se encuentra en la humildad del amor y su sabiduría en la debilidad de renunciar para entrar así en la fuerza de Dios. El sacerdote debe emprender este camino: no vivir para sí mismo, sino vivir en la fe en el Dios del que todos podemos decir: “Me amó y se entregó a sí mismo por mí”.

Que san Pablo, inspire nuestra vida sacerdotal para vivir nuestro ser de discípulos misioneros en consonancia con lo que somos.



[1] Doctor en Sagradas Escrituras. Esta ponencia la hizo llegar a este Boletín monseñor Ramiro Valdés, Vicario General de la Arquidiócesis.

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